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Consideraciones sobre el legado de la Revolución Mexicana
Las clases trabajadoras aprenden de la historia y el cambio que por necesidad vendrá.
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¿Cuál es el significado actual de la Revolución Mexicana? Hace más de un siglo que este proceso revolucionario cimbró la estructura social y es innegable que su legado continúa presente en la vida social de nuestro país. Escudriñar en su pasado puede ayudarnos a comprender la vitalidad que muchos suponen ya sepultada.

En 1910, Porfirio Díaz se hallaba a la cabeza de una dictadura con 30 años de duración y que, a grandes rasgos, se había consolidado con base en las siguientes políticas: un cuerpo policiaco considerado como el mejor pagado en el mundo, al cual Díaz le había aumentado en 900 por ciento sus gastos, y una política económica sustentada básicamente en inversiones extranjeras y enormes propiedades agrarias en manos de unas cuantas familias. En busca de este objetivo, en 1883 promulgó una de las leyes más ignominiosas de las que el pueblo mexicano tenga memoria; pues con base en esta legislación, las compañías deslindadoras despojaron a comunidades y pueblos indígenas de sus tierras para venderlas a precios irrisorios a grandes empresas extranjeras, principalmente estadounidenses e inglesas. En algunos casos el costo de una hectárea fue de un peso.

Las compañías deslindadoras robaron y vendieron más de 25 millones de hectáreas; y las consecuencias de esta política arbitraria, servil y sanguinaria fue la conversión de los campesinos mexicanos en siervos de sus verdugos, y la de éstos en propietarios de cerca del 57 por ciento del territorio nacional. En 30 años, el precio de los productos alimenticios básicos aumentó en 100 por ciento; 90 por ciento de las minas quedó en manos de empresarios estadounidenses, y lo más paradójico, desde el punto de vista económico, fue que la deuda externa creció cuatro veces porque se elevó de 191 millones de pesos (mdp) en 1880 a 823 mdp en 1910.

La política porfirista de despojo territorial violento fue aplicada a los campesinos e indígenas, como consigna Heriberto Frías en su obra Tomóchic y otro tanto hizo Kenneth Turner en su descarnada obra México bárbaro, libro que exhibe cómo los mexicanos fueron convertidos en esclavos y controlados por un sistema de raya y régimen de represión en el que padecieron condiciones de vida aún peores que durante la colonia.

Pero los indígenas y campesinos no fueron las únicas víctimas de la dictadura de Díaz: la clase obrera enfrentó la misma explotación laboral y, debido a su débil crecimiento cuantitativo y cualitativo no pudo alcanzar la madurez y conciencia de clase que necesitaba para encabezar la Revolución.

Por ello, del seno de los burgueses desplazados por la oligarquía emergió Francisco I. Madero quien, después de un exitoso primer levantamiento, pudo terminar de un solo golpe con el gobierno de Díaz; pero incurrió en un error parecido al que un siglo antes había cometido Miguel Hidalgo a las puertas de la Ciudad de México, pues en lugar de diluir al ejército y al grupo político del dictador, firmó el ignominioso tratado de Ciudad Juárez, con el que aceptó disolver el ejército revolucionario, cedió el poder a uno de los hombres más conspicuos del Porfiriato y, de manera inocente, firmó su propia sentencia de muerte, que en 1913 ejecutó el verdugo Victoriano Huerta. 

Al morir Madero, Venustiano Carranza tomó la batuta de la revolución democrático-burguesa; digno representante de la burguesía coahuilense, se puso al frente de un ejército proletario que patentó la máxima histórica de que la Revolución no es victoriosa para quien la compone, sino para quien la dirige. Junto con Carranza pelearon dos grandes revolucionarios populares: Francisco Villa y Emiliano Zapata, ambos surgidos de las entrañas populares, y auténticos abanderados de sus más legítimos intereses. Al desaparecer el enemigo común, pronto salieron a relucir las apetencias económicas de cada grupo, desencadenándose una lucha aún más sangrienta de lo que la historiografía convencional caracteriza como “lucha de facciones”; en esencia, fue una lucha entre clases sociales con intereses encontrados.

Carranza recogió la bandera de Madero y enarboló los intereses de la burguesía mexicana. Villa y Zapata, por su lado, permanecieron del lado del campesinado y la incipiente clase obrera. Los intereses eran antagónicos y las fuerzas contendientes estaban aparejadas. Villa y Zapata representaban los intereses de los sectores sociales a quienes el hambre y la desesperación incitaron a la rebelión, pero cuya espontaneidad impidió plantearse una transformación más radical y profunda, en parte porque carecían de una conciencia de clase más avanzada y en parte porque las condiciones políticas no estaban dadas para formular un proyecto más ambicioso.

Hoy en día, la clase social que cerró filas en torno al zapatismo y al villismo ha crecido considerablemente. Sin embargo, su situación empeora, y con el paso de los días se asemeja a la que prevalecía en el Porfiriato. La burguesía, por otro lado, ha disminuido y ha sido desplazada por el imperialismo monopólico. Las condiciones han cambiado, y si bien en algunos aspectos se han recrudecido, esto debe servir para enardecer aún más el espíritu de clase.

Ahora solo es necesario que la guía de este gigantesco cuerpo social crezca en las mismas proporciones y se ponga a la cabeza de un movimiento revolucionario que deberá finalizar la tarea que dejaron inconclusa nuestros predecesores. Las clases trabajadoras aprenden de la historia y el cambio que por necesidad vendrá; seguramente las encontrará con la experiencia organizativa, la disciplina, la educación política y un proyecto de nación conciso viable y científicamente sustentado, mismo que no tuvieron los campesinos y los obreros de México en 1910.


Escrito por Victoria Herrera

COLUMNISTA


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