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Un infame discurso, Boric y la metamorfosis del neoliberalismo
A pesar de embellecerse con la traición del oportunismo de izquierda, el neoliberalismo chileno no deja de ser fiel a su esencia.
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Javier Milei es el tipo de político extravagante, grosero, descarado defensor de los intereses del capital financiero y sincero lacayo de la gran burguesía. Sus estridencias y desvaríos están acorde con lo que es. No oculta nada de sí mismo ni de la pseudoideología que defiende –el mal llamado “liberalismo económico”, que no es otra cosa que una política pro-monopolios y pro-oligarquía–. Es un producto, un instrumento concienzudamente elaborado por la clase política neoliberal cuya sede se encuentra en Washington. Lo comenzaron a fabricar mucho tiempo atrás en foros y palestras televisivas. Es, tal y como lo hicieran con el presidente ucraniano, Zelensky, un clown, un payaso convertido a la política. Pero salir de una carpa de circo y tomar las riendas de una nación no debe ser sencillo. En el caso del presidente ucraniano requirió un golpe de Estado. Con Milei fue relativamente más fácil: un país en crisis con una sociedad fúrica era el perfecto caldo de cultivo para que surgiera un personaje que encarnara la decadencia política y social del momento. 

Pero el capital financiero internacional no se limita a reclutar bufones. Existe otro tipo de actor. Su aspecto es notoriamente diferente al del clown aunque su objetivo sea el mismo. Son formales y recatados. Sus partidos la mayoría de las veces se nombran de izquierda, ecologistas, progresistas, etc. Algunos incluso hacen a la clase obrera el destinatario de su propaganda. Al principio son difíciles de identificar; muchas de las veces engañan hasta a los que se presumen “críticos”, pero, a la larga, siempre terminan enseñando el cobre. López Obrador en México y Gabriel Boric en Chile son los ejemplares idóneos de esta clase de histriones. Llegaron al poder enarbolando la bandera de la izquierda y, a su manera y con su propio estilo, terminaron haciendo esencialmente lo mismo que Javier Milei en Argentina: entregar los recursos de la nación a una élite de plutócratas. 

Es el caso de Boric una baja farsa que va siendo hora de pasar por el desguace.

El pasado 24 de septiembre, su discurso ante la plenaria de la ONU difuminó toda duda sobre el carácter ultraneoliberal de su gobierno: «Me niego a elegir –declaró en un arrebato lacrimógeno– entre el terrorismo de Hamas o la masacre y conducta genocida del Israel de Netanyahu. No tenemos por qué elegir entre barbaries. ¡Yo elijo la humanidad!»

¿Yo elijo la humanidad? ¿Qué significa eso? Una guerra que supera las 40,000 víctimas mortales de los cuales 15,000 son niños; que acumula más de 91,000 heridos que no podrán jamás recuperar su vida; que ha destruido entre el 50 y el 61 por ciento del territorio gazarí considerando escuelas, hospitales, centros de abastecimiento de alimentos, instalaciones eléctricas o de gestión de agua, etc.; en fin, una guerra en la que todas las víctimas están de un solo lado, se llama genocidio. Lo que el sionismo israelita pretende, confabulado con el imperialismo occidental, es desaparecer del mapa, borrar de una vez y para siempre al pueblo palestino. Y el taimado burócrata chileno se atreve a decir, en alta voz y muy seguro de sus convicciones: “Yo elijo la humanidad”. Lo que en verdad está haciendo con su generalización, a pesar de su indiferente, imparcial y cobarde crítica, es elegir a los genocidas.

Pero la cosa no termina ahí. El discurso de Boric es una muestra palpable tanto de la traición de la izquierda latinoamericana como del triunfo, al menos a corto plazo, de los intereses del capital norteamericano en varios países del continente, incluido el nuestro. Continuemos con su insufrible perorata:

«Y es que la adolescente palestina asesinada en Gaza, el trabajador venezolano obligado a migrar de su patria, el niño ucraniano secuestrado por Rusia, el opositor silenciado en Nicaragua, o la mujer expulsada de la escuela en Afganistán solo por ser mujer, son, antes que todo, seres humanos».

El recuento de Boric, cargado del sentimentalismo más vulgar, parece haber elegido, como blanco de su “descarga humanista”, y de manera “puramente circunstancial”, a países opositores a la hegemonía norteamericana. ¿Desconoce el mandatario las 400,000 víctimas mortales de la guerra instigada por Estados Unidos en Siria? ¿Hace falta recordarle que la devastación norteamericana en Irak dejó más de un millón de muertos? ¿Tal vez olvida que después del asesinato de Gadafi en Libia, perpetrado también por EE. UU., el país pasó de ser el más desarrollado del continente africano a convertirse en un infierno terrenal cuyas víctimas menos desgraciadas son aquellas que murieron atravesadas por el plomo y no por el hambre? Podríamos seguir; la lista es interminable, pero el espacio es muy pequeño para ilustrar con toda claridad la tragedia que el imperialismo yanqui ha significado para el mundo entero.

En todo caso prosigamos con la filípica del presidente. Lo dicho hasta ahora es apenas una pequeña muestra de su franciscano humanismo. El mismo día de su discurso en la ONU, no satisfecho con las lindezas soltadas en la palestra, acudió a un nuevo foro: «En defensa de la democracia, lucha contra el extremismo», para dejar esta joya digna de conservarse en los anales de la historia:

«Las violaciones a los derechos humanos no pueden juzgarse según el dictador de turno que viole o el presidente que los viole. Se llame Netanyahu en Israel o Nicolás Maduro en Venezuela. Se llame Ortega en Nicaragua o Putin en Rusia» 

Quitando a Netanyahu, a quien evidentemente nombra porque callarlo sería demasiado, los “dictadores” a los que alude el señor, otra vez, comparten la misma condición, quieren emancipar y liberar a sus pueblos del yugo imperialista. No es el objetivo ahora defender a los citados personajes de tan infame acusación. Sólo daré, para tranquilidad del lector, un dato: Putin es el presidente con mayor aprobación en el mundo entero (más del 80 por ciento), mientras que quien lo acusa, el adalid de la democracia, es, según la encuesta Cadem 2024, el presidente con menos popularidad en Chile, debajo incluso del detestable político de ultraderecha, Sebastián Piñera. Digámoslo con cifras. A Boric lo desprecia más del 70 por ciento del pueblo chileno y su aprobación es apenas del 24 por ciento. Si la democracia es el poder del pueblo, y el pueblo de sus respectivos países respalda abierta y claramente a Putin, Ortega y, como demostraron las recientes elecciones en Venezuela, al presidente Maduro, entonces, ¿no estará más cerca de la dictadura quien hoy calumnia con tanta alevosía la soberanía de naciones libres e independientes que respaldan formal y libremente a sus actuales gobernantes? Difamar para ocultar las miserias propias es una táctica que nunca deja de ser útil.

Pero para que no caigamos en la subjetividad, revisemos el actuar concreto del gobierno chileno: «Promulgaron la ley Nain-Retamal, cuyo efecto fue enviar carabineros a desalojar a 200 familias asentadas durante cinco años en Cerro Navia, criminalizando al movimiento de pobladores.» ¿Es que la gente sin casa y sin tierra, señor Boric, no son también seres humanos? ¿O es para usted humanidad sinónimo de propiedad? El recién firmado tratado de libre comercio con la UE manifiesta: «Ceder a las trasnacionales de la UE una parte en la minería del litio y tierras raras. Facilitar la instalación de energía eólica a las compañías europeas en condiciones cuasi de monopolio. Igualmente, las empresas del big data están exentas de impuestos. Sus empresas agroindustriales usarán sus plaguicidas y pesticidas. Bayer y Syngenta tienen carta blanca para emplear agrotóxicos prohibidos en la UE.» (Marcos Roitman). Mientras se entregan en bandeja de plata los recursos de la nación al capital financiero occidental, Chile se convierte en el país más desigual del mundo: el 10 por ciento de la población controla, según el informe de World Inequality Report, el 60 por ciento de la riqueza.

Para encubrir sus intenciones, Boric y sus patrocinadores decidieron adornar el gabinete con sendas figuras de la izquierda. Camila Vallejo, vocera del gobierno, descubrió las miserias del Partido Comunista al sumarse a la oligarquía política chilena. Mientras Maya Fernández Allende, nieta de Salvador Allende, por una trágica broma del destino, es hoy ministra de Defensa Nacional. Pero a pesar de embellecerse con la traición del oportunismo de izquierda, el neoliberalismo chileno no deja de ser fiel a su esencia. 

Hace más de medio siglo el imperio norteamericano destruyó los cimientos de una verdadera democracia en el país andino. Lo hizo a sangre y fuego, regando con la sangre de decenas de miles de hombres y mujeres las calles de Chile. Hizo falta una dictadura armada para imponer sus intereses. Hoy, eso ya no es necesario. La izquierda neoliberal, el cáncer de la política latinoamericana, sacrifica sin resistencia los intereses de la clase trabajadora a la oligarquía financiera mundial. El capitalismo es camaleónico, busca adaptarse, con la forma de gobierno o de partido que más convenga, a las condiciones particulares de cada país. Puede ser un clown, un pseudointelectual burgués o un desgastado y trastornado político populista. Descubrir la infamia detrás del discurso es el primer paso para combatir el mal. 


Escrito por Abentofail Pérez Orona

COLUMNISTA


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