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Frente a los devastadores huracanes que azotan al territorio (Acapulco nuevamente), no existe ya el Fonden, que, aunque mínimamente, socorría a los damnificados: lo eliminó López Obrador, dizque “para combatir la corrupción”. Además, hay 35 millones de personas en “inseguridad alimentaria”, más de nueve millones en el hambre; en insultante contraste, ¡somos el séptimo país exportador de alimentos! Un negocio que beneficia a los grandes capitalistas agrícolas, que con las exportaciones obtuvieron en un año ingresos superiores a 50 mil millones de dólares.
Y por más que la sociedad clama por seguridad, justicia, empleo, alimentos, servicios públicos, salud, nadie la escucha, nadie resuelve. En estos días el pueblo llano, “los de abajo” sólo oyen los ecos del festín de los políticos, embriagados de poder, que celebran el estreno de una flamante administración federal, mientras en Sinaloa y Guerrero (por mencionar los casos más escandalosos) la sociedad vive días y noches de horror. Ahí, a diferencia del Presidente, que acudió rodeado de un enorme aparato de seguridad, las personas comunes tienen cada día que desplazarse al trabajo o a llevar los niños a las escuelas.
El pueblo vive con miedo, miedo de salir a las calles, miedo del crimen que se ha enseñoreado del país, mientras el régimen de la “Cuarta Transformación” se revela absolutamente incapaz de poner fin a este horror. Muchas personas se lamentan, otras lloran, aquellas quizá profieren insultos contra los gobernantes o se refugian en sus hogares para protegerse. Mas nada de eso sirve. Son reacciones estériles.
Pero recordemos: cuando el Estado falla, la solución está en la sociedad: es su derecho, y obligación. Y apremia que lo haga. Y, ¿qué hacer? Indudablemente, la solución es tan compleja como el problema mismo. La salida no es fácil, pero existe, aunque lleve tiempo. Primeramente, la sociedad debe adquirir conciencia de que la apatía es su debilidad, su gran enemiga. El Estado abandona obligaciones sociales elementales, como las expuestas, y para colmo, actúa con soberbia, ello gracias a que no encuentra una sociedad activa, consciente, políticamente educada, que resista y exija cambiar las cosas, actuando coordinadamente, conforme a un plan de acción con objetivos claros, y así, la ignoran y maltratan porque la ven indefensa. Como dijo Mao Zedong, el pueblo es como un gigante, pero… está dormido; en el caso del nuestro podemos decir que está anestesiado, con algunas dádivas y grandes dosis de discursos mentirosos.
No tiene conciencia de la naturaleza y causa de sus problemas, y de las vías para resolverlos (como quien sufre una enfermedad, sin saber en qué consiste y menos cómo curarla). Y esta debilidad tiene varias manifestaciones. Enumero algunas. Se nos ha inculcado la resignación. Los ideólogos del poder nos aleccionan diciendo que nuestros males son voluntad de Dios y, consecuentemente, sólo nos queda la resignación. También nos infunden una credulidad casi mística hacia el Estado, los gobernantes y sus promesas, que entorpecen el pensamiento, aunque sean aberraciones, como aquello de que “tenemos un sistema de salud como el de Dinamarca”.
Otro factor perturbador de la inconsciencia social es que nos han enseñado a vivir en la vana esperanza de que los problemas nacionales serán resueltos sólo gracias a la acción de algún hombre fuera de serie (como los superhéroes típicos de la cultura estadounidense, que con su sobrenatural acción salvan a ciudades pobladas por seres absolutamente indefensos). Así el pueblo renuncia a su protagonismo como verdadero y único hacedor del cambio y deja la tarea a cualquier listillo que se ofrezca como redentor (como López Obrador, que dejó al país en el desastre y a sus confiados creyentes con un palmo de narices, después de haberles vendido ilusiones con sus cuentos de las mil y una mañaneras). Recordemos que los verdaderos cambios sólo pueden ser obra de la acción organizada, planificada y disciplinada de los pueblos. Como dijo Marx, la solución a los problemas de los trabajadores sólo puede ser obra de ellos mismos. Seguir cifrando esperanzas en los señores del poder nos condena a seguir padeciendo las mismas calamidades. A nada conduce esa buena fe en los poderosos. Nunca actuarán en favor de los desheredados: no les interesa.
El miedo también desactiva la voluntad de la sociedad; miedo que la lleva a esperar, pasivamente, soluciones “desde arriba”, temerosa de protestar y exigir, de molestar y enojar a los señores. Miedo al poder de los gobernantes, de jueces (más ahora que serán elegidos al gusto de los patrones), a policías, cárceles y ejército; miedo que paraliza la voluntad y hace pasivo, obediente y sumiso al pueblo. Pero como reza el adagio: los tiranos nos parecen grandes porque los contemplamos de rodillas.
Asimismo, muchos mexicanos se dejan comprar con una limosna a cambio de su voto, que bien manejado podría ser una poderosa arma de resistencia y palanca de cambio. Les dan unos pesos o una despensa mientras les niegan obras verdaderamente importantes y costosas, como sistemas de agua potable, buenas carreteras, hospitales, escuelas equipadas o seguridad. Con semejante intercambio, al pueblo le pasa, como dice la Biblia, lo que a Esaú, que vendió su primogenitura a Jacob, su hermano menor, a cambio de… un plato de lentejas; y es que Esaú venía de trabajar en el campo y tenía mucha hambre, y cedió la herencia paterna.
La apatía social es también producto de la prédica machacona de que el pueblo no puede influir en el gobierno (los poderosos le llaman “chantaje”), y mucho menos gobernar él mismo. Sólo saben gobernar, nos dicen, los ricos y sus paniaguados. Pero la historia refuta esta especie con brillantes ejemplos: los dos mejores presidentes de México han sido don Benito Juárez García y el general Lázaro Cárdenas del Río, ambos de humilde cuna, y fueron forjadores de nuestra patria.
Se enturbia también la mente del pueblo con el individualismo, que absurdamente ofrece soluciones individuales a problemas sociales, un auténtico despropósito. No olvidemos que los problemas sistémicos, como los nuestros, sólo pueden tener, consecuentemente, una solución sistémica, únicamente realizable por la acción social consciente y organizada. A grandes males, grandes remedios, dice el pueblo mismo; pero a éste se le ha inculcado desconfianza en sí mismo. Le enseñan a sentir recelo frente a los otros pobres, escepticismo que les impide acercarse y unir fuerzas en la defensa del interés común.
En suma, para actuar con eficacia frente a las calamidades que sufren los sectores de bajos recursos necesitamos, primero, adquirir conciencia (despertar al gigante) y, armados con ella, proceder a la formación de un poderoso partido de los trabajadores, que coordine sus acciones, les enseñe sus derechos y a luchar organizada y coordinadamente por ellos, y que a la postre les conduzca al poder, a gobernar en su propio beneficio; un partido que sea también escuela y los eduque. Ésa es la tarea preparatoria de la verdadera justicia social; mientras no la realicemos, las cosas seguirán igual o, peor aún, se agravarán.
Finalmente, viene a cuento aquí el pensamiento del insigne poeta yucateco Antonio Mediz Bolio (1884-1957), expresado en su hermosa poesía Manelic.
¡Oh, Manelic! ¡Oh plebe que vives sin conciencia
de tu vida oprobiosa, que arrastras la existencia
dócil al yugo innoble, que adormeces tu alma
de hierro, en el marasmo de ignominiosa calma!
¡Oh, Manelic! ¡Oh carne santa y pura del pueblo,
carne abierta bajo el golpe del látigo infamador, despierta!
(…)
¡No envilezcas de miedo soportando al verdugo!
¡No lamas como un perro la mano que te ata!
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.