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Salvador Novo. Nació en la Ciudad de México el 30 de julio de 1904. Traductor de poesía, crítico, maestro de literatura y periodista extraordinario. Durante la preparatoria conoció a Xavier Villaurrutia y a Jaime Torres Bodet con quienes fundó la revista Ulises, en 1927; un año después fundaron el grupo de Los Contemporáneos, que pretendía modernizar el estilo literario y artístico en México retomando las vanguardias europeas. Ingresó a la carrera de Derecho en 1917, pero decidió abandonarla para enfocarse a la vida artística. Participó en la fundación del Teatro Ulises (1927-1928) como traductor, director y actor. En 1920 publicó en la Revista Moderna y en 1922 un poema en la revista Prisma. De 1946 a 1952 fue director de teatro en el Instituto Nacional de Bellas Artes. En 1953 fundó el teatro La Capilla y fue jefe del departamento editorial en la Secretaría de Educación Pública durante la época de José Vasconcelos. Tradujo y seleccionó poesía francesa y norteamericana. De 1925 data su primer libro: XX poemas; al que le siguen Nuevo Amor (1933); Seamen Rhymes (1934); Poemas proletarios (1934); Poesía (1915-1955); Sátira (1955); y Poesía (1961). De su vasta obra en prosa cabe citar su columna Side Carr, en Últimas Noticias de Excélsior, y su colaboración semanal en la revista Hoy, así como algunos de sus libros: Continente vacío (1935); En defensa de lo usado y otros ensayos (1938); Éste y otros viajes (1952); y los tomos de La vida en México, en los periodos presidenciales de Lázaro Cárdenas, Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán, Premio Nacional de Literatura en 1967. Falleció el 13 de enero de 1974.
Viaje
Los nopales nos sacan la lengua;
pero los maizales por estaturas
—con su copetito mal rapado
y su cuaderno debajo del brazo—
nos saludan con sus mangas rotas.
Las magueyes hacen gimnasia sueca
de quinientos en fondo
y el sol —policía secreto—
(tira la piedra y esconde la mano)
denuncia nuestra fuga ridícula
en la linterna mágica del prado.
A la noche nos vengaremos
encendiendo nuestros faroles
y echando por tierra los bosques.
Alguno que otro árbol
quiere dar clase de filología.
Las nubes, inspectoras de monumentos,
sacuden las maquetas de los montes.
¿Quién quiere jugar tennis con nopales y tunas
sobre la red de los telégrafos?
Tomaremos más tarde un baño ruso
en el jacal perdido de la sierra:
nos bastará un duchazo de arco iris,
nos secaremos con algún stratus.
La historia
¡Mueran los gachupines!
Mi padre es gachupín,
el profesor me mira con odio
y nos cuenta la Guerra de Independencia
y cómo los españoles eran malos y crueles
con los indios —él es indio—,
y todos los muchachos gritan que mueran
los gachupines
Pero yo me rebelo
y pienso que son muy estúpidos:
Eso dice la historia
pero ¿cómo lo vamos a saber nosotros?
La poesía
Para escribir poemas,
para ser un poeta de vida apasionada y romántica
cuyos libros están en las manos de todos
y de quien hacen libros y publican retratos
los periódicos,
es necesario decir las cosas que leo,
esas del corazón, de la mujer y del paisaje,
del amor fracasado y de la vida dolorosa,
en versos perfectamente medidos,
sin asonancias en el mismo verso,
con metáforas nuevas y brillantes.
La música del verso embriaga
y si uno sabe referir rotundamente su inspiración
arrancará las lágrimas del auditorio,
le comunicará sus emociones recónditas
y será coronado en certámenes y concursos.
Yo puedo hacer versos perfectos,
medirlos y evitar sus asonancias,
poemas que conmuevan a quien los lea
y que les hagan exclamar: "¡Qué niño tan inteligente!"
Yo les diré entonces
que los he escrito desde que tenía once años:
No he de decirles nunca
que no he hecho sino darles la clase que he aprendido de todos los poetas.
Tendré una habilidad de histrión
para hacerles creer que me conmueve lo que a ellos.
Pero en mi lecho, solo, dulcemente,
sin recuerdos, sin voz,
siento que la poesía no ha salido de mí.
Escribir porque sí, por ver si acaso
se hace un soneto más que nada valga;
para matar el tiempo, y porque salga
una obligada consonante al paso.
Porque yo fui escritor, y éste es el caso
que era tan flaco como perra galga;
crecióme la papada como nalga,
vasto de carne y de talento escaso.
¡Qué le vamos a hacer! Ganar dinero
y que la gente nunca se entrometa
en ver si se lo cedes a tu cuero.
Un escritor genial, un gran poeta...
Desde los tiempos del señor Madero,
es tanto como hacerse la puñeta.
Cruz, el gañán
Todas las mañanas, desde que se acuerda,
ha pasado por la tienda de Fidel
a tomar unos tragos de alcohol teñido
antes de sacar la yunta.
El sol va quitándole el frío primero,
luego ya le quema la espalda
y cuando es más fuerte, porque el Sol está en medio,
llega su mujer con el almuerzo y el jarro de pulque.
No hablan absolutamente nada,
mastican lentamente, en silencio
y luego ella recoge las cazuelas y se marcha
con pasos menudos
y él vuelve a instalarse detrás de la yunta
hasta qua comienza a hacer frío y ya nada se ve.
Entonces vuelve a pasar por la tienda de Fidel
y se para en la puerta, estático, embozado en su poncho;
ve llegar a los chicos a comprar dos centavos de petróleo
o tres de azúcar o un litro de maíz
y luego se toma otros tragos de alcohol teñido
y vuelve, tropezándose, a su choza,
hablando solo en voz muy baja,
saludando a los que tropiezan en el camino,
y se acuesta al lado de su mujer.
El sábado le darán su raya
porque gana setenta y cinco centavos diarios.
Todas las mañanas, desde qua se acuerda,
y los domingos, le queda más tiempo
para tomar tragos de alcohol teñido
y hablar, hablar, en voz muy baja, para sí mismo.
Roberto, el subteniente
Cuando salió del Colegio y cumplió veintiún años
y ostentó en la gorra la barra de subteniente,
llegó al cuartel con una gran energía acumulada.
En el Colegio todo era perfecto y limpio,
la gimnasia y la equitación lo habían hecho fuerte y ligero
y conocía perfectamente la historia antigua
y todas las campañas de Napoleón.
Iba a ganar ya sueldo.
Cuatro pesos son muchos dinero para uno solo.
Le dieron un asistente que le traía la comida
y le quitaban las botas, o le ensillaba el caballo.
A diana, se levantaba
e iba a dar instrucción a los soldados
y luego hacía guardia en la puerta
toda una mañana muerta y ociosa,
toda una tarde llena de moscas y de polvo
hasta que llamaban a lista de seis
y asistía a la complicada ceremonia
de la lectura de la Orden del Día.
Entonces, la sombra,
despertaban sus más primitivos instintos
y reunido con otros oficiales
bebía tequila hasta embriagarse
e iba a buscar una mujerzuela
para golpearla despiadadamente
azotándola como a su caballo,
mordiéndola hasta la sangre,
insultándola hasta hacerla llorar
y luego acariciándola con ternura,
dándole todo su cuerpo febril y joven,
para marcharse luego al cuartel
abriéndose paso, a puntapiés, hasta su habitación,
entre los soldados que yacían en la sombra, sin almohada,
enlazados a sus mujeres o a sus fusiles.
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Escrito por Redacción