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Millones de franceses insumisos se han visto obligados a recurrir a la huelga y a marchar en las calles para expresar su rechazo a la “ley Macron” que prolonga la edad de jubilación dos años más. El conflicto actual en Francia exhibe la tendencia global que el capitalismo corporativo promueve para precarizar aún más la vida de los trabajadores.
Emmanuel Macron, presidente de Francia
Hace meses, las mujeres y los hombres trabajadores de Francia se sublevaron contra un plan lesivo a sus intereses, que fue diseñado por el actual presidente de ese país, Emmanuel Macron, quien se ha negado a modificarlo pese al malestar social que estalló el verano pasado. Desde entonces, la indignación ha aumentado; y para muchos analistas, la lucha de clases está recuperando una de sus expresiones de mayor combatividad en esa nación europea.
La reforma al sistema de pensiones es un subterfugio con el que Macron ha querido ganarse un segundo quinquenio en esa república. Ante el imparable avance de la ultraderecha de Marine Le Pen, el Ejecutivo prometió aumentar la edad de jubilación para, supuestamente, mejorar la economía nacional.
La artífice de la propuesta, que es rechazada por más de 70 por ciento de franceses por injusta y cruel, fue la Primera Ministra, Élisabeth Borne, y contempla que a partir del próximo 1° de septiembre la edad de jubilación suba gradualmente tres meses por año hasta los 64 en 2030.
Hoy los franceses se jubilan a los 62 años, por lo que en el futuro esperarán 24 meses más para gozar ese derecho, o haber trabajado 43 años a partir de 2027, contra 42, como hasta ahora. También elimina algunas prestaciones que actualmente disfrutan los trabajadores del sector público, como el pasaje gratuito en el Metro de París.
La medida agudizó la confrontación entre gobierno y trabajadores al grado de que hasta Le Pen le reprochó que fue electo “gracias a la izquierda”; que el icónico Jean-Luc Mélenchon calificara la reforma como “grave regresión social”; y que los ocho principales sindicatos franceses declararan: “nada justifica una reforma tan brutal”.
En agosto de 2022, un muy reducido presidente Macron anunció a sus conciudadanos que el país había entrado a una nueva etapa, marcada por el conflicto en Ucrania; y que podría “poner fin a la era de la abundancia a la que estaban acostumbrados”. Con esta amenaza, y conociendo el contenido de la reforma jubilatoria, los trabajadores constataron que Macron no resolvería su exigencia de suprimirla. Fue así como se llegó al paro general del siete de marzo.
Esta acción reunió a más de 3.5 millones de manifestantes en las principales ciudades francesas; y contó con el respaldo de varios sectores de trabajadores que se propusieron “parar al país”. Pese al éxito de la movilización, la mayoría de la derecha en el Senado avaló el plan de Macron; pero trabajadores y ciudadanos persistieron en impedir la aprobación final de la reforma.
Sube la tensión
“¡Macron, a la guillotina! ¡Francia fuera de la Unión Europea! ¡Las calles son nuestras! ¡Salven su pensión! ¡Cobren impuestos a los multimillonarios, no a las abuelas!”, son algunos gritos de batalla provenientes de los insumisos que colman la vía pública en la capital y las más importantes ciudades del país.
En respuesta, la policía y los grupos de élite antidisturbios han respondido con chorros de agua, gases lacrimógenos, operativos de encapsulamiento y arrestos al por mayor. Pero estas medidas represivas solo han provocado que los manifestantes actúen con nuevas e impredecibles tácticas de movilización social.
Las jornadas de protesta son múltiples. Desde la primera, realizada el 19 de junio de 2022, han seguido nueve y únicamente en este año se han producido cuatro: el 16 de febrero, y el siete, 16 y 23 de marzo.
Se escenificaron en ciudades turísticas e industriales como Niza, Tolosa, Marsella, París, Nantes, Besanzón, Dijon, Strasbourg y Lyon. La movilización del siete de marzo fue la mayor en tres décadas, con 3.5 millones de personas que coparon ciudades y poblados franceses; e iniciaron una huelga escalonada en sectores fundamentales, según la poderosa Confederación General del Trabajo (CGT).
Desde entonces, las marchas, paros y huelgas se suceden en todo el país. La basura es hoy el símbolo del rechazo a la política gubernamental que suprime derechos. Ha trascendido que son 10 mil toneladas de desechos acumulados en barrios exclusivos de la Rive Gauche parisina (Palais-Bourbon, Luxembourg, Élysée), así como en sitios emblemáticos de París y otras ciudades francesas.
Bolsas de basura rebasaron ya los contenedores, pues los servicios de limpieza e incineradores están en huelga en apoyo al movimiento anti-reforma hace más de 16 días. Es generalizado el descontento de los trabajadores para prolongar su servicio dos años más antes de jubilarse.
En Francia, el transporte terrestre y aéreo no opera al 100 por ciento, el Metro circula muy lentamente y en los cruces de las principales avenidas y calles de ciudades, grupos de manifestantes presentan sus demandas con pancartas y banderas, mientras gritan consignas contra el gobierno al tiempo que bloquean la circulación de los ferrocarriles.
Los trabajadores de la energía (refinerías, gasolineras y servicio eléctrico) hacen paros escalonados; algunas escuelas han suspendido su jornada de exámenes para bachillerato mientras los alumnos de la Universidad París 1 Panteón-Sorbona bloquean el acceso a sus respectivos campus.
Entre los actos inéditos de estas protestas, la concentración de los principales sindicatos franceses destaca en la histórica ciudad de Albí, cuna del socialista Jean Jaurès y referencia de los partidos socialistas franceses. Desde ahí, los dirigentes sindicales franceses revelaron su respaldo al movimiento contra la reforma; y el acto demostró que el rechazo es nacional.
El dirigente de la Confederación Francesa Democrática del Trabajo (CFDT), Laurent Berger, llamó al gobierno a “escuchar lo que pasa o no evitará la eventual pérdida de control”, pues el movimiento gana impulso. A su vez, Philippe Martínez, de la CGT sentenció: “la determinación es mayor que nunca”.
Empresas de encuestas coinciden en que dos de cada tres franceses se oponen al plan de retrasar la edad de jubilación de 62 a 64 años. Este proyecto, ideado en el Palacio del Elíseo y enviado para su presentación y defensa al Ministerio del Interior, entraría en vigor en 2030.
¡Decretazo!
Lejano al interés de la mayoría ciudadana, el 16 de marzo, el Ejecutivo francés celebró un Consejo de Ministros en el Elíseo y ahí optó por no someter su reforma a votación y aprobarla invocando el Artículo 49.3. Pasarla por encima del Legislativo fue un último recurso de Macron porque no estaba seguro de obtener los votos necesarios en la Cámara Baja para imponerla.
Tiempo atrás, la mayoría de la derecha en el Senado había aprobado el texto final de la reforma de pensiones por 193 votos contra 112. Los senadores advirtieron que con su respaldo se fortalecería la economía francesa, la segunda de la Unión Europea. Fue así como la decisión final quedó en manos de la Asamblea Nacional, la Cámara Baja del Parlamento, donde no era seguro que se aprobara.
La oposición de izquierda, superada por la estratagema del Ejecutivo, se limitó a abuchear a la Primera Ministra Élisabeth Borne, quien anunció que la reforma se aprobaba mediante el uso de la cláusula constitucional, que muy pocas veces ha sido utilizada, en ese momento avivó el repudio de los legisladores que cantaron La Marsellesa, e intensificó las manifestaciones ciudadanas en las calles.
Rebeldía en el llamado primer mundo
Tal como los trabajadores franceses, sus homólogos británicos y alemanes se rebelan contra medidas abusivas de sus respectivos gobiernos, que actúan en defensa de los intereses corporativos capitalistas que hoy, en su fase financiera-especulativa, los despoja de las condiciones laborales de que gozaron durante décadas.
En Berlín y Londres, millones de ciudadanos desencantados protestan contra las políticas neoliberales que imponen Rishi Sunak, primer ministro de Reino Unido, y Olaf Scholz, canciller alemán.
Los trabajadores británicos han perdido su calidad de vida desde 2002; y denuncian a los gobiernos que no han mostrado voluntad para evitar ese deterioro. Por ello, desde el año pasado, miembros del Servicio Nacional de Salud tomaron las calles.
“¡El Reino Unido desdeña a sus médicos, enfermeras y camilleros!”, denunciaron el 1° de febrero los asistentes a una movilización masiva, que concluyó con un inédito paro.
A ellos se sumaron académicos y trabajadores del transporte. Todos protestaron contra el alza en la inflación y la no actualización de los salarios. “El país no está contento y eso se siente en las calles”, confesó un taxista a la corresponsal de la cadena informativa CNN.
El premier británico Sunak se mantiene en el centro-derecha sin visos de cambio en su política presupuestal. Pese a su economía vulnerable, no duda en respaldar al régimen de Ucrania con tanques Challenger 2 de tercera generación, mercenarios y municiones.
El canciller alemán Scholz aún escucha los ecos del “otoño caliente” cuando miles de ciudadanos de extrema izquierda y derecha protestaron contra la deuda, alza de precios y la ayuda a Kiev.
Aunque Scholz anunció un plan de 200 mil millones de euros para enfrentar la crisis energética –provocada por su boicot al petróleo y gas rusos– las tarifas de electricidad afectan a otros sectores productivos y a la población. Es tan imparable la inflación, que algunos economistas auguran una “primavera caliente” alemana.
Analistas y medios locales están desconcertados, pues no logran definir con claridad el perfil ideológico de las masas indignadas, pues muchos manifestantes pertenecen a la izquierda y otros carecen de filiación política o laboral; y cuando marchan se interrelacionan con distintos sectores y agrupan bajo códigos propios de comunicación.
Un inmutable Emmanuel Macron quien desde las primeras movilizaciones se resguardó, dio la cara hasta el 22 de marzo ante dos canales de televisión. Reconoció que la reforma era necesaria para evitar el colapso del sistema y afirmó que no cambiará la integración del gobierno, que no convocará a elecciones, ni a un referéndum, para el que necesitaría 4.5 millones de firmas.
Bruno Le Maire, ministro de finanzas
Él y su gabinete daban por superada la confrontación con los trabajadores y la izquierda partidista; incluso su ministro de Finanzas, Bruno Le Maire, actuó como vocero presidencial para sentenciar que “la reforma debe aplicarse. No se puede tolerar la violencia”.
A los trabajadores solo les quedó recurrir a la moción de censura contra la administración. Era una misión difícil, pues los diputados que la respaldaran debían ganar la mayoría en el Parlamento, donde el presidente y su coalición detentan el voto mayoritario.
Por lo tanto, los diputados de extrema izquierda y extrema derecha deberían pactar para desautorizar al gobierno. La izquierda, que vota con las siglas NUPES (Nueva Unión Popular Ecologista y Social); los legisladores de la RN, una mayoría del grupo LIOT y parte de la derecha con los Republicanos (LR) y los no-inscritos, juntos no habrían frenado la iniciativa de Macron.
El sistema político francés permite al Ejecutivo evadir esa moción; por ello Macron anunció que podría cerrar la Cámara Baja y convocar a nuevas elecciones, ya que con la mayoría parlamentaria formaría un gobierno para ampliar los apoyos a sus proyectos.
Un voto negativo habría dificultado todo a Macron. Pero nada resultó; y con su decretazo el Ejecutivo evitó el relevo de su Primera Ministra, aunque solo “por ahora”, apunta el analista Marc Bassets.
Sin embargo, el comunicado de los sindicatos franceses sostiene que “nada cambia para todos quienes juzgan como injustificada esa reforma y llamaron a participar en las huelgas y manifestaciones del 23 de marzo y después, si fuera necesario”.
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Escrito por Nydia Egremy
Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.