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En El imperialismo, fase superior del capitalismo, escrito en 1916, Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, analizó la fase monopolista del capitalismo que entonces lideraban Inglaterra, Francia, Alemania y Estados Unidos (EE. UU.) en plena Segunda Guerra Mundial. Entre las características que definen el imperialismo está la exportación financiera, contrario al viejo capitalismo, cuyo principal rasgo consistía en dominar la libre competencia en la exportación de mercancías. O sea que el capitalismo moderno del Siglo XX se caracterizó por el dominio de los monopolios y la exportación de capitales.
La exportación de capitales surgió por la necesidad de incrementarse aun más, pero dentro de sus fronteras nacionales donde, sin embargo, encontraban serias limitaciones de espacio físico u económico porque todas las ramas estaban saturadas. Este enorme excedente de capital en los países avanzados requirió, como ocurre en todo ciclo productivo, su exportación a otros países, necesariamente a los considerados “subdesarrollados”, donde las ganancias resultaron más elevadas debido a que el precio de las materias primas y la fuerza de trabajo son más bajos.
Estas características favorables para el imperialismo se reprodujeron durante el Siglo XX; pero entonces el beneficiario ya no era Inglaterra, ni la City de Londres el centro el imperio global, sino EE. UU. y Wall Street; pues la correlación de fuerzas cambió a finales de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, el Plan Marshall consistió, entre otros aspectos, en el más ambicioso proyecto económico de posguerra, con el que la reconstrucción de Europa se generó mediante las inversiones extranjeras directas de EE. UU. Sin embargo, a partir de la década de los 70, el patrón de la acumulación entre los países desarrollados “hizo agua”, manifestándose esto en una severa estanflación (inflación sin crecimiento económico) y el imperialismo estadounidense tuvo que reinventarse.
En función de ese objetivo comenzó una expansión más agresiva de sus empresas trasnacionales en gran parte del mundo, compulsada básicamente por el impresionante desarrollo de las comunicaciones, de los transportes y el reparto de las actividades productivas entre los países del orbe. Dentro de esta cadena productiva, las naciones más desarrolladas se hicieron cargo de las acciones con mayor valor agregado –investigación y desarrollo tecnológico, diseño, marketing, etc.– y las subdesarrolladas, del menor valor productivo: ensamblaje, embalaje, etc. México formó parte de estos últimos; y aunque hoy ocupa un papel importante en las cadenas globales de valor productivo, conserva el lugar de siempre.
Además de esto, los organismos internacionales exigieron a los países en desarrollo o subdesarrollados que relajaran las medidas proteccionistas para favorecer la expansión de las empresas trasnacionales mediante restricciones arancelarias e impositivas y la apertura a la inversión extranjera. Se planteó que la inversión extranjera directa (IED) ayudaría a cubrir las necesidades de financiamiento a los países necesitados, porque el ahorro interno de éstos era insuficiente; además de que aumentarían la planta productiva, el empleo, la transferencia de tecnología tanto fabril como organizativa, y haría crecer el know how local mediante la derrama multidisciplinaria e indirecta en las empresas competidoras, clientes y proveedores. Es decir, todo ello ayudaría a que los países aumentaran su ritmo de crecimiento y que, en un futuro no muy lejano, accedieran al desarrollo económico pleno.
En la coyuntura económica actual, a cuya crisis ha contribuido mucho la pandemia generada por el Covid-19, la terrorífica desigualdad social ha desnudado a gran parte de los países en desarrollo, con excepción de muy pocas naciones: China, Corea del Sur, Taiwán y Singapur. Si se aplica un poco la lupa, puede advertirse que sus gobiernos no siguieron al pie de la letra las recetas de los organismos internacionales. Muy al contrario, establecieron una fuerte intervención estatal que protegió las industrias, que a su vez consideraba la de seguridad nacional, así como a sus capitalistas locales, además de que fomentaron las ciencias y la tecnología.
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Escrito por Gladis Eunice Mejía
Maestra en Economía por la UNAM.