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El conflicto bélico entre Irán e Israel no surge por diferencias religiosas. Si bien, como ha ocurrido históricamente, los credos religiosos pueden incluir mandatos hostiles hacia practicantes de otras confesiones, esta animosidad es, en realidad, un efecto de una contradicción más mundana: los intereses económicos. 

En efecto, el Estado de Israel, creado en 1948, no fue únicamente una institución humanitaria para los judíos, también fue concebido con el firme propósito de representar los intereses económicos de las potencias capitalistas occidentales en esa región y contener la influencia de países no alineados con sus objetivos. 

Desde principios del Siglo XX, era evidente que Medio Oriente albergaba recursos naturales estratégicos, particularmente petróleo y minerales, elementos esenciales para la industria global y el aparato bélico. Sin embargo, en esta región emergió –luego de la consolidación de las independencias de países musulmanes– paulatinamente un nacionalismo arraigado, acompañado de rechazo hacia las imposiciones culturales occidentales. Esta hostilidad no fue espontánea, sino una reacción natural a décadas de ocupación británica y francesa cuyos efectos concomitantes incluyeron dominio cultural, racismo y xenofobia hacia las sociedades colonizadas. Aunque existen expresiones islámicas tajantes que condenan la cultura occidental, es crucial precisar que no todos los musulmanes adoptan posturas radicales, pese al prejuicio generalizado promovido en Occidente que asocia Islam con terrorismo. 

Por tanto, el denominado choque de civilizaciones es en verdad una expresión de la lucha por la hegemonía económica. Para Occidente, liderado por Estados Unidos (EE. UU.), Israel siempre funcionó como baluarte de contención contra movimientos nacionalistas que desafían la influencia occidental en la región, muchos de ellos con raíces islámicas. Más aún: fue concebido como plataforma para asegurar el control estratégico sobre los recursos de Medio Oriente. 

Conviene precisar que, al referirnos a ‘Israel’, hablamos primordialmente de sus élites de poder, no del conjunto ciudadano, pues los gobiernos instrumentalizan el aparato estatal para defender los intereses de su clase dominante. En este marco, la actual dirigencia israelí-sionista ha impulsado políticas sistemáticas de desplazamiento y sometimiento del pueblo palestino –heredero histórico del territorio–, rechazando persistentemente una solución viable de dos Estados. Benjamin Netanyahu ha radicalizado esta dinámica mediante acciones militares desproporcionadas (como los bombardeos en Gaza). Esta impunidad se sostiene por el respaldo incondicional de EE. UU. –evidente en sus vetos al Consejo de Seguridad de la ONU–. Sin embargo, la presión internacional crece incluso en sectores liberales occidentales, mientras la disidencia dentro de Israel se amplifica. Esto ha creado, ciertamente, una crisis de aceptación a la administración de Netanyahu, de allí que emplee una estrategia de distracción belicista: demonizar a Irán como “amenaza existencial” para cohesionar apoyo interno mediante operaciones militares espectaculares. Pero las razones del ataque reciente a Irán no se restringen sólo a esto. 

Comencemos por recordar que los problemas internos de Irán tienen como principal origen el aislamiento económico devastador por sanciones estadounidenses que redujeron un 40 por ciento sus exportaciones petroleras e impulsaron la inflación al 50 por ciento. Estos problemas económicos crean un clima de inestabilidad social interna. Aunque la clase política iraní tiene parte de responsabilidad en esta crisis, Occidente ha exagerado el conflicto para justificar su intervención. Esto se comprueba con la narrativa impulsada por Netanyahu a los iraníes: “Ésta es vuestra oportunidad para alzaros (...) los ataques abren el camino para lograr la libertad”.

Resaltemos que Irán enfrenta desafíos domésticos de tal magnitud (crisis económica, protestas sociales y desgaste militar) que le impiden plantear una amenaza creíble de exterminio contra Israel. No obstante, emplea una estrategia de disuasión asimétrica mediante proxies (como Hezbolá en Líbano y los hutíes en Yemen) precisamente para evitar enfrentamiento directo en un entorno regional hostil, concretamente el representado por Israel y su probado arsenal nuclear, que ha operado sin restricciones de tratados internacionales y bajo una política de ambigüedad nuclear mantenida desde 1966: Israel cuenta con ojivas termonucleares, misiles balísticos Jericó III (¡con alcance de siete mil km!) y submarinos Dolphin equipados con cabezas nucleares; además, Israel combina tecnología de punta (Cúpula de Hierro, drones Harop, ciberdefensa, Top 5 global), inteligencia de élite (Mossad/Aman) y apoyo estratégico estadounidense para mantener superioridad militar regional, con un presupuesto de defensa de 24.3 mil millones de dólares (2024); en suma, su armamento nuclear no regulado y su gigantesca capacidad militar lo posicionan no como víctima, sino como amenaza estratégica latente para sus vecinos. 

Por su parte, Irán posee importantes recursos y capacidades nucleares debido a factores geológicos; aunque esto no implique un uso automático en armamento; aquello sería tan erróneo como asumir que un país, por ser rico en yacimientos de plata, deba producir única y obligatoriamente joyería. No obstante, la facilidad de acceso a materiales nucleares incrementa las posibilidades de que sus programas decanten en aplicaciones bélicas. De hecho, múltiples gobiernos iraníes han prohibido el armamento nuclear por principios humanistas del Islam, respaldados por una fatwa (edicto religioso) del Líder Supremo Alí Jamenei que lo condena expresamente. Empero, existen corrientes políticas que abogan por abolir dicha prohibición, considerándola una ingenuidad ante la amenaza percibida de potencias nucleares como Israel, y advierten que un ataque devastador contra ciudades iraníes podría alterar esta política.

A pesar de la apertura de Irán a inspecciones internacionales, Israel mantiene su escepticismo, consciente de la ventaja estratégica iraní, y se empeña, junto con EE. UU., en presentar a Irán como intransigente, aun cuando, como quedó dicho, Israel posee un arsenal nuclear no sometido a escrutinio internacional. Algunos analistas ven la política israelí en Palestina como una expansión hegemónica regional, con Irán como principal obstáculo. Este obstáculo se le ha vuelto más crítico al confirmarse que Irán ha acumulado 128.3 kg de uranio enriquecido al 60 por ciento, cantidad suficiente para fabricar de dos a tres bombas si se enriquece al 90 por ciento, con capacidad técnica para ensamblarlas en meses. Es en este contexto que Israel se aventuró a bombardear y eliminar a científicos e instalaciones nucleares clave, calculando que ni Rusia (enfocada en Ucrania) ni China (priorizando intereses energéticos) intervendrían militarmente.

Como respuesta, Irán empleará la estrategia de saturar las defensas israelíes lanzando oleadas de drones y misiles simultáneamente, forzando a los sistemas como Iron Dome a priorizar y, potencialmente, sobrepasar su capacidad de interceptación. Reportes aseguran que algunos drones lograron penetrar las defensas, causando daños en áreas residenciales y militares en Tel Aviv, incluyendo un impacto directo en el cuartel militar The Kirya; aunque el impacto en efectividad sea limitado (menos del cinco por ciento), en términos económicos, el desgaste más grande lo tiene Israel: su defensa es más costosa que la inversión iraní en el ataque; mas esta estrategia no cambia la correlación de fuerzas. Consideremos, sin embargo, el impacto psicológico y estratégico: los ataques demostraron que Tel Aviv es vulnerable, lo que puede erosionar la confianza pública en las defensas israelíes y generar incertidumbre. Desde una perspectiva estratégica, Irán disuade a Israel al obligarlo a emplear recursos en su defensa. Esto demuestra la capacidad iraní de responder a ataques, aunque no iguale su poderío militar convencional. Ello es crucial para la narrativa interna de Irán, ya que proyecta una imagen de resistencia ante un adversario superior y puede fomentar un nacionalismo movilizador.

Aunque es probable un conflicto prolongado de baja intensidad, debemos considerar siempre vigente la posibilidad de que escale más allá de la región; considerar una catástrofe humanitaria de altísimas magnitudes no es una especulación alarmista: el uso de armamento nuclear no es una hipótesis remota. Fuimos testigos en Palestina de cómo la ambición sionista, despiadada y sin escrúpulos, actuó para consolidar la hegemonía israelí. 

No obstante, subrayemos que su aliado cardinal, EE. UU., ya no es la potencia incontestable de antaño: hoy se empantana en una decadencia económica y política. Paralelamente, ciframos nuestras esperanzas en la condena global de Israel y que podría llevar a su aislamiento internacional. Este escenario es plausible, ya que la población mundial, gracias a las redes sociales, es testigo en tiempo real de las tragedias humanitarias impulsadas por los intereses de las élites occidentales; las protestas mundiales contra el genocidio en Palestina, que se manifestaron en múltiples ciudades protagonizadas por universitarios y trabajadores, son prueba de ello. Actualmente, los educadores políticos populares tienen el desafío de intensificar la crítica pública y guiarla hacia la siguiente conclusión: “Toda esta destrucción, sufrimiento, desolación y muerte son consecuencias de la imprudencia y ambición desmedida de las élites de EE. UU. e Israel. Debemos rechazar la guerra, que es un instrumento de enriquecimiento para los poderosos y nos conduce al abismo de la autodestrucción”. 


Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl

Columnista


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