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Ahí donde impera el dinero impera la corrupción, indefectiblemente, y eso es el capitalismo. El dinero, dado todo lo que con él puede adquirirse, posee, como se sabe, características de fetiche, poderes aparentemente sobrenaturales, mágicos, para someter todo a su señorío. Poseerlo ha sido ambición en las sociedades de clases, como ilustra el mito del rey Midas, de Frigia, quien pidió al dios Dionisos convertir en oro cuanto tocara: el dios le concedió su deseo, pero cuando el desgraciado rey tocó la comida, ésta se volvió oro; igual sus ropas, el agua, y hasta su propia hija al abrazarla. Arrepentido de su insensato proceder, suplicó le fuera retirado aquel don. Así censuraba la sabiduría griega la ambición enfermiza de acumulación excesiva, hoy razón de ser de la economía capitalista, donde se produce y comercia con miras a la acumulación como un fin en sí mismo, en cantidades fantásticas que nadie podría gastar, así viviese para ello mil vidas a todo lujo. Y en contraparte se empobrece a la mayoría de la humanidad.
El dinero, convertido en capital –mecanismo de acumulación–, tiende irremisiblemente a apoderarse de todo; arruinando a las pequeñas empresas impone el poder económico, político e ideológico de los monopolios; despoja a los pequeños productores de sus medios de producción, y a la sociedad de sus medios de consumo y concentra la riqueza en grandes fortunas, a lo Elon Musk, Bill Gates, Carlos Slim, los Walton y otras, dueñas reales del mundo, verdadero poder tras el trono, titiriteros de gobernantes que se autoproclaman soberanos. Quien posee dinero, puede obtener cuanto desea, y el afán de conseguirlo ocasiona guerras, crímenes, traiciones, crueldades.
Dos gigantes del pensamiento, William Shakespeare y Carlos Marx, sobre cuya relación comento hoy, entendieron, como nadie, la naturaleza del dinero y la expresaron en sus obras; aquel en forma literaria, éste en términos científicos en El Capital, con insuperable rigor lógico. Y sobre sus coincidencias, podemos leer: “Marx tenía siempre a disposición en su memoria un enorme bagaje literario. Según su hija Eleanor, ‘podía recitar textualmente rapsodias enteras de Homero de principio a fin y sabía de memoria, tanto en inglés como en alemán, la mayoría de los dramas de Shakespeare’” (Hanjo Kesting, Karl Marx como escritor y literato, Nueva Sociedad, No. 277, septiembre-octubre de 2018, artículo original en alemán, traducción de Mariano Grynszpan).
Marx, en sus Manuscritos de economía y filosofía de 1844, Alianza Editorial, 2013 (p. 216), citaba un pasaje de Timón de Atenas, drama de Shakespeare, no sin antes recordarnos lo expresado por Goethe en Fausto, en voz de Mefistófeles: “¡Qué diablo! ¡Claro que manos y pies, y cabeza y trasero son tuyos! Pero todo esto que yo tranquilamente gozo, ¿es por eso menos mío? Si puedo pagar seis potros, ¿no son sus fuerzas mías? Los conduzco y soy todo un señor, como si tuviese veinticuatro patas”. Y cita luego un pasaje de la referida obra de Shakespeare: “¡Oro!, ¡oro maravilloso, brillante, precioso! (…) Un poco de él puede volver lo blanco, negro; lo feo, hermoso; lo falso, verdadero; lo bajo, noble; lo viejo, joven; lo cobarde, valiente (¡oh dioses! ¿Por qué?). Esto va a arrancar de vuestro lado a vuestros sacerdotes y a vuestros sirvientes (…) este amarillo esclavo va a atar y desatar lazos sagrados, bendecir a los malditos, hacer adorable la lepra blanca, dar plaza a los ladrones y hacerlos sentarse entre los senadores, con títulos, genuflexiones y alabanzas (…) Vamos, fango condenado, puta común de todo el género humano que siembras la disensión entre la multitud de las naciones…”. Y después (continúa la cita): “¡Oh, tú, dulce regicida, amable agente de divorcio entre el hijo y el padre! ¡Brillante corruptor del más puro lecho de himeneo! ¡Marte valiente! ¡Galán siempre joven, fresco, amado y delicado (…)! Dios visible que sueldas juntas las cosas de la Naturaleza absolutamente contrarias (…) piensa que el hombre, tu esclavo, se rebela…” (pp. 216-217).
Luego de citar a ambos pensadores, Marx expresa: “Shakespeare pinta muy acertadamente la esencia del dinero. Para entenderlo, comencemos primero con la explicación del pasaje goethiano. Lo que mediante el dinero es para mí, lo que puedo pagar, es decir, lo que el dinero puede comprar, eso soy yo, el poseedor del dinero mismo. Mi fuerza es tan grande como lo sea la fuerza del dinero. Las cualidades del dinero son mis –de su poseedor– cualidades y fuerzas esenciales. Lo que soy y lo que puedo no están determinados en modo alguno por mi individualidad. Soy feo, pero puedo comprarme la mujer más bella. Luego no soy feo, pues el efecto de la fealdad, su fuerza ahuyentadora, es aniquilada por el dinero. Según mi individualidad soy tullido, pero el dinero me procura veinticuatro pies, luego no soy tullido; soy un hombre malo, sin honor, sin conciencia y sin ingenio, pero se honra al dinero, luego también a su poseedor. El dinero es el bien supremo, luego es bueno su poseedor; el dinero me evita, además, la molestia de ser deshonesto, luego se presume que soy honesto; soy estúpido, pero el dinero es el verdadero espíritu de todas las cosas, ¿cómo podría carecer de ingenio su poseedor? Él puede, por lo demás, comprarse gentes ingeniosas, ¿y no es quien tiene poder sobre las personas inteligentes más talentoso que el talentoso? ¿Es que no poseo yo, que mediante el dinero puedo todo lo que el corazón humano ansía, todos los poderes humanos? ¿Acaso no transforma mi dinero todas mis carencias en su contrario?” (Ibid., pp. 217-218).
Como puede verse, aquellas portentosas inteligencias pensaban por el bien del hombre y siguen irradiando su luz; esclarecen el carácter fetichista y enajenante del dinero, que engrandece liliputienses y oprime a los hombres de bien, ignorando y avasallando toda virtud. En esto se ha convertido, desde que allá en sus inicios desempeñara funciones socialmente útiles, que con el correr del tiempo fueron subsumidas cuando se adueñó del mundo y devino capital, insaciable acumulador y extractor de plusvalía. Se convirtió así en “dios visible”, como Shakespeare le llama, fuente de poder para sus guardianes y sacerdotes, sus poseedores, los multimillonarios, que, en el delirio de la acumulación, y víctimas de sus propios excesos, han perdido lo que ellos mismos tenían de humano para dedicarse en cuerpo y alma a servir fría e implacablemente a esa potencia a la que rinden culto. Y, como consecuencia inevitable, causan la infelicidad de los millones de desventurados, privados del favor del dinero, del becerro de oro, tirano máximo de nuestro tiempo.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.