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La Primavera Árabe de 2011, según publicitó Washington, surgió para combatir la corrupción, desigualdad y el absolutismo, pero cuando los pueblos de los países movilizados exigieron el cumplimiento de estos objetivos, los gobiernos de Estados Unidos (EE. UU.) y Europa redirigieron esas manifestaciones para no perder su influencia en esa región, y lanzaron violentas contraofensivas en Libia, Siria y Yemen, cuyas genocidas secuelas aún vive el mundo. A una década de esa efervescencia éste es un balance de sus causas y efectos.
Como en todo movimiento antigubernamental, los vencedores y propietarios de los medios de comunicación escriben la historia. Según Occidente, las también llamadas “revoluciones árabes” surgieron por un hecho fortuito: Mohamen Bouazizi, vendedor de frutas en Túnez, desolado porque el alza en el precio de los insumos le impedía sobrevivir, se inmoló en una plaza pública.
Esta versión, que dio vuelta al mundo, enardeció a los pobladores de ese país al norte de África y a la mayoría musulmana contra el gobierno de 23 años del presidente Zine El Abidine Ben Alí. Ante la fuerza de la protesta, con mayoría de jóvenes, el mandatario debió dimitir y el éxito de ésta “encendió el ánimo por la democracia” en todo Medio Oriente.
Se articulan las disidencias
Mayo de 2003. George W. Bush propone una zona de Libre Comercio de EE. UU. y Medio Oriente. Le preocupa que sus exportaciones a la región solo representan el cuatro por ciento.
2006. Empate militar entre Israel y la milicia libanesa Hezbollah pone en duda la preeminencia occidental.
2009. Irán despliega campaña diplomática a favor de su uso pacífico de la energía nuclear. EE. UU. alienta las protestas contra la elección del presidente Mahmud Ahmadineyad (Revolución Verde) que fracasa porque, en realidad, no cuestionaba las bases de la República Islámica, sino algunas expresiones.
Febrero de 2011. Dimite Hosni Mubarak.
Marzo. Comienzan los levantamientos en Siria.
Mayo. El egipcio Aymán al-Zawahiri, sucesor de Osama bin Laden, anuncia la lucha contra Occidente.
Octubre. El coronel Muammar el-Khadafi es asesinado por un dron de la OTAN.
Febrero de 2012. Dimite el presidente de Yemen, Alí Abdulá Saleh, y se refugia en Arabia Saudita.
Esta narrativa, tramada por los estrategas occidentales, no explica por qué EE. UU. y sus aliados europeos daban apoyo económico-militar a gobiernos que, para entonces, calificaban como “autócratas”, “antidemocráticos” y “extremistas”.
Con este falso discurso de bienvenida a la revolución popular en esa región, que tutelaba desde 1945, Occidente vio la oportunidad de sofocar a su verdadero adversario geopolítico: el Islam tradicional, antieuropeo y antiestadounidense por naturaleza.
Además, usó las protestas para promover la idea de que la “chispa de la democracia” se encendía en Medio Oriente. Se trataba, desde luego, de una democracia a imagen y semejanza de la de Washington y Bruselas.
Se percibió que esos sucesos eran “refrescantes”, “prometedores’ y que eran bien recibidos en una subregión dominada por una cultura obsoleta. Este discurso caló en todo el mundo, incluso en México y otros países latinoamericanos que entonces vivían el auge integrador y progresista de Fidel Castro, Hugo Chávez, Lula da Silva, Néstor Kirchner, Rafael Correa y Evo Morales.
Es obvio que ni Washington, Berlín, Londres o París pretendían rectificar su apoyo tácito y explícito a los liderazgos neoconservadores árabes, sino desviar la atención hacia su enemigo islámico. Esta expectativa no resultó. Al final de las protestas, en las elecciones obtuvieron más votos los partidarios del Islam, que llegaron con propuestas novedosas.
Sin embargo, la incertidumbre escaló en varios de los 22 países árabes donde se escenificaron las revueltas. La ansiedad y el miedo a lo desconocido se apoderó de los ciudadanos que se habían levantado contra las autocracias para reclamar bienestar y que, al aplacarse la euforia inicial, vieron retornar la estabilidad autoritaria, también ahora respaldada por Occidente.
Y si EE. UU. y Europa se congratularon por haber desaparecido a cuatro autócratas en poco más de un año, el balance era negativo: no hubo transición democrática. Ningún Estado logró un cambio democrático exitoso y, al no resolver los conflictos estructurales, se liberó al radicalismo.
Caos y efecto dominó
El mundo sabía que desde 1987, cuando Ben Alí asumió el poder en Túnez, reformuló la dictadura precedente, simulando la liberación democrática con elecciones y cuotas pactadas con la débil oposición. Nadie en la Casa Blanca ni en las casas de gobiernos europeos reprocharon sus cinco elecciones, ni su corrupción rampante y la rapacidad de su clan familiar.
En Egipto, sucedía algo parecido. Dos meses antes de las revueltas, el país experimentaba un “periodo desesperanzador” porque las elecciones anteriores habían sido las más fraudulentas en su historia.
El presidente Hosni Mubarak, en el cargo desde 1981, convertido en aliado clave de EE. UU. en la región, acaparó el Parlamento e impidió a la Hermandad Musulmana (HM) reclamar un solo asiento. Para evitar choques, la HM aceptó la situación y siguió trabajando a nivel de sociedad.
Revolución, primavera o gatopardismo
El concepto Primavera Árabe se usó por primera vez en 2005 para referirse al aparente retroceso del autoritarismo tras la invasión de Irak. Ya en 1968, Occidente utilizó este concepto para mostrar el resultado exitoso de las revueltas populares en la llamada Primavera de Praga.
En 2011, los activistas árabes optaron por los conceptos “revoluciones árabes” o “levantamientos árabes”, pero Occidente se decidió por el de Primavera y “despertar árabe”, título del libro del excanciller jordano Marwan Muasher, y que adopta aplicaciones religiosas de la reforma occidental.
Politólogos expertos en la región prefieren el uso del vocablo rebellion, pues el levantamiento supone más que una revuelta. En todo caso, sería una revolución ideológica que se produjo en territorios ávidos de más libertades civiles y solo se tradujo en una involución del naciente movimiento político popular que fracasó en sus deseos de mayor democracia.
Libia, liderada desde 1969 por Muammar el Khadafi, era el único país de El Magreb con altos índices de desarrollo humano y su riqueza energética lo posicionó como líder del panarabismo bajo el socialismo árabe. Hábil diplomático permitió el ingreso de petroleras extranjeras, se acercó a Francia, Alemania y Reino Unido y borró a Libia del listado de países terroristas. Sin embargo, EE. UU. siempre lo hostigó y lo acusó de reprimir las protestas, con lo que justificó la operación armada en su contra.
El descontento previo a las protestas y su expansión en orden cronológico, consolidó el efecto dominó y puso en apuros a la diplomacia estadounidense.
Túnez: La autoinmolación de Mohamed Bouazizi, el 17 de diciembre de 2010, activó las protestas contra el gobierno de Zine El Abidine Ben Alí, quien 28 días después salió del cargo. Con ello se terminaban 23 años de gobierno autocrático respaldado por Occidente, pues en un principio Barack Obama apoyó a Ben Alí y luego simuló respaldar la movilización.
En Egipto la posición de Obama era difícil: no desechar a Hosni Mubarak, socio clave al que apoyaba como parte de sus políticas, o colocarse del lado correcto de la historia. La presión social lo inclinó en este sentido. En Libia se iniciaron las protestas el 15 de febrero. Obama buscó realinear ahí sus intereses y valores; optó por sanciones económicas para forzar la salida de Muammar el Khadafi y lo amenazó por el uso de la violencia contra los manifestantes. Según EE. UU., Khadafi ignoró este aviso y respaldó el asalto aéreo-terrestre del 19 de marzo. Los bombardeos se anunciaron desde Brasil, donde Obama estaba de visita oficial.
Bahréin: las protestas llegaron a la violencia en el emirato, donde EE. UU. tiene la Quinta Flota Naval, la mayor base militar regional y su posición estratégica es clave para que Occidente acceda al petróleo del Golfo Pérsico. Chocaron sunitas progubernamentales, facciones de derecha de la familia reinante y el ministro de Defensa. Para acallar las protestas, Arabia Saudita envió tropas en un movimiento concertado con EE. UU., que le vendió equipo militar a Bahréin por 54 millones de dólares (mdd).
El emirato de Qatar escenificó protestas que, en el mediano plazo, permitieron la emergencia de nuevos actores, con los que articuló una transformación estructural que lo proyectó como potencia del Golfo Pérsico. Para algunos analistas, la Primavera Árabe en este país debe entenderse como una lucha por el poder regional entre este emirato y Arabia Saudita.
Yemen, con posición geoestratégica clave para Occidente y sus aliados en la región, escenificó protestas ciudadanas que obligaron a dimitir al presidente Alí Abdulá Saleh. No hubo transición controlada, sino una revolución de las élites políticas que guiaban el proceso en función de sus intereses y de las presiones externas (de las monarquías, EE. UU. y Europa). Todas dirigían el conflicto a distancia, afirma el profesor de la Universidad Complutense, Moisés García Corrales.
Siria fue la gran víctima colateral de la Primavera Árabe. Barack Obama emprendió una política para expulsar del poder al presidente Bashar el-Assad, opuesto a la injerencia occidental en su país y en la región. En abril de 2011, EE. UU. lanzó una guerra híbrida con múltiples agresores que comenzó con las críticas de la Secretaria de Estado Hillary Clinton en el Foro EE. UU.-Mundo Islámico.
Con mercenarios, una oposición financiada y múltiples agresores externos (desde el Estado Islámico, el Pentágono e Israel) la guerra civil siria empeoró y adquirió una dimensión inimaginable. Solo en 2012 pasó de cinco mil muertos a 250 mil.
Juez y parte
Tras la Segunda Guerra Mundial, el interés primordial de EE. UU. en Medio Oriente consistió en impedir el “expansionismo soviético”. Esto significó usar todos los medios para evitar que Moscú llenara los vacíos de poder creados tras el retiro gradual de las potencias coloniales de Occidente en los años 60.
Washington y sus aliados fueron motivados por mantener el acceso seguro a los recursos petroleros de la región. De ahí que privilegiaran la relación con aliados incondicionales como Israel y socios como Arabia Saudita, las monarquías del Golfo y otros actores como Egipto.
Lo que cambió
Las revoluciones en el mundo árabe provocaron “un terremoto político” que inesperadadamente provocó un efecto dominó en el norte de África y el Golfo Pérsico, movilizando a millones de personas contra la pobreza, el desempleo, el estancamiento económico y la corrupción de los gobiernos en turno.
“Fue un corto circuito en las relaciones euromediterráneas” y una prueba para que la Unión Europea (UE) elaborara algún proyecto estratégico en su zona de influencia tradicional. Tras la sorpresa inicial, los gobiernos y ciudadanos europeos comparaban las revueltas con lo sucedido en Europa Oriental en 1989 y, sobre todo, eliminaron algunos estereotipos e ideas en los que se basaba la visión europea del mundo árabe.
Fueron acontecimientos extraordinarios que modificaron de forma significativa los equilibrios de la región en su totalidad, explica la analista María Eleonora Guasconi, de la Universidad de Urbino Carlo Bo.
La ayuda militar siempre ha sido una herramienta de política exterior occidental en Medio Oriente. De acuerdo con la investigación del profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Javier Alcalde, en 2003, jóvenes de la región eran entrenados en EE. UU. y Europa con técnicas de movilización popular.
Supuestas ONGs, como la Institución Albert Einstein, Freedom House y el Instituto Internacional Republicano, financiadas por el gobierno estadounidense, los orientaban para promover protestas de carácter no violento, en el uso de símbolos y lemas, además del uso potencial de las redes sociales.
Este mismo esquema se reprodujo en Serbia, donde jóvenes políticos asistían al centro de capacitación Canvas, creado por Srdja Popovic, quien dirigió la resistencia contra Slobodan Milosevic y preparó a los activistas que lideraron las revoluciones rosa (Georgia) y naranja (Ucrania).
Estos jóvenes, como los egipcios, aprendieron técnicas del estratega en protestas no violentas, el estadounidense Gene Sharp. A la vez, las tecnológicas Google, Twitter y Yahoo capacitaron a los “líderes” reformistas en Siria, desde 2005, para fortalecer a la oposición con financiamiento de la Iniciativa Sociedad de Medio Oriente.
Desde abril de 2004, el gobierno estadounidense optó por no responder a periodistas acerca de si intentaba socavar al gobierno de Siria. En cambio, el académico Joshua Landis, de visita en Damasco el 17 de septiembre de 2005, declaró a The New York Times que, para Washington, Siria era “el fruto de más fácil alcance” en Medio Oriente y que pretendía colocarla en una ruta de inestabilidad creativa para democratizar la región.
Redes y subversión
Las revueltas tuvieron como telón de fondo la transición digital en Medio Oriente. Internet adquirió una dimensión inédita cuando las redes se usaron como instrumento de expresión política. En 2011, el número de cibernautas pasó de 2.5 millones en 2000 a casi 60 millones; solo en los Emiratos Árabes Unidos se llegó al 75 por ciento de usuarios, explica el especialista Yves González-Quijano.
La mayoría de usuarios pertenecía a una clase media con acceso a esa tecnología y a planes de renta. Las redes sociales se convirtieron en la voz crítica, y su rol fue central en los debates de las protestas porque llevaron cascadas de mensajes sobre la libertad y democracia que aumentaron las expectativas de éxito en esas insurrecciones políticas, explica el analista de Bench Market, Hal Licino, con base en un estudio de la Universidad de Washington.
Las tecnológicas de la información operaron motivadas por el interés. Se atribuye al ejecutivo egipcio de marketing de Google, Wael Ghonim, el derrocamiento de Mubarak. Él creó una página en Facebook donde denunció la detención de Khaled Said en un cibercafé y que, en dos minutos, sumó a 300 seguidores y alcanzó a cientos de miles en días. En las protestas de la plaza Tahrir de El Cairo, la viralidad de los comentarios en redes superó los cinco millones.
En febrero, Ghonim ya lideraba la revuelta, y Google había establecido la red de blogeros del Medio Oriente y África del Norte, financiada por una organización vinculada al Partido Demócrata de EE. UU. Fue así como los activistas egipcios obtuvieron los códigos de acceso satelital directo para eludir la interferencia gubernamental.
Al estallar la Primavera Árabe, Barack Obama enfrentó un dilema: balancear sus “obligaciones” morales sin debilitar sus intereses estratégicos, ni los de sus aliados. Este titubeo se plasmó cuando la Casa Blanca expresó su preocupación por el proceso de transición en los países donde antes se habían celebrado las revueltas.
“Será un camino largo, la región no tiene experiencia, no hay una memoria institucional de cómo hacerlo”, anticipó el Departamento de Estado. No obstante, las monarquías del Golfo Pérsico reprocharon a Barack Obama su falta de acción para impedir la caída de Mubarak. También los defraudó porque fue incapaz de cumplir los compromisos de respeto a sus gobiernos y tradiciones culturales, como había esbozado dos años antes durante un discurso pronunciado en El Cairo.
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Escrito por Nydia Egremy
Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.