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Sí, sí era, sí es. Lo lograste publicando tu obra en 1862. Lanzaste un grito de advertencia a los hombres de tu presente y del futuro, ésa es la tarea que tienen a cuestas los genios sensibles y humanistas. No soportabas la hipocresía, la farsa, el abuso y ofreciste tu denuncia para todo aquel que la quisiera escuchar. No se te pasó advertir que las clases dominantes son crueles y mañosas. “Axioma –dijiste en carta del 17 de mayo de 1867 a tu gran amiga George Sand– el odio al burgués es el comienzo de la virtud… la estupidez y la injusticia me hacen rugir”. No por nada, describiste al esclavista Hannón como un gordazo inútil y cobarde que ofreció dinero por su vida y acabó suplicando y llorando, mientras los bárbaros, como quisiste llamar a los ejércitos mercenarios, eran osados y valientes y construían con su vida la victoria y, por tanto, la riqueza. Como la clase obrera de tu tiempo y del nuestro.
Entre los días 22 y 24 de febrero de 1848 estalló una insurrección de obreros y otros sectores aliados suyos, hartos de la tiranía de Luis Felipe de Orleáns, último rey de Francia y penúltimo de sus monarcas, y proclamaron en París la Segunda República. Era la primera vez en la historia que aparecía luchando en la calle la clase obrera, la nueva clase oprimida que había producido la burguesía con la Gran Revolución Francesa de 1789. Era sólo el inicio, pues en Bélgica también hubo rebelión el 13 de marzo; en Viena, los obreros triunfaron el 18; en Berlín, entre el 22 del mismo mes; y, poco después, el pueblo de Milán expulsó al ejército austriaco. El mundo de entonces se estremeció. Gustave Flaubert presenció y participó en algunos de los hechos.
Tenía 27 años, ahí pudo ver claramente la potencia imparable de la clase oprimida de la que dependían absolutamente todas las riquezas, todas las comodidades y todas las poses calculadas de los burgueses altaneros. Por eso, en su novela histórica de la rebelión de los mercenarios contra el poder de Cartago describe bellos a los guerreros a sueldo, “se reconocía a los griegos por su talle esbelto, al egipcio por sus hombros altos y al cántabro por sus gruesas pantorrillas”, particularmente, a Matho, un libio “de estatura colosal y de cabellos negros, cortos y rizados” y, así como la clase obrera no tiene patria, Flaubert también recuerda cada vez que puede los múltiples orígenes de los que arriesgaban la vida por los poderosos ricos de Cartago.
La opulencia de escándalo ahí estaba y ahí sigue. Flaubert la retrató sin miramientos describiendo minuciosamente salas, dormitorios, adornos, joyas, muebles, vestidos, animales de ornato. “¡Ah, cuántas riquezas! –dijo Spendius, uno de los jefes de los guerreros– ¡Los hombres que las poseen no tienen ni siquiera hierro para defenderlas!”. Y la fofa humanidad de sus dueños se hizo presente en el campamento de los mercenarios para llevarles promesas, como siempre: “… sobre un ancho almohadón apareció una cabeza humana, impasible y abotagada… y Hannón, sostenido por dos esclavos, puso los pies en tierra, tambaleándose… sus carnes flácidas asomaban entre los lienzos cruzados: Su vientre desbordaba en el sayo corto de color escarlata que le cubría los muslos; los pliegues de su cuello le caían hasta su pecho, como papadas de buey”.
Crueles, inescrupulosos, sanguinarios eran los ricos de Cartago. Amílcar Barca, el jefe de los ejércitos de Cartago, era para Flaubert un digno representante de ellos. La soberbia, la tiranía de clase salta en la obra cuando Amílcar, apremiado por los sacerdotes de Moloch, debe entregar a Aníbal, su hijo, para que sea sacrificado en bien de la república asediada que se hunde y, evadiendo su compromiso de cartaginés y jefe supremo, en su lugar, se lleva a rastras a un niño pequeño y, cuando, de entre las sombras, una sombra que se arrastra, un miserable esclavo de su casa, le dice sorpresivamente: “es mi hijo”, Amílcar, prepotente, impávido, desde la altura de su clase, “le respondió con una mirada más fría y cortante que el hacha de un verdugo… y saltó por encima”. Sólo a quien supiera, a quien sintiera muy hondo el desprecio, el odio de las clases privilegiadas por los infelices que viven y mueren trabajando para ellos, se le podía haber venido a las mientes una escena tan terrible. Una denuncia. Un desafío a las buenas conciencias de esa época y de la de nosotros. No por otras razones la Santa Sede condenó en 1864 a Salambó, incluyéndola en la Sagrada Congregación del Índice, en el Index Librorum Prohibitorum.
Salambó es la hija que Amílcar Barca, el histórico, nunca tuvo. En la creación de Gustave Flaubert, puede representar el ansia de libertad que obsesiona a Matho, el esclavo libio que la mira hermosa, imponente, silenciosa, como si no existiera. Y la desea. Un sueño de los desdichados que la veían, un sueño de los que se anhela que se hagan realidad. La idea de un futuro dichoso de los que venden su vida por dinero. Pero, también, en el delirante encuentro fugaz del esclavo con ella, Gustave Flaubert defiende, osado y firme, la convicción profunda de que el amor y el sexo son hermosos, son arte y de que la mujer es tan capaz y libre de ir a su encuentro como va Salambó, que entra arriesgándose al campamento de Matho. Más aún, la mujer y su ansiada libertad es, en Flaubert, otra forma muy suya de atacar a la clase que aborrece: el carruaje de Emma Bovary y su amante, que cruza por las calles de Rouen con las cortinillas corridas y la determinación de Salambó de poseer a Matho, el esclavo enemigo de su padre, en su propia tienda.
No erraba Flaubert, la pluma no lo arrastraba, estaba plenamente consciente de lo que escribía y de las consecuencias que afrontaba. “Sí, me abroncarán –escribió en una carta el 17 de agosto de 1861 a su amigo Jules Duplan–, no lo dudes, Salambó, primero, molestará a los burgueses, es decir, a todo el mundo; segundo, crispará los nervios y el corazón a las personas sensibles; tercero, irritará a los arqueólogos; cuarto, parecerá ininteligible a las damas; quinto, me convertirá en un pederasta y antropófago. Esperemos”.
Cuando los capitalistas piensan que tienen derecho a la automatización sin considerar el derecho de los trabajadores cometen un craso error, porque están propiciando, entre otras, el aceleramiento de la crisis del capitalismo.
Algo de capital importancia en los juicios de Nuremberg era demostrar cómo los nazis planearon y ejecutaron un plan de lavado de cerebros de los habitantes alemanes. Era necesario controlar las mentes de los germanos.
Contrario al discurso de que la actividad artística la realiza un puñado de gente despreocupada, excéntrica, etc., está muy romantizada; por el contrario, requiere un esfuerzo intelectual considerable, además de una tenaz disciplina de trabajo.
En una defensa a ultranza del Estado, quienes se oponen a la dialéctica revolucionaria, arguyen que su desaparición es imposible, puesto que siempre será necesario un aparato de administración de los asuntos públicos, si no, la sociedad se hundiría en el caos. Esto es falso.
Después de un mes repleto de celebraciones en el que la población adorna sus casas, hace regalos, convive y festeja, podemos preguntarnos: ¿cuál es el costo ambiental de las fiestas navideñas y de fin de año?
China ha construido una sociedad en la que no hay hambre y se preconiza el bienestar de la población, ¿qué ha hecho esa nación que nosotros no? No sólo es gracias a sus políticas económicas.
La OMM advierte que México reportó el mayor índice de temperatura al alza en AL entre 1991 y 2022; ya que mientras en los demás países de la región se elevó 0.2°C. promedio, en el caso de México, el incremento fue de 0.3°C.
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La estrategia de “austeridad republicana” y el combate a la corrupción ha sido incapaz de escapar a las fragilidades de los ingresos públicos y las demandas del gasto.
Una vez despojado México de la mitad de su territorio, la embestida norteamericana siguió su camino hacia el sur.
Del cinco al 13 de abril, el Movimiento Antorchista Nacional (MAN) efectuará su vigésimoprimera Espartaqueada Cultural en la cuna de nuestra organización: Tecomatlán, Puebla.
Entrelazados a lo largo de una historia centenaria, el Tíbet y China comparten un único destino.
“No en nuestro nombre” es el grito de judíos en Israel y en el mundo. No masacrar niños, jóvenes, mujeres, hombres y ancianos sin armas en sus casas, escuelas y hospitales, con el absurdo pretexto de proteger a los judíos de Israel y el mundo.
La filosofía de Hegel estableció en efecto la idea de la unidad de lo material y lo espiritual, “de su acción recíproca y su devenir solidario”. Desde esta perspectiva, “el hombre es uno solo con la totalidad del ser”.
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".