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Hasta el 27 de noviembre, las mercenarias incursiones de la aviación israelí habían provocado la muerte de tres mil 823 civiles y herido a 15 mil 859, debido a que el País de los Cedros limita al norte y al este con Siria, al sur con Israel y al oeste con el mar Mediterráneo.
Esta privilegiada ubicación en la Península Arábiga lo conecta, además, con Europa, África y Asia Occidental, de cuyas áreas se beneficia desde hace miles de años con el intercambio cultural entre los tres continentes.
La nueva agresión israelí sobre el hermoso país del Medio Oriente debe entenderse como un movimiento político-militar creado desde Occidente para desestabilizar a la República Islámica de Irán, único actor regional capaz de oponerse a la fascista estrategia neocolonial.
Israel es el ejecutor de ese plan y a ello se debe la impunidad en las masacres contra Gaza, donde intenta perpetuar su ocupación. De ahí que los diarios estadounidenses The New York Times y The Washington Post celebren que cientos de colonos de ultraderecha expulsen a los dueños originales de esa tierra y acampen en ella después de asesinar a niños palestinos.
La ocupación de Líbano pertenece al plan de EE. UU., Francia, Reino Unido e Israel para posicionarse militar y políticamente ante una inmejorable oportunidad para enfrentar a Irán; esta visión es ejecutada mediante campañas de quebranto a la organización de resistencia Hezbolá.
Tras el siete de octubre de 2023, cuando Hamás lanzó su operación Tormenta de Al Aqsa como señal de apoyo, Hezbolá atacó limitadamente la frontera con Israel. El régimen sionista aprovechó esta agresión para abrir el frente libanés, donde su ofensiva buscó destruir los arsenales del grupo y golpear a la población civil.
Con bombardeos de fósforo blanco –prohibido por el derecho internacional– el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu conminó a los libaneses a dar una fuerte lección a Hezbolá: “antes de que el país caiga en un abismo que conducirá a la destrucción y sufrimiento como en Gaza”, recuerda la analista Maha Yahya.
Israel aún bombardea el sur de Beirut, donde se asientan los sobrepoblados barrios chiitas. En 12 meses destruyeron 37 ciudades y contaminaron tanto las tierras agrícolas como el medio ambiente, con lo que imposibilitaron la supervivencia humana en el mediano y largo plazo.
El embate militar llegó al Líbano durante el retraso de las elecciones presidenciales y las fuerzas de seguridad públicas se hallaban débiles y funcionaban los servicios privados de protección, muchos afiliados a partidos políticos. Además, Beirut aún sufría las secuelas de la explosión de 2020 en el puerto, considerada la más poderosa de la historia en ese país.
La crisis económica de más de cinco años ha aumentado la pobreza, que avanzó del 12 por ciento en 2012 al 44 por ciento, según la última estadística disponible (2022). Este año, el Producto Interno Bruto (PIB) se contrajo nueve por ciento y las pérdidas ascendieron a ocho mil 500 millones de dólares (mdd), estimó el Banco Mundial (BM) antes de la incursión israelí.
El gobierno de coalición resultó incapaz de ofrecer empleo; 170 mil personas han perdido sus trabajos y las crisis humanitarias generadas por los desplazamientos forzados se agravaron con la ofensiva israelí que, en sólo cuatro días, expulsó al 20 por ciento de la población (1.2 millones) de ciudades y aldeas.
El plan injerencista de Occidente –la “primavera libanesa”– está agudizando las desigualdades, la precariedad de los servicios públicos e intensifica las contradicciones políticas, debido a que la mayoría de libaneses está muy molesta con el involucramiento de su país en el conflicto.
Además, ahora Israel atacó un área habitada por cristianos y libaneses no musulmanes, donde derribó un edificio habitado por un funcionario de Hezbolá que ayudaba a los desplazados. Esta zona antes era segura.
Para superar este desastre se requiere un diálogo nacional inclusivo en el que participen todas las comunidades e integren un gobierno de coalición y que no aliente una guerra civil como la de hace 15 años. Algunos analistas afirman que para estabilizar las instituciones y lograr la reconstrucción será necesario abrir las cuentas bancarias congeladas desde 2019.
Para EE. UU. y sus aliados, Hezbolá (Partido de Dios) es una milicia “fanática protegida por Irán”. Esta visión desprecia la resistencia de los pueblos de la región al expansionismo israelí, que utilizó a Líbano como frente de batalla cuando, en 1982, invadió la región sur. Ése fue el germen del grupo islámico chiita que enfrentó al invasor y logró fortalecerse hasta convertirse en el actor más poderoso de Líbano en 1992, bajo la dirigencia de Hassan Nasrallah.
Fue entonces cuando la organización participó en política y obtuvo la mayoría parlamentaria. Detrás de su éxito se encuentra una acertada política social y de seguridad que supera la debilidad institucional del gobierno, a tal grado que es calificado como un “Estado dentro del Estado”.
En 2018 ganó nuevamente; y para entonces había respaldado a Siria contra los “rebeldes” patrocinados por EE. UU., que expulsaron a Bashar al-Assad de la presidencia. También fue exitosa en su lucha contra el Estado Islámico. Paradójicamente –aunque no de forma inexplicable– Occidente la designó como “organización terrorista”.
Su dirigente durante 30 años, Hassan Nasrallah, pagó con la vida su decisión de acelerar un alto al fuego en Gaza al presionar militarmente a Israel. Este hombre, admirado por su precisión para evaluar las relaciones de fuerza regionales, tuvo dos yerros: en 2006 subestimó la revancha israelí, porque lo obligó a retirarse de Líbano en 2000; y 18 años después, por confiarse y permanecer en Beirut, estima Adam Shatz.
La inteligencia sionista lo ubicó en Haret Hreit, en el sur beirutí, y para asesinarlo lanzó ochenta bombas sobre su refugio. Eso ocurrió el 28 de septiembre, aniversario luctuoso número 54 del padre del panarabismo y presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser.
En la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Netanyahu prometió continuar su ofensiva contra Hezbolá, a la que denominó “pozo negro de antisemitismo”. Israel afirma que dicha organización ya perdió su estructura de mando y el 80 por ciento de su arsenal, por lo que estima haber eliminado a un adversario influyente en Irak, Siria, Yemen.
Pese a este fuerte golpe, Hezbolá no desaparecerá ni se rendirá. “Sigue caído, pero lejos de estar fuera de combate”, explica Brett Holmgren. Se espera que Israel mantenga la presión militar, a pesar de la actual tregua, para impedir que Hezbolá se reactive. Lo respaldan 13 miembros en el parlamento y el partido de Nabih Berri de la coalición de gobierno libanesa.
En ese devastado país, y sin estrategia de defensa nacional, Hezbolá permanece como única organización capaz de articular la elección de un presidente y gestionar la ayuda a los desplazados por la ofensiva israelí. Si no se le permite, su base se sentirá marginada y podría detonar un conflicto adicional. Por ello, el futuro libanés requiere ayuda internacional, no injerencia.
La prensa corporativa de Occidente critica lo que llama “el silencio” de países árabes ante los ataques israelíes al Líbano. En general, la región se muestra reacia a confrontarse a un régimen poseedor del más poderoso arsenal; además, intenta desmarcarse de los múltiples intereses tras el tejido político en esa zona.
Esta reacción se explica porque, en este siglo, las monarquías árabes cambiaron su paradigma con respecto a Israel. El más drástico ocurrió a instancias del expresidente estadounidense Donald Trump, cuando, en su primera gestión apoyó a Israel e indujo a Emiratos Árabes Unidos, Marruecos, Sudán y Bahrein a rubricar los Acuerdos de Abraham (que reconocían al ocupante judío en Palestina).
Estaban por sumarse a ese plan Kuwait, Omán y Arabia Saudita cuando Hamás lanzó su Tormenta de Al Aqsa. Esto trastocó los planes de Israel y EE. UU. así como del reino saudita que, con ese pacto, confiaba en privilegiar sus intereses económicos, comerciales y de seguridad. Pero todo se vino abajo el siete de octubre de 2023, apunta el experto Jean-Paul Chagnollaud.
En esa suspensión también influyó la presión de jóvenes sauditas más politizados, muy actualizados en la información y consternados por el genocidio que el sionismo perpetra sobre Gaza.
Esta fuerza social ha presionado al gobierno del príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salman, para que condicione todo acuerdo con Tel Aviv a la creación de un Estado palestino; y ello implica que EE. UU. y sus aliados garanticen que así sucederá, apunta el académico Karim E. Bitar.
Esta presión exhibe la distancia entre los ciudadanos del Mundo Árabe, que apoyan la causa palestina y rechazan el daño a los libaneses por la acometida sionista, con los intereses de gobiernos autócratas que deben su permanencia en el poder a EE. UU. con el suministro de armas y estabilidad política, agrega Bitar.
Sin embargo, el reino saudita protestó por los ataques israelíes contra Irán (con el que renovó relaciones gracias a la diplomacia de China) y reiteró su “firme posición de rechazo a la escalada del conflicto en la región” que amenaza la seguridad y establidad de Medio Oriente.
Lo secundaron los Emiratos Árabes Unidos, el Sultanato de Omán y Jordania. Todos mantienen relaciones con Irán. El cese al fuego en Líbano se recibió con optimismo en Rusia, de buena relación histórica con autoridades palestinas e importantes vínculos con Israel, ya que en éste habita una significativa comunidad rusoparlante.
Moscú también condenó los ataques de 2023, que indiscriminadamente lanzó Israel contra los palestinos en Gaza y Cisjordania, al igual que sobre Líbano y Siria. China celebró el fin de hostilidades y envió ayuda médica de urgencia a Líbano. México dio la bienvenida al acuerdo que –confió– terminaba las hostilidades, e hizo “votos para que ese ejemplo se replique en Gaza” devastada por Israel.
Sin embargo, desde su natural vocación violenta, Israel violó la tregua. Sus ataques dañan a civiles en el sur del país, alegando que son posiciones de Hezbolá, o el importante centro comercial en Beirut que muchos consideraban refugio seguro, mientras prohíbe a los desplazados volver a sus casas en las localidades “hasta nuevo aviso’
De esa forma cruel, Tel Aviv incumple el cese al fuego de 60 días prometido el 27 de noviembre por su gabinete de seguridad ante EE. UU. y Francia.
Siria es la pinza que cierra a la resistencia antihegemónica para transformar la realidad estratégica de Medio Oriente. Para prevalecer ahí, EE. UU. e Israel abren frentes donde antes fueron derrotados. Joseph Biden ha sido el más entusiasta con esa idea; y cuando asumió la presidencia atacó a Siria, pero fue expulsado por Rusia.
El premier israelí prometió a Occidente un nuevo orden regional, de ahí su objetivo de fracturar la red de aliados pro iraníes. Ahora que agoniza su mediocre gestión, Biden incendia esa retaguardia en favor de su protegido sionista y reactiva a sus mercenarios para eliminar esa retaguardia en Siria. Es la revancha del imperio, humillado desde 2015 por la aviación rusa años atrás.
El día que entró en vigor el cese al fuego en Líbano, supuestos “rebeldes” sirios y combatientes yihadistas, aparentemente respaldados por Turquía, del antiguo Frente Al Nusra, ahora Organización para la Liberación del Levante (Hayat Tahrir al-Sham), atacaron Alepo, la segunda ciudad más importante de ese país. Aunque Occidente voceó la toma de esa urbe, cuatro días después, fuerzas rusas respaldaron al ejército del presidente Bashar al-Assad en esa zona.
Es evidente que Netanyahu, ya con sus rivales desarticulados –Hamás y Hezbolá– prevé allanar el camino a modo de un neofascismo israelí antes de que Donald Trump lo consolide desde la Casa Blanca. También confía en que los mercenarios de Biden le acondicionen el camino para consumar la fase final de su ideario en Siria: perfilarse contra Irán y Yemen.
A su vez, después de indultar a su hijo por tráfico de influencias en Ucrania, Biden muestra a Trump que aún es capaz de reactivar a sus huestes paramilitares en Siria, sensible a los intereses rusos, semanas antes de que el magnate instrumente su “plan de paz” en la exrepública soviética.
1946-1970. Líbano alcanza estabilidad y desarrollo, se consolida como centro financiero regional y es conocido como la “Suiza” de Medio Oriente.
1975-1990. Ataque a refugiados palestinos detona la guerra civil libanesa entre la comunidad musulmana, cristiana, maronita y drusa. Israel aprovecha e invade el sur del país en 1978; se desatan choques entre fuerzas diversas, que dejan 120 mil muertos y más de 78 mil desplazados.
16 de septiembre de 1982. Milicias cristianas de derecha, protegidas por el ejército de Israel, asesinan a tres mil personas en los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila. Israel ocupa el sur de Líbano para expulsar a fuerzas palestinas y permanece ahí con respaldo de EE. UU., Francia y otros países europeos.
14 de febrero de 2005. Occidente alienta la “nueva primavera libanesa”: escalan las manifestaciones tras el asesinato del antiguo primer ministro Rafic Hariri, que debilitan políticamente más al país. En Irak aumenta la incertidumbre con otra “revolución de color”.
8 octubre 2023. Se intensifica la tensión en la frontera entre Israel y Líbano. En apoyo a la operación de Hamás, Hezbolá lanza cohetes contra posiciones militares hebreas, que responden bombardeando el sur de Líbano.
1° noviembre 2024. Tras un año de persistentes ataques contra su país por Israel y una vez que éste logró el control de el sur de Beirut y otras ciudades, el primer ministro libanés Najib Mikati, protesta y critica el silencio de la comunidad internacional por los daños al pueblo y a su economía.
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Escrito por Nydia Egremy
Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.