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Horacio Quiroga
Se relacionó con Arturo Capdevila, Juana de Ibarbourou, Benito Lynch, Alfonsina Storni y otros escritores de su época.
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Nació el 31 de diciembre de 1879 en Salto, Uruguay. Su vida inició rodeada de tragedia por la temprana muerte de su padrastro, que se suicidó frente a él. A esta muerte sucedería, casi igual de trágica, la de sus hermanos y su primera esposa. Mientras hacía sus estudios de secundaria, comenzó a colaborar con cuentos en los diarios La Revista y la Reforma. Tras el suicidio de su esposa, 30 años menor que él, se muda a Buenos Aires y, en 1917, publica Cuentos de amor, de locura y de muerte que le darían el reconocimiento como el maestro del cuento latinoamericano. Se relacionó con Arturo Capdevila, Juana de Ibarbourou, Benito Lynch, Alfonsina Storni y otros escritores de su época. En 1936 debió internarse en el Hospital de Clínicas por un dolor en el estómago que resultó ser un cáncer avanzado de próstata; en esa época, su segunda esposa lo había abandonado llevándose a la hija del matrimonio. Acorralado, Quiroga se suicida la madrugada del 19 de febrero de 1937, ingiriendo un vaso de cianuro. Tras su muerte, sus hijos mayores también se suicidaron. Su obra abordó los temas más oscuros de la humanidad: la muerte, la enfermedad, el horror y el sufrimiento, enmarcados en un ambiente selvático, varios de sus personajes son animales salvajes. Solo escribió un libro de poesía, Los arrecifes de coral (1901). 

 

La barca

                   (Combate por la vida)

La aurora lucía tranquila en Oriente,

la luz inundaba los montes y valles,

las flores abrían los pétalos leves

y a Dios saludaban trinando las aves.

Solté mi barquilla, y al centro del río,

de un golpe de remo lancéla contento;

¡marino errabundo, pensaba aquel día

hallar el ansiado magnífico puerto!

Un blanco fantasma se sienta en la caña

y el rumbo dirige, mirándome fijo,

y yo, desde el banco, le vía temblando

de horror y de angustia, de miedo y de frío.

Al fin me resuelvo. ¿Quién eres?, pregunto.

Con voz cavernosa responde el espectro:

“Yo soy el eterno patrón de las barcas

que al río se lanzan en busca de puerto”.

Seguimos bajando la rauda corriente,

yo a entrambas orillas mirando con ansia,

que en una y en otra, del sol a los rayos,

castillos, jardines y bosques se alzaban.

Ya frente al primero, la barca se vía,

bizarros galanes y lindas doncellas,

asidos del brazo, diciéndose amores,

cruzaban el bosque, jardín y pradera.

Algunos en gruta de mirto y jazmines

buscaban la sombra y el grato misterio,

trayendo a la barca del aire las ondas,

ahogados suspiros, rumores de besos.

Volvíme al fantasma, que frío, inmutable,

miraba impasible tan dulces escenas,

y al fin le pregunto con voz anhelosa:

“¿Arrojo aquí el ancla?” Respóndeme: “Rema”.

Bajé la cabeza, y un triste suspiro

salió de mi pecho, pensando en que alegre

pasara mi vida por grutas y valles

con una de aquellas hermosas mujeres.

Y sigo remando y el sol ascendía,

el agua imploraba mi labio sediento

y espléndida plaza veíase cerca

que alegre llenaba frenético un pueblo.

El remo abandono, y en medio la turba

a algunos contemplo ceñidos del aura,

tañendo sin pena la cítara blanda

y dando a los aires su férvido canto.

Mis ojos despiden torrentes de lumbre,

la sangre a mi rostro de pronto se agolpa

y digo al fantasma con voz en que vibra

la fuerza de un alma que el triunfo ambiciona:

“También, como ellos, yo tengo mi canto;

también, como ellos, yo tengo una lira;

un mundo, cual ellos, yo siento en mi alma;

tal vez, como a ellos, coronas me ciñan.

¡Qué hermoso es el triunfo! ¡Qué bella es la gloria!

¡Cuán luce en las sienes la noble diadema

que el Bardo conquista luchando constante!

¿Arrojo aquí el ancla?” Respóndeme: “Rema”.

Al pecho, agitada, mi alma inclinóse

y amargas y ardientes corrieron mis lágrimas

cual plomo fundido quemando mi pecho,

dejándome inmenso dolor en el alma.

El sol a Occidente, con marcha tranquila

llevaba el tesoro de luz y colores;

la tarde llegaba; mi brazo rendido,

las ondas apenas hería del golpe.

Un último y grande castillo se alza,

aún brilla en el cielo la luz del ocaso

y el rayo postrero bordaba las nubes

con franjas de plata, de fuego y topacio.

Al pie del castillo, soberbios magnates

cobraban tributos de pueblos y villas,

y el oro rodaba, cual corre en las playas

al soplo del viento la arena amarilla.

“Ni amores ni gloria –pensé con tristeza–;

pues oro tengamos, poder y fortuna,

que el mundo se humilla delante del oro

y el oro es el amo de estúpidas turbas”.

“Por fin –a la blanca fantasma le digo–,

un último puerto, ¿lo ves?, ya nos queda:

entrambas orillas desiertas contemplo.

¿Arrojo aquí el ancla?” Respóndeme: “Rema”.

Y sigo remando, y el golpe inseguro

movía con lento vaivén la barquilla;

la noche avanzaba, la tierra y el cielo

crepúsculo vago, medroso, envolvía.

Allá, tras la cumbre lejana del monte,

la luna cual globo brillante se alza,

y finge su rayo, jugando en la espuma,

encajes y blondas de azul y de plata.

Se extingue del río la rauda corriente,

perdiéndose en ancho, tranquilo remanso,

y ya a la barquilla faltábale fondo,

a veces la arena la quilla rozando.

De pronto la luna, rasgando las nubes,

alumbra una extraña ciudad en la orilla,

y cruces y verjas, cipreses y sauces

formaban las calles de tumbas sombrías.

Hirsuto el cabello, la faz descompuesta,

le digo al fantasma con voz temerosa:

“Aquí no es posible que el puerto busquemos

al centro del río volvamos la proa.

Mi brazo conserva su fuerza y empuje,

el último aliento gastemos remando,

¡y míreme lejos del cuadro sombrío

que forman las tumbas, cipreses y osarios!”

Con triste sonrisa que aterra y fascina,

me toma una mano la horrible fantasma,

y “Aqueste es el puerto –me dijo–;

llegamos; el remo abandona y arroja tu ancla”.

Tu agonía

La tarde se moría y en el viento

la seda de tu voz era un piano,

y la condescendencia de tu mano

era apenas un suave desaliento.

Y tus dedos ungían un cristiano

perdón, en un sutil afilamiento;

la brisa suspiró, como en el cuento

de una melancolía de verano.

Con tu voz, en la verja de la quinta,

calló tu palidez de flor sucinta.

La tarde, ya muriendo, defluía

en tu sien un suavísimo violeta,

y sobre el lago de tersura quieta

los cisnes preludiaron tu agonía.

El juglar triste

La campana toca a muerto

en las largas avenidas

y las largas avenidas

despiertan cosas de muertos.

De los manzanos del huerto

penden nucas de suicidas,

y hay sangre de las heridas

de un perro que huye del huerto.

En el pabellón desierto

están las violas dormidas;

¡las violas están dormidas

en el pabellón desierto!

Y las violas doloridas

en el pabellón desierto,

donde canta el desacierto

sus victorias más cumplidas,

abren mis viejas heridas,

como campanas de muerto,

las viejas violas dormidas

en el pabellón desierto.


Escrito por Redacción


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