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No hace tanto que las declaraciones de un alto funcionario de la Secretaría de Educación Pública (SEP) de nombre Marx Arriaga, encargado de revisar y editar los libros de texto gratuitos, provocaron revuelo y airadas protestas de varios y respetados profesionales de la pluma. Sucede que Arriaga, hablando de la necesidad de una educación revolucionaria para los niños, sostuvo que leer por puro placer es una simple manifestación de “consumismo”.
Quienes objetaron esa afirmación defendían esa lectura como inofensiva y como un derecho inalienable de las personas; incluso como una necesidad para todo el que quiera adquirir una cultura o mejorar la que ya posee. Hubo quien publicó un recuento bastante completo de las muchas lecturas “placenteras” de Marx, a cuya autoridad teórica se acoge Arriaga, como lo manifiestan las oportunas citas de sus autores favoritos repartidas en todas sus obras. En síntesis, las contrarréplicas (al menos las que yo pude leer) aceptaban, expresa o tácitamente, la existencia de un tipo de literatura cuyo propósito exclusivo es procurar placer al lector. La polémica se sintetizó en la siguiente disyuntiva: ¿hace bien o mal leer solo por placer?
En mi modo de ver, se trata de una falsa disyuntiva, porque hace falta demostrar, primero, la existencia de este tipo de obras: ligeras, carentes de todo contenido profundo, fáciles de entender sin esfuerzo. Y esto sin mencionar todavía que la afirmación de Arriaga es todavía más inconsistente, que entraña serios peligros para la formación de la juventud mexicana y para el fomento a la cultura. Creo, además, que entraña un ataque implícito a los fundamentos filosófico-políticos del modelo socioeconómico vigente, lo que debe calificarse como una peligrosa extralimitación de funciones de un alto funcionario con capacidad ejecutiva y cuyas responsabilidades están legalmente acotadas.
Comienzo por lo primero. Es un error evidente, o violencia innecesaria al recto sentido del concepto, llamar “consumismo” a la lectura de obras de creación (en concreto poesía, drama, cuento y novela) que, por razones muy suyas, disgustan o repugnan al señor Arriaga. En la jerga económica al uso, consumismo es la adquisición de cualquier tipo de bienes o satisfactores en cantidad y variedad excesivas, es decir, que rebasan sobradamente la necesidad real de la persona que los adquiere. Dicho de otro modo: consumismo es gastar sin freno y sin justificación racional, y consumir en demasía todo lo que puede adquirirse en el mercado o lo que el ingreso personal permita.
En nuestro caso, el “consumismo” solo puede significar comprar libros sin tasa ni medida, por el puro gusto de acumular, a sabiendas de que jamás se podrán leer (aquí se antoja preguntar: ¿habrá gente capaz de semejante locura?). El consumismo, pues, en materia de libros, significa exactamente lo contrario de lo que denuncia y condena Arriaga: no el exceso sino la falta de lectura de los libros adquiridos. Más aún, ¿hay un límite preciso para la lectura de libros de cualquier naturaleza, más allá del cual se justifica hablar de exceso de consumo? ¿Cuál es ese límite y cómo se mide en un caso determinado? Es evidente que tal límite no existe, por lo que toda taxativa, venga de quien venga, es arbitraria y un abuso de autoridad. Alguien ha dicho, y yo concuerdo con eso, que la buena lectura es la única adicción que las personas pueden y deben cultivar. La introducción aquí del calificativo de “consumismo” es tan apropiada como la de Poncio Pilatos en el Credo.
No ignoro que la condena de este Marx se dirige no al aspecto cuantitativo, sino al cualitativo del consumo de libros. Él no acepta la lectura de obras placenteras ni poco ni mucho porque, aunque no lo dice expresamente, es claro que las considera inútiles y hasta nocivas para el lector. Tampoco se atreve a formularlo con palabras, pero su condena es un llamado a echar al basurero toda la creación literaria de la humanidad, desde la epopeya de Gilgamesh, la más antigua obra escrita que se conoce, hasta autores recientes como Dan Brown y similares, pasando por la literatura greco-latina, origen y base de la cultura occidental.
Así pues, al hacer a un lado lo de consumismo, se hace visible la semejanza de criterios entre Arriaga y Joseph Goebbels, el ministro de propaganda de Hitler, el que ordenó a Alemania quemar las obras de los autores consagrados que no abonaran a la ideología racista y genocida del Tercer Reich. Que quede claro: no estoy acusando a Arriaga de nazi; digo que coincide con Goebbels en la idea de que todo régimen nuevo que intente sobreponerse al que existía, necesita destruir, o al menos prohibir terminantemente, las obras creadas por el genio humano antes del arribo de la revolución en marcha. A pesar de las diferencias claras, el objetivo es el mismo: colocar una venda sobre los ojos al pueblo para conducirlo dócilmente a donde los poderosos quieran.
Fue el mismo error de Mao Tse-Tung (grafía antigua) quien, a pesar de sus inmensos méritos revolucionarios, quiso constreñir el pensamiento del pueblo chino a las pocas sentencias sacadas de su obra y sintetizadas en el famoso “libro rojo” mediante la “revolución cultural”. El error cobró su sangrienta factura a los epígonos del maoísmo luego de la muerte del Gran Timonel, en septiembre de 1976. El error estriba en olvidar que el propio Marx subrayó siempre que el triunfo de las ideas nuevas sobre las viejas no se alcanza mediante el uso de la fuerza y la represión del pensamiento libre, sino secando la fuente económico-social de donde se alimentan mediante la transformación revolucionaria de la vida de las masas. Eso es suficiente para que se extingan por sí solas, lo que no elimina, por supuesto, la necesidad de lucha ideológica. Es el mismo error que comete Arriaga al querer imponer la ideología de la 4ª T prohibiendo la lectura de los clásicos y sustituyéndola por cápsulas de un marxismo reduccionista, dogmático y petrificado a través de los libros de texto gratuitos. En lugar del pensamiento vivo y original de Marx, Engels y Lenin, pequeñas dosis de ese batiburrillo confuso y contradictorio que es la “filosofía” de la 4ª T.
Quienes así piensan desconfían de la penetración y capacidad de convicción de su propia ideología y de la destreza crítica de los educandos. Y tienen razón en esto último, porque la capacidad de análisis riguroso no es innata en el individuo, sino producto de su educación. Por eso, en vez de prohibirle leer libros “placenteros”, hay que enseñarlo a pensar de modo disciplinado, sistemático y penetrante; hay que dotarlo de una herramienta mental capaz de abrir las entrañas a la realidad, analizar su contenido y someter sus conclusiones a la prueba de la práctica. Con esto, se le puede soltar para que navegue solo en el complejo y contradictorio mar del pensamiento humano, sin peligro de que fracase y se ahogue.
Pero Arriaga comete un error todavía más significativo y determinante mediante el cual deja claro que no se ha ocupado en serio de estudiar la verdadera naturaleza de la creación artística. No sabe que el motor que impulsa al artista a crear no fue nunca, ni es hoy, el de crear belleza, y menos una belleza superficial para deleite del espectador zafio; que lo que lo mueve es algo más complejo, profundo y difícil de captar en su obra terminada. Todo verdadero artista está poseído del espíritu fáustico, es decir, del deseo irrefrenable de inmovilizar el instante, de eternizarlo, de anular su carácter efímero y fugaz. Por eso intenta crear algo capaz de superar la acción del tiempo, es decir, capaz de abolir el cambio y el movimiento eternos, aunque solo sea en su obra. Todo artista es un cazador de eternidad.
Así se explica, por ejemplo, que el desarrollo de la pintura siga una línea descendente de lo concreto a lo abstracto: de la copia simple e ingenua de las cosas a su artización cada vez mayor para hacerlas menos parecidas al original; de aquí pasa a la prescindencia absoluta de todo modelo “exterior” y lo sustituye por sus propias sensaciones, emociones y sentimientos, hasta llegar al intento de plasmar solo conceptos, y conceptos de lo abstracto, no de lo material-concreto. Con razón o sin ella, el artista cree que cuanto más alejada se halle su obra de la realidad concreta, más cerca se hallará de su meta de alcanzar la eternidad.
El camino para avanzar en esta dirección es ir de lo singular a lo general, a lo universal, hacia la abstracción cada vez mayor. La obra de arte puede definirse como la búsqueda de lo universal a partir de lo singular-concreto. A pesar de esto, todo artista refleja en su obra la concepción filosófica, social y política del lugar y la época que le tocó vivir, e incluso de la clase social a la que pertenece, aunque él crea y sostenga lo contrario. Toda obra de arte es tendenciosa, toma partido, aunque no de un modo directo y panfletario, por una determinada concepción del mundo y de la vida social. Por eso quien la contemple o la lea, si no está pertrechado con un método de análisis afilado y con un criterio firme de verdad, corre el riesgo de ser confundido y atrapado por el artista, como teme Arriaga.
Pero el verdadero creador, si quiere acercarse a lo eterno, debe ser siempre riguroso y veraz en lo que hace o dice. Por ello su creación resulta muchas veces lo contrario de lo que se propone; un “reaccionario” termina creando una obra revolucionaria contra su voluntad, porque refleja la realidad de manera más precisa, vívida y revolucionadora de conciencias que los áridos esquemas de los tratados de sociología y economía. Ejemplos clásicos son el Quijote de Cervantes; Las Almas Muertas de Gógol, un místico que murió siendo monje, que denunció la feroz explotación del mujik, que continuaba incluso después de su muerte; o Resurrección, de Tolstoi, noble terrateniente y místico también, que trazó un cuadro insuperable de la miseria y la explotación del campesino ruso, con el cual contribuyó a la maduración de la Revolución de Octubre.
Estas novelas, y muchas más que no menciono por razones obvias, caen en la categoría de lecturas de puro “placer” según Arriaga. Pero se equivoca como acabamos de ver. No hay obras “revolucionarias” y “reaccionarias” por sí mismas, útiles o perjudiciales para educar al individuo; solo hay obras malas, vulgares y zafias y obras geniales que educan, y mucho, a cualquiera que las conozca. Obras que representan una manera distinta, a veces insuperable, de conocer la realidad, siempre y cuando se esté bien preparado y mejor entrenado para aprovecharlas. En caso contrario, pueden resultar dañinas y tóxicas, pero no por culpa del autor o de la obra, sino de quien se mete a cohetero sin saber manejar la pólvora
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Escrito por Aquiles Córdova Morán
Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.