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Para explicar la acelerada extinción de especies, cuya magnitud hemos reseñado antes (con base en el informe Planeta Vivo 2022, del Fondo Mundial para la Naturaleza), permítaseme citar en extenso las conclusiones a que arriban los autores y mostrar textualmente el análisis que, desde su perspectiva como especialistas, hacen, donde visualizan las causas más inmediatas. Dicen: “los principales factores directos (cursivas mías, APZ) de la degradación de los sistemas terrestres, marinos y de agua dulce son los cambios de uso del suelo, la sobreexplotación de plantas y animales, el cambio climático, la contaminación y las especies exóticas invasoras” (Pág. 16). “El cambio de uso del suelo sigue siendo actualmente la mayor amenaza para la naturaleza, pues se destruyen o fragmentan los hábitats naturales (…) El ascenso de las temperaturas ya está impulsando (…) las primeras extinciones de especies enteras” (Pág. 4). El problema, pues, no es de origen natural, sino social, creado por el hombre, pero no “por el hombre” en abstracto, sino precisamente por los dueños del gran capital, cuya acción depredadora queda oculta al culpar por igual a todos los habitantes del planeta.
Sobre la extinción de aves, mamíferos, anfibios, reptiles y peces, el documento advierte: “… la abundancia de sus poblaciones y su diversidad genética han disminuido y las especies están perdiendo sus hábitats debido a cambios en el clima” (Pág. 17). Especifica después: “… cada año perdemos unos diez millones de hectáreas de bosques, una superficie del tamaño de Portugal. La deforestación, especialmente en los trópicos, genera emisiones de carbono (…) (e) incrementa la cantidad de sequías y de incendios y (…) modificando los patrones globales de precipitaciones” (Pág. 22).
Queda aquí de relieve el destructivo enfoque de “conquista” de la naturaleza por el hombre, armado de su poderosa tecnología, que atropella el que debiera ser racional equilibrio: “Por ese motivo se está empezando a cuestionar el supuesto en el que nos basábamos sin reflexionar: que podemos seguir dominando la naturaleza de manera irresponsable, dando por hecho que está a nuestra disposición, despilfarrando sus recursos de manera insostenible y repartiéndolos sin equidad, y todo ello sin enfrentarnos a ninguna clase de consecuencia. Ahora sabemos que sí las hay. Algunas de ellas ya se notan: la pérdida de vidas y de bienes por culpa de los fenómenos meteorológicos extremos; la agudización de la pobreza y la inseguridad alimentaria tras sequías e inundaciones; el malestar social y el incremento de los flujos migratorios; y las enfermedades zoonóticas…” (Pág. 6). Obsérvese que los autores destacan como problemas fundamentales el despilfarro de recursos naturales y la desigualdad en la distribución de la riqueza.
Pero ante el desastre, la estrategia y las medidas adoptadas a escala global son infructuosas (porque no llegan a la raíz más profunda del fenómeno). “Y, sin embargo, los progresos para conservar y restaurar la biodiversidad han fracasado en todos los países: ninguna de las veinte metas de biodiversidad de Aichi para 2020 se ha cumplido completamente y, en algunos casos, la situación en 2020 era aún peor que en 2010. Del mismo modo, no estamos siendo capaces de cumplir el objetivo de París de no llegar a los 2 °C; los compromisos actuales nos ponen en camino hacia un calentamiento de 2-3 °C, o incluso más. Para estar en la senda de los 1.5° C se requiere que las emisiones actuales se reduzcan en un 50 por ciento para 2030 y alcancen las cero emisiones netas para mediados del siglo. Lamentablemente, tenemos todas las probabilidades de superar los 1.5° C antes de 2040” (Ibid.). Justificada desesperación se aprecia en los científicos, que miden y comprenden el problema, pero quedan en la impotencia, pues su conocimiento teórico por sí solo no basta para resolverlo. Debe intervenir la acción política.
Llaman a detener la destrucción, y a restaurar, logrando un “saldo positivo neto de biodiversidad”: “… la naturaleza nos ha demostrado que puede resurgir, y con gran rapidez, si le damos la oportunidad. Tenemos muchos ejemplos a nivel local de cómo la naturaleza y la vida silvestre han resurgido, ya se trate de bosques o humedales, de tigres o de atunes, de abejas o lombrices” (Pág. 7). Un llamado de alerta, de extrema urgencia, que debe atenderse. Pero viene luego el gran problema.
Aciertan al decir: “somos conscientes de que para poner en práctica la teoría será esencial provocar un cambio transformador (…) Necesitamos transformaciones que abarquen todo el sistema (…) Un futuro positivo para la naturaleza necesita cambios transformadores en la forma en la que producimos, consumimos y en cómo gestionamos los sistemas de gobierno o el sistema financiero” (Pág. 5). Totalmente cierto. Se requieren cambios estructurales, pero, como ocurría con los socialistas utópicos, aquí no se ve quién podrá ponerlos en práctica con la necesaria energía y autoridad.
Los ambientalistas, al no vislumbrar otra opción, quedan limitados a pedir insistentemente la intervención de la ONU y otras instituciones globales “conscientes” que gusten ayudar. “Para dar forma a esta idea, la Asamblea General de Naciones Unidas reconoció en 2022 que todas las personas, en cualquier lugar, tienen derecho a vivir en un medio ambiente limpio, saludable y sostenible, lo cual significa que respetar esta premisa ya no es una opción para quienes ejercen el poder, sino una obligación” (Pág. 5). Declaraciones que quedan solo en puro papel remojado. Y agregan luego que las acciones a tomar: “… se deben abordar junto con los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de las Naciones Unidas” (Pág. 17). De acuerdo, pero, ¿quién impone esa obligación? La ONU carece del poder para ello.
La política mundial la dominan las grandes potencias y los monopolios, así que las exhortaciones de la ONU y de organizaciones ambientalistas –bien intencionadas, ciertamente–, quedan en simples llamados a misa: acude quien quiere. No hay poder que haga atender y respetar consejos ni medidas propuestas, por sabios que sean; por tanto, seguir esperando que funcionen esas soluciones es ingenuo, como se ve por los resultados hasta hoy obtenidos. Recordemos la célebre frase atribuida a Einstein: “locura es hacer lo mismo una y otra vez de nuevo esperando resultados diferentes”. ¿Y por qué la estrategia aplicada ha resultado inoperante?
Aunque el informe no es lo suficientemente contundente en el deslinde de responsabilidades, no deja de adelantar una respuesta general: “Mientras que los países industrializados son responsables de la mayor parte de la degradación ambiental, los países y personas empobrecidas son los más vulnerables” (Pág. 17). Y es que muy poderosos intereses se benefician con la destrucción ambiental e interfieren con los buenos propósitos de los científicos: concretamente, son los poderosos del mundo, embrutecidos por su afán de ganancia a toda costa, insensibles a la tragedia ambiental que ellos mismos (fundamentalmente) crean. Puede más el ansia de dinero. Y sería ilusorio esperar que renuncien voluntariamente, por puro amor al medio ambiente, a seguir acumulando febrilmente sus fantásticas fortunas, o se sometan a restricciones como las que ellos llaman “de economía planificada”, que pongan coto a la anarquía en la producción.
Mas ésa es solo la mitad del problema: la otra es la falta de conciencia y la desorganización de la sociedad, que la incapacitan para poner orden. Más concretamente, el pueblo en el poder y gobernando con un criterio social y auténticamente ambientalista es la única fuerza que puede contener esta enloquecida carrera destructiva. Y aquellos (como el gobierno actual), que criminalizan y persiguen a quienes buscan organizar al pueblo, atan a éste de manos. Despolitizadas, las grandes masas son incapaces de reclamar y detener la devastación, y dejan hacer a los poderosos y a los gobiernos cómplices que les protegen.
Los datos empleados por este gobierno se usan tan a su conveniencia, que cuando se dan a conocer como exageradamente positivos no nos queda más que dudar de su veracidad. Veamos.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.