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La caída de la Alhóndiga de Granaditas
La historia es así: en unos cuantos días recorre todo el camino que no ha recorrido durante siglos y sobrevienen los impactantes saltos cualitativos.
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La conspiración de Querétaro fue expresión del hartazgo que inundaba al país por los casi 300 años de explotación, injusticias y atropellos de los españoles peninsulares y la alta jerarquía eclesiástica, quienes se imponían violentamente sobre indios y pobres y aun sobre los hijos de españoles nacidos en México. La sumisión tiene un límite. En Querétaro había juntas secretas a las que asistían los capitanes del Regimiento de la reina, Ignacio María de Allende, Juan Aldama y Mariano Abasolo, que era el más joven de los conjurados; asistían, también, el capitán del regimiento de Celaya, Joaquín Arias, los hermanos Epigmenio y Emeterio González y varios otros y, eran parte decisiva de la conspiración, asimismo, el corregidor de Letras de esa ciudad, Miguel Domínguez, su esposa doña María Josefa Ortiz, y don Miguel Hidalgo y Costilla quien, se sabe, acudió en secreto a las reuniones a principios de septiembre.

 Un traidor que nunca falta, un tal Mariano Galván, empleado de la oficina de correos, quien fungía como secretario de los conciliábulos, dio aviso a la autoridad de los planes de los conjurados. Las noticias del peligro llegaron hasta Francisco Xavier Venegas, que entonces se encontraba en Xalapa en viaje hacia la Ciudad de México, en donde asumiría el cargo de Virrey de la Nueva España el 14 de ese mes de septiembre. Por alguna vía, la noticia de la conspiración le llegó también a un español de Querétaro, a Francisco Bueras, quien de inmediato lo puso en conocimiento del cura Rafael Gil de León quien, a su vez, informó al corregidor Miguel Domínguez y, este último, a pesar de ser conjurado leal, para evitar ser descubierto, conforme a las obligaciones de su empleo, procedió a detener a algunos de los conspiradores en la ciudad de Querétaro.

Domínguez salió de su casa, cerró la puerta con llave para evitar alguna imprudencia de su esposa, doña Josefa Ortiz, que era parte muy activa de la conjura y que ya se había enterado también de que eran descubiertos. La señora, aislada, se las ingenió para comunicar el descubrimiento de complot a Ignacio Pérez, alcaide de la cárcel, quien era otro rebelde y que vivía en la parte baja de su casa, dio tres golpes con el pie sobre el techo de la casa del alcaide y, a través de la cerrada puerta de la calle, con él mandó la alarma urgente a Ignacio Allende a San Miguel el Grande. Pérez se fue inmediatamente a San Miguel, pero no encontró a Allende, éste había recibido la alerta la noche anterior y había viajado a Dolores para avisar a Hidalgo, Pérez puso en aviso a Juan Aldama.

Cuando Miguel Hidalgo fue notificado, se levantó, pues ya estaba descansando y dijo: “caballeros, somos perdidos, aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines”. Cuando salió de su casa, se reunió con 10 hombres armados, sacó a los presos de la cárcel y, con todos, completó un grupo de 80 hombres. Horas después, cuando partió a San Miguel el Grande, el mismo día 16 de septiembre, acompañado de Allende, Aldama y Abasolo, lo seguían ya 300 hombres de Dolores y de las haciendas vecinas; en todos los pueblos por los que pasaba la gente se le unía masivamente. Entró, pues, a San Miguel el Grande, al anochecer del día 16, sin que nadie osara enfrentar a su creciente ejército de desarrapados. El jueves 20 llegó a Celaya, intimó al Ayuntamiento a rendirse y, no pudiendo hacerle frente, sus distinguidos miembros, huyeron a Guanajuato: Hidalgo entró a Celaya el viernes 21 de septiembre.

El día en que los alzados se presentaron a las afueras de Guanajuato, el viernes 28 de septiembre, solo 13 días después del pronunciamiento en Dolores, la multitud armada con piedras, palos, herramientas de trabajo y algunas armas, ya llegaba a 20 mil hombres. Juan Antonio de Riaño y Bárcena, un español ilustrado originario de Cantabria, era entonces el intendente de Guanajuato y a él tocó organizar la defensa. En un principio, Riaño había pensado acertadamente que una ciudad entre las montañas como Guanajuato, no podía ser defendida con éxito más que contando con la población; todavía el día 18, cuando se tocó a generala, la mayoría de los guanajuatenses se habían mostrado aparentemente bien dispuestos y leales, pero ya para el día 20 de septiembre, cuando corrió insistente el rumor de que Hidalgo estaba muy cerca, Riaño notó, con buen ojo, que los ánimos de la gente estaban cambiando y temió que tan pronto como Hidalgo llegara, la gente se pasaría a su ejército y lo combatiría desde adentro. La minoría explotadora de Guanajuato estaba aislada, Riaño decidió hacerse fuerte en la Alhóndiga de Granaditas.

Éste era un edificio enorme –Guanajuato era entonces una ciudad minera muy rica, la segunda en importancia en todo México– y sus ventanas pequeñas lo convierten en una fortaleza. Ahí se almacenaba maíz hasta para el consumo de un año. Riaño, pues, ordenó que al interior de la alhóndiga se trasladase la tropa de la que disponía, que ascendía a unos 500 hombres, los civiles probadamente leales armados, los caudales reales, los municipales y los archivos del Gobierno. Se encerraron en la alhóndiga, asimismo, casi todos los europeos y muchos criollos con sus caudales, así que la suma de riqueza ahí reunida se ha calculado en más de tres millones de pesos de la época.

Antes de las nueve de la mañana se presentaron en una trinchera que había construido Riaño en la calle de Belén, Mariano Abasolo e Ignacio Camargo y exigieron la rendición incondicional de la alhóndiga. Riaño se negó. Poco después de las 12 del día, y cuando ya se habían llevado a cabo las primeras escaramuzas a las afueras de la alhóndiga, Riaño salió a instalar un pelotón en un punto a defender y, cuando ya regresaba al edificio, casi a las puertas, recibió un tiro de fusil arriba del ojo izquierdo y cayó muerto. La división y la discordia se generalizaron entre los defensores, algunos aventaban dinero por las ventanas queriendo aplacar a la multitud de indios y mineros, otros pedían la rendición inmediata y, otros más, suplicaban la absolución de los eclesiásticos. Todavía no oscurecía cuando cayó la Alhóndiga de Granaditas cuya puerta fue quemada por Juan José de los Reyes Amaro, El Pípila, un modestísimo minero que se arrastró hasta ella cubierto con una loza y con una antorcha en la mano.

Desde el aciago 13 de agosto de 1521, hasta el 28 de septiembre de 1810, habían pasado 289 años de dominación que parecía que nunca terminaría, todavía el 12, el 13 de septiembre y el mismo 14, nadie, ni los conjurados siquiera, imaginaban lo que iba a pasar. La historia es así: en unos cuantos días recorre todo el camino que no ha recorrido durante siglos y sobrevienen los impactantes saltos cualitativos. Han pasado 206 años desde la victoria del pueblo en la Alhóndiga de Granaditas y, en medio de tanta pobreza y tanta inconformidad social, vale la pena recordarla.

Frase: La historia es así: en unos cuantos días recorre todo el camino que no ha recorrido durante siglos y sobrevienen los impactantes saltos cualitativos.


Escrito por Omar Carreón Abud

Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".


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