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Han pasado 500 años desde la caída de la Gran Tenochtitlan; el otrora poderoso imperio azteca que abarcaba, casi en su totalidad, el territorio actual de la República Mexicana y los países del sureste, que sucumbió ante los hombres barbados llegados del otro lado del mar, quienes a la vez representaban un mundo caduco y otro que estaba gestándose: el capitalismo. La disparidad en el desarrollo de las dos culturas confrontadas favoreció a una de ellas, debido a la división existente entre los pueblos mesoamericanos a causa de los tributos y los abusos que el imperio azteca imponía sobre muchos de ellos, que al final ingenuamente “saltaron del sartén a la lumbre” por apoyar a los intrusos.
También influyeron las creencias en falsos dioses y presagios funestos. La caída de los monolitos desde lo alto de los templos no fue más que el inicio de un genocidio bárbaro en toda América. Después, ya nada sería igual, los pueblos altivos y gallardos, orgullosos de su pasado, fueron esclavizados, humillados, obligados a dejar sus mejores tierras a los extraños y se internaron en los sitios más inhóspitos. Así ocurre hasta nuestros días. Ahí empezó la deprimente realidad de los pueblos originarios. Ésta se ha visto distorsionada por muchos intelectuales y por el gobierno, que en lugar de reivindicar los derechos de los pueblos indígenas y pagar su deuda histórica integrándolos al desarrollo, romantiza su vida comunitaria exaltando su pasividad y buenas costumbres.
Sin embargo, el análisis de las variables socioeconómicas en las comunidades indígenas evidencia que la situación no es la mejor. Representan el 10 por ciento de la población nacional, es decir, son 12 millones de habitantes; y todos los indicadores apuntan a que se encuentran pobres y marginados. Recientemente, el Consejo Nacional de Evaluación de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) difundió que, en los estados con mayor pobreza, predominan las etnias indígenas en 76.8 por ciento; y que la pobreza es menor en las entidades donde solo el 41.5 por ciento de sus habitantes habla una lengua prehispánica.
A 500 años del trágico episodio inicial de la colonización, los grupos proindigenistas se aprovechan de este suceso con cierta magnificación. Pero no hay homenaje que valga: la historia de esa derrota debe ser una amarga lección para el pueblo mexicano, porque los indígenas siguen relegados, menospreciados y discriminados; y las mujeres llevan la peor parte. Con respecto a su escolaridad, la mayoría de la población originaria tiene apenas la primaria concluida, índice promedio inferior al del resto de la población.
El acceso de las indígenas a la educación es casi igual al de la población masculina; pero el caso del analfabetismo es mayor en 22 por ciento. Las mujeres apenas representan el 23 por ciento de la Población Económicamente Activa (PEA), debido a que la mayoría depende del varón y limita sus actividades a labores del hogar. Con relación a su vida en pareja y fecundidad, tienen relaciones sexuales a temprana edad –también a causa de sus altos niveles de pobreza y baja escolaridad– por lo que su vida reproductiva inicia demasiado pronto y el número promedio de hijos es mayor a cuatro.
Además, viven en comunidades sociales insalubres, con difícil acceso a los medios de transporte y donde los fenómenos naturales y la inacción del gobierno causan grandes estragos y muertes como ocurrió recientemente con el paso del huracán Grace. Los servicios básicos están ausentes, sus viviendas son precarias y hacinadas, carecen de luz eléctrica, agua potable, drenaje y deben levantarse en la madrugada para cocinar con leña y preparar el alimento de los hombres que, a temprana hora, salen a trabajar por un mísero salario. Las tareas domésticas de las mujeres indígenas implican mayores esfuerzos, gran desgaste físico y enfermedades asociadas a la pobreza.
México es un país desigual donde solo unos cuantos aprovechan su posición privilegiada para explotar al pueblo en general y a los indígenas en particular. La única forma de hacer un país más justo es luchar por los derechos elementales de los mexicanos y, parafraseando a un viejo filósofo, dejemos de interpretar la realidad y mejor transformémosla.
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Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA