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Quién triunfó realmente en la Guerra de Independencia
Muy lejos quedan los ideales de los verdaderos precursores de la independencia. Hubo un cambio bastante limitado: de españoles a mexicanos terratenientes en el poder. La estructura económica permanece y el pueblo continúa oprimido.
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Cada 15 de septiembre, una intensa campaña propagandística (oficial y mediática) adormece la conciencia de los mexicanos. Todo son vivas a la independencia (asumiendo que existe) y a los héroes que la conquistaron. Con creciente frecuencia, personajes de prensa e ideólogos de la derecha, nostálgicos del pasado, en tendenciosa revoltura histórica nos dicen que nuestra independencia tuvo dos padres: don Miguel Hidalgo y Agustín de Iturbide. No faltan loas a este último (cada clase social tiene sus propios héroes), acérrimo enemigo de Hidalgo y de Morelos, y personaje de primer nivel en el ejército virreinal.

Quienes igualan a personajes no solo disímbolos sino contradictorios, elaboran una narrativa que oculta, precisamente, la contradicción esencial, dejando de lado el análisis científico de la historia, que obliga a enfocarla desde la perspectiva de las luchas de clases, que permite descubrir los intereses que representa cada personaje y, a partir de ahí, la lógica de guerras y revoluciones, alianzas, rupturas, asonadas y, además, hace posible que el pueblo descubra el hilo conductor de la historia y distinga a sus verdaderos héroes.

Como es sabido, los iniciadores del movimiento insurgente provenían del sector de los criollos, de los mestizos y, de manera destacada, del bajo clero, estrechamente ligado al pueblo, cuyas penurias y anhelos conocían y compartían. Los líderes no solo pensaban en la independencia, sino en lo que vendría después, en la mejor forma de gobierno que el país debía adoptar para mejorar la suerte de la mayoría empobrecida y avanzar hacia el progreso. Eran republicanos. Habían abrevado, particularmente Hidalgo, en la Ilustración Francesa, y les servían de inspiración la independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa, esta última ocurrida apenas 21 años antes. Al respecto, y en el marco de las discusiones en la Junta de Zitácuaro (entre 1811 y 1813), el doctor Enrique Cárdenas de la Peña dice de Morelos: “… y el siete de noviembre de 1812 exclama (Morelos): ‘En cuanto al punto quinto de nuestra Constitución (…) reitera su inconformidad ante la simulación de conservar el nombre del rey como signo de legitimidad, calificando de hipotética o ficticia la afirmación de que la soberanía reside en él. El 17 de noviembre observa: ‘Hasta ahora no había recibido los elementos constitucionales; los he visto y, con poca diferencia, son los mismos que conferenciamos con el señor Hidalgo’, y, al fin, en 29 de marzo de 1813 proclama definitivamente su republicanismo cuando a Liceaga le comunica: ‘Jamás admitiré el tirano gobierno, esto es, el monárquico, aunque se me eligiera a mí mismo por primero…’, al mismo tiempo que reitera su obediencia a la Junta” (Cárdenas de la Peña, Morelos, p. 230). Sus ideas quedarían plasmadas en su forma más pura en sus Sentimientos de la Nación.

Hidalgo y Morelos tenían meridiana claridad sobre la necesidad de echar abajo la estructura agraria existente, base económica del poder terrateniente feudal (hasta entonces en manos de españoles), y sustituirla por otra más propicia al progreso, acorde con las tendencias económicas de la época. Dice Cárdenas de la Peña: “Desde el 18 de abril de 1811 Morelos nombra inspectores para que estudien las condiciones de vida de los pueblos liberados (…) es entonces cuando ordena que los comisionados deberán entregar las tierras ‘… a los pueblos para su cultivo, sin que puedan arrendarse, pues su goce ha de ser de los naturales…’ Empero, es en el llamado Plan de Devastación donde en forma cabal expone el reparto lógico, cuando en la cláusula séptima del mismo propone: ‘Deben también inutilizarse todas las haciendas grandes, cuyos terrenos laboríos pasen de dos leguas, cuando mucho, porque el beneficio positivo de la agricultura consiste en que muchos se dediquen con separación a beneficiar un corto terreno que puedan asistir con su trabajo e industria, y no en que un solo particular tenga mucha extensión de tierras infructíferas, esclavizando a millares de gentes que las cultiven por fuerza en la clase de gañanes o esclavos, cuando pueden hacerlo como propietarios de un terreno limitado, con libertad y beneficio suyo y del público. Ésta es una de las medidas más importantes…” (Ibid., 267). Así se expresaba Morelos, y no deja de llamar la atención que casi exactamente un siglo después, en 1911, Emiliano Zapata en su Plan de Ayala formulara exigencias muy similares. Era que la tarea seguía pendiente.

Pero aquellas ideas progresistas, entre otras, de los iniciadores, no triunfaron ni marcaron al México independiente. Ellos fueron fusilados en fase temprana de la guerra: Hidalgo en julio de 1811, Morelos en 1815. Fue Agustín de Iturbide, por el contrario, quien terminó imponiéndose a la postre como emperador (julio de 1822 - marzo de 1823), derrocado pronto por el levantamiento del Plan de Casa Mata. Pero incluso ya en el México independiente, su clase social retuvo el poder. Iturbide, pues, representó a los acaudalados terratenientes, ahora “desespañolizados” y muy mexicanos.

Era hijo de un rico comerciante y terrateniente español de Valladolid (hoy Morelia); fue dueño de la hacienda de San José de Apeo; la familia poseyó también la hacienda de Quirio. Profundamente identificado con el régimen colonial y el ejército realista, destacó en su defensa a lo largo de la guerra: fue primero teniente de Milicias Provinciales en Valladolid. Se negó a participar en la conjura de Hidalgo en 1809 y rechazó la invitación de éste a ocupar el cargo de teniente general en el movimiento. Muy al contrario, enfrentó a los insurgentes en la batalla del Monte de las Cruces, en noviembre de 1810, a las afueras de la ciudad de México, hecho de guerra que le mereció el grado de capitán. Más tarde participó en la conjura de la Profesa, en abierta oposición a la Constitución de Cádiz de 1812. Su fama como persecutor de los insurgentes fue tal, que le mereció el apodo de El dragón de fierro.

En diciembre de 1813, en la Batalla de Santa María, a las afueras de Morelia, Iturbide, como oficial del ejército realista, al servicio del virrey Francisco Javier Venegas y del general Félix María Calleja, derrotó a las fuerzas al mando de Morelos, evento militar considerado como el principio del ocaso del Generalísimo. En febrero de 1821, habiendo sido comisionado por el virrey para combatir a los insurgentes en el sur, proclamó el Plan de Iguala y buscó atraer a Vicente Guerrero (el famoso “abrazo de Acatempan”), apoyo decisivo para el triunfo del futuro emperador.

Finalmente, con Juan O´Donojú (enviado por el rey con cargo de Jefe Político Superior de la Nueva España, pero que no llegó a ser virrey), Iturbide firmó los Tratados de Córdoba (agosto de 1821), que reconocían a México como “Imperio Mexicano, monárquico, constitucional y moderado”, y que entre sus 17 artículos establecía una junta de gobierno que incluía: “8º. Ser individuo de la Junta Provisional de Gobierno el teniente general don Juan O’Donojú, en consideración a la conveniencia de que una persona de su clase tenga una parte activa e inmediata en el gobierno…”. Así, el enviado del rey resultaba investido como miembro de la regencia del Imperio Mexicano en el “México independiente”, si bien fugazmente: O´Donojú murió en octubre siguiente.

Muy lejos quedaban los ideales de los verdaderos precursores. Terratenientes y ricos en general seguirían en el poder. Había ocurrido un cambio político, por encima, bastante limitado: de españoles a mexicanos en el poder, a mexicanos terratenientes, obviamente (con interrupciones como las de Guadalupe Victoria y Vicente Guerrero); pero la estructura económica, las relaciones de propiedad y su orden político e ideológico permanecían, y el pueblo continuaría, hasta hoy, oprimido. El sueño de Hidalgo y Morelos, de bienestar social y verdadera independencia, no ha culminado; sigue en espera de quienes lo hagan realidad.


Escrito por Abel Pérez Zamorano

Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.


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