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Cada día es más claro que, por primera vez en muchos años, hay una verdadera división en la clase dominante de Estados Unidos (EE. UU.): de un lado, los partidarios del capital productivo, y del otro, los partidarios del capital básicamente especulativo. Grosso modo: el capital industrial y comercial, de una parte, y el capital bancario de la otra. Y según competentes conocedores de la geopolítica, el presidente Donald Trump representa a los primeros, mientras las grandes figuras del Partido Demócrata (e incluso algunos republicanos) respaldan abiertamente a los segundos.
En la escena mundial, que es la que aquí nos interesa, el diferendo entre las dos poderosas fuerzas norteamericanas se traduce, según los mismos especialistas, en lo siguiente. Donald Trump y su corriente sostienen que es hora de abandonar el imperialismo territorial, es decir, el que exige la presencia física y el dominio político directo de EE. UU. sobre el territorio y la población de los países débiles o menos poderosos que él, como condición sine qua non para aprovechar sus riquezas naturales, su mercado interno y su mano de obra. Y sustituirlo por la superioridad económica, por mayor producción y productividad, por la innovación acelerada en calidad y variedad de la oferta (incluso creando productos nuevos y atractivos) para conquistar mercados y dominar al mundo sin necesidad de la manu militari. Esto sin olvidar, desde luego, la superioridad militar absoluta, pero como recurso disuasivo y como espada de Damocles sobre las cabezas de posibles rebeldes, pasando a la acción solo en casos extremos.
La corriente contraria defiende, obviamente, el empleo de la guerra, de la desestabilización e incluso de la destrucción y el caos total de las naciones menos poderosas, para asegurarse su sometimiento total y la explotación sin trabas de todo lo utilizable sin correr el riesgo de protestas o levantamientos armados, encabezados por un Estado “nacionalista” cuya existencia o reorganización no se permitiría, de ningún modo, según esta teoría. Es la política que hemos visto aplicar en el norte de África, en Egipto, Irak, Afganistán, Líbano, Palestina, Siria y otros.
Vistas así las cosas, la posición imperialista del presidente Donald Trump y sus seguidores resulta más “civilizada” y menos brutal y peligrosa que la de sus oponentes, al menos en el corto plazo (en el largo, no podemos predecir qué sucederá), por cuanto que se propone alcanzar el dominio del planeta por medios esencialmente económicos, ganando los mercados del mundo con mayor calidad, menores precios y oferta más variada, y dejando el uso de las armas solo como amenaza o como último recurso en caso necesario. Es así como cobran sentido y una lógica profunda muchas de las acciones del presidente Donald Trump, que sus enemigos de dentro y de fuera califican de “locuras”, “incongruencias”, “falta de oficio político o de conocimientos económicos” y hasta de “traición a la patria”, por tratar mejor a los “tiranos” y enemigos que a los aliados del país.
Una de estas “locuras”, o una “traición a la patria” según los más viscerales, es precisamente su reciente entrevista con el presidente ruso Vladimir V. Putin. Y es que en dicha “cumbre”, Donald Trump se atrevió a reconocer públicamente que la famosa injerencia de hackers rusos en las elecciones que lo hicieron presidente, es una falsedad; que no hay pruebas de ello y que las investigaciones del FBI son un desastre. Coincidió, además, con su homólogo ruso, en la necesidad de trabajar juntos por la distención de las relaciones entre ambos países y en darle continuidad a la discusión constructiva sobre desarme, comercio, conflictos mundiales como los de Siria y Ucrania y, en síntesis, sumar esfuerzos para alcanzar la paz mundial. Para quien no tenga cerradas las entendederas (sea por un reaccionarismo congénito, porque obedece “órdenes superiores” o porque trabaja a sueldo de poderosísimos intereses políticos y económicos de alcance mundial), resulta claro que tales acuerdos preliminares entre las dos superpotencias nucleares son un respiro para la humanidad entera; que el aflojamiento de las tensiones entre EE. UU. y Rusia aleja el peligro de una catástrofe nuclear que, de producirse, arrasaría con cualquier vestigio de civilización y que, por eso (aunque no sea más que por eso), todos los seres humanos racionales (los intereses políticos y económicos vuelven irracionales y hasta bestializan a muchos que, en apariencia, pertenecen a nuestra especie) deberíamos estar satisfechos y aplaudir los frutos de vida y de paz de la conferencia de Helsinki.
Pero, lejos de eso, los medios más poderosos de EE. UU. se han lanzado a la yugular del presidente Donald Trump y contra la entrevista de Helsinki y sus resultados, acusando al primero de ser amigo de los “tiranos” y verdugo de sus aliados; de haberse “rendido” ante el presidente Vladimir Putin al que casi “se le puso de alfombra”, y solo le faltó pedirle una selfie como imborrable recuerdo. No se explican, dicen, cómo es posible que el Presidente de EE. UU. tenga más confianza en la palabra de “un tirano” que en las investigaciones de sus propios órganos de inteligencia. Hasta donde he podido leer, todas las críticas se mueven en el terreno del insulto y se escudan tras la generalidad y abstracción de las acusaciones y reclamos; nadie quiere o puede concretar en qué y por qué fue errónea y servil la conducta de Donald Trump ante otro jefe de Estado igual a él.
No hay más remedio que concluir, como ya lo han hecho otros antes que yo (y más calificados que yo), que la rabia y los irracionales ataques obedecen, justamente, al tímido y aun no materializado primer paso hacia la distensión con Rusia. Es decir, provienen de los intereses radicalmente opuestos a la paz en el mundo; de aquellos cuya fortuna y cuya alma entera están por la guerra porque viven de la guerra; porque sus grandes fábricas de armas solo encuentran suficientes compradores cuando suenan los tambores de guerra, cuando crecen los temores de un choque armado, y mejor si ese choque se anuncia con carácter mundial. Son los enemigos de la paz (porque medran con la guerra) los que critican al presidente Donald Trump e insultan al presidente Vladimir Putin por haberse atrevido a hablar de distensión entre sus países y de trabajar unidos por la paz del mundo.
Y, por lo visto, los partidarios de la guerra son los que gozan de mayor influencia en los medios, incluidos los mexicanos. En efecto. Se puede buscar con la lámpara de Diógenes en la mano a algún medio, columnista o politólogo mexicanos, de los que realmente influyen en la opinión pública, que aplauda lo ocurrido en Helsinki o, al menos, que diga la verdad escueta de lo ocurrido. Buscará en vano el que lo haga. Todos repiten, como párvulos aprendiendo la tabla del dos, las mentiras e injurias contra Donald Trump y contra Rusia y su presidente, el muy inteligente y hábil estratega político (no es mi opinión personal, es la del mundo entero, aunque pocos lo digan) Vladimir Putin.
Nuestros medios informativos se han lanzado de cabeza en la segunda Guerra Fría sin pensarlo mucho. Olvidan que, como dijera algún filósofo y repitiera Marx, las cosas en la historia ocurren dos veces: la primera vez como tragedia y la segunda como farsa. La segunda Guerra Fría es la farsa, y quienes participan en ella, aunque no lo sepan, hacen el ridículo. Acusar a Putin de “tirano” es una mentira sin sustento y un error grotesco, copiado simiescamente de quienes dictan la línea; afirmar que la fabricación y el comercio mundial de armas, letales como nunca, es una necesidad frente a la ambición rusa de dominio mundial, es una tontería ab ovo usque ad mala, como decían los antiguos romanos. Quienes lo afirman, desconocen u olvidan que la Rusia de hoy no es la URSS de antaño, que el fantasma del comunismo no existe más en ese país y que, si alguien no necesita conquistar territorios, recursos naturales y mercados ajenos, ésa es Rusia, que con sus más de 17 millones de kilómetros cuadrados, es la sexta parte del globo. Que, además, con su vecindad y amistad con China, dispone de un mercado de mil 300 millones de seres humanos con una buena capacidad de compra. ¿Qué dicen a esto quienes pintan a Rusia y a su presidente como aves de rapiña al acecho de Europa?
Pero la ignorancia de los que opinan es lo de menos. Lo importante es que, con sus mentiras, instilan sin pausa en la conciencia del público el odio hacia los verdaderos amigos de la paz (Rusia, China, India, Corea del Norte, Cuba, Venezuela, por decir algunos) y preparan las mentes para aceptar, y hasta aplaudir en su caso, el desencadenamiento de una guerra de agresión, que puede ocurrir en nuestro propio subcontinente latinoamericano, en nuestro propio país. Insensibilizan a la gente ante el riesgo de una hecatombe nuclear que barrería todo vestigio de vida en el planeta. Esa propaganda mendaz nos pone a todos una venda en los ojos al tiempo que nos empuja al abismo de la guerra. Hoy por hoy, y sin caer en la ingenuidad, el inmediatismo o las falsas ilusiones, el mundo debe ver con esperanza el acercamiento entre EE. UU. y Rusia; debe apoyar la política del presidente Donald Trump por ser más racional (y por tanto más humana) que la de sus oponentes. En una palabra, debemos estar (aunque sea solo coyunturalmente) del lado de Donald Trump y Vladimir Putin, y en desacuerdo radical con quienes pregonan y abanderan la guerra. Eso dicta el sentido común.
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Escrito por Aquiles Córdova Morán
Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.