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“El fin no justifica los medios”. Este sencillo principio, que todos o casi todos conocemos, invoca un modo específico de resolver el problema moral que conlleva una cuestión práctica, ¿qué se puede y qué no se puede hacer? Lo permitido y lo inadmisible para conseguir nuestros fines. La justificación o condenación moral sobre un medio que es independiente a los “fines”, es decir, que no depende en lo absoluto de las finalidades, sociales o personales, suscitadas por el desarrollo histórico de la sociedad. Pero si los fines que derivan naturalmente del movimiento histórico mismo no pueden justificar nuestros medios, ¿entonces en dónde debemos buscar los criterios morales que los justifiquen?
Por mucho que nos quebremos la cabeza, veremos que solo optamos por una de dos alternativas: la tierra o el cielo. ¿De dónde vienen, si no, los criterios infalibles de moral de la religión? Pero aun aquellos que hablan de las verdades eternas de la moral, sin referirse explícitamente a la revelación divina, apelan necesariamente a Dios, pues, aunque no lo acepten, ¿cuál sería, si no, la fuente primera de sus verdades supuestamente eternas de moral? ¿De dónde vendrían, si no, sus principios morales presuntamente eternos? Es evidente que la teoría de la moral eterna no puede sostenerse sin Dios ni siquiera cuando, como sucede con los moralistas de tipo anglosajón, la moral se deduce de lo que comúnmente conocemos como “naturaleza humana”; porque, ¿qué es en realidad eso que habitualmente llamamos “naturaleza humana” y que consideramos como una suerte de absoluto especial? ¿No es claramente un “cobarde pseudónimo filosófico de Dios”, como bien lo explicó León Trotsky hace mucho tiempo? Por tanto, aceptar que “el fin no justifica los medios” en nombre de las verdades eternas de la moral o de la “naturaleza humana” nos conduce necesariamente a una forma de teología natural.
Vemos, pues, que el principio de que “el fin no justifica los medios” nos lleva necesariamente a los cielos, mientras que si nos mantenemos, en el terreno de la historia y la sociedad, un medio dado, solo puede ser justificado por su fin. Por consiguiente, la regla de que “el fin justifica los medios” no tiene un solo pelo de inmoral. Por el contrario, es la única regla moral posible si, habiendo pasado de la religión al materialismo, no se quiere hacer que la rueda dé vuelta al revés, retornando con ello del materialismo a la religión.
Sin embargo, este principio abstracto, por muy moralmente válido que sea, no resuelve en lo absoluto el problema de la moral. ¿Por qué? Simple y sencillamente porque un principio abstracto no puede resolvernos una cuestión eminentemente práctica, en este caso, lo que se puede y lo que no se puede hacer en todos los casos. En primer lugar, es preciso notar que la regla de que “el fin justifica los medios” suscita una nueva cuestión: ¿qué justifica el fin? Sabiendo esto podemos ver que, en realidad, es decir, en la vida práctica, en el movimiento histórico, no hay tal cosa como un dualismo de medios y fines, sino una interdependencia entre unos y otros, por lo que “fin” y “medio” cambian constantemente de lugar, convirtiéndose el fin inmediato en medio del fin ulterior; lo que en cierto momento es fin en el momento siguiente es medio, y viceversa.
Por esta razón, el principio de que “el fin no justifica los medios” no puede decirnos, de antemano, apriorísticamente, lo que es permitido y lo que es inadmisible en cada caso. Por lo demás, sería charlatanería pura pretender inventar una receta que nos diese, por adelantado, soluciones adecuadas para cada caso dado, para todas las circunstancias de la vida habidas y por haber. Semejantes respuestas automáticas no pueden existir. Antes bien, es preciso saber analizar la situación y las circunstancias de cada caso particular y aprender a distinguir los casos concretos de los medios que resulten precisamente inadmisibles, con base no en móviles subjetivos o marbetes morales sino en su adecuación objetiva. ¿Qué se puede y qué no se puede hacer entonces? La respuesta correcta a este problema solo se puede encontrar en la experiencia viva, sabiendo que, en la práctica, siempre han de surgir dificultades y situaciones embrolladas.
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Escrito por Miguel Alejandro Pérez
Maestro en Historia por la UNAM.