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En junio de 1968, Pier Paolo Pasolini, figura emblemática del cine y la cultura italiana; ferviente comunista y artista extraordinario, escribía, refiriéndose al sentir de la juventud pobre italiana, ideológicamente acechada por un movimiento social que no la representaba pero al que estaba aparentemente obligada a reconocer como suyo: «Ahora los periodistas de todo el mundo (comprendidos los de la televisión) les lamen (como creo que todavía se dice en el lenguaje de las Universidades) el culo. Yo no, amigos. Cuando ayer en Valle Giulia se agarraron a trompadas con los policías, ¡yo simpatizaba con los policías! Porque los policías son hijos de los pobres. […] separados, excluidos (una exclusión que no tiene igual); humillados por haber perdido la calidad de hombres para ser policías (ser odiados hace odiar). Tienen veinte años, la misma edad que ustedes, queridos y queridas. Estamos obviamente contra la institución de la policía. ¡Pero agárrensela contra la Magistratura, y verán! Los chicos policías que ustedes por sagrado patrioterismo de hijos de papá, han apaleado, pertenecen a la otra clase social. En Valle Giulia, ayer, hubo un fragmento de lucha de clase: y ustedes, amigos (claro que de parte de la razón) eran los ricos, mientras que los policías (que estaban por parte del error) eran los pobres. ¡Bella victoria, la de ustedes!».
Este pasaje de Pasolini, publicado en el Corriere della Sera, refleja lo problemático y difícil que es entender las contradicciones sociales y más aún las contradicciones de clase que se esconden en cada hecho histórico. La referencia es clara, hace alusión al movimiento estudiantil del “68 italiano”. El legado de este hecho es también controversial pero no es nuestro objetivo, por ahora, esclarecerlo. Simplemente es poner de relieve el hecho de que más allá de lo que la historiografía oficial rememora, el movimiento estudiantil no fue una lucha de clases; no fue una confrontación entre proletariado y burguesía –aunque literalmente se hayan puesto los estudiantes la camisa de Mao para certificar su adhesión–. Lejos está también la defensa de la institución policiaca que, desde su nacimiento, tiene como función la represión. La complejidad de la contradicción radica en que eran los hijos de los pobres los que formaban parte de la carne de cañón de la policía, mientras los hijos de los ricos portaban las banderas de la revolución. Presenciábamos un fragmento de lucha de clases distorsionado e indefinido que con el tiempo no ha hecho más que desfigurarse aún más.
En su acepción habitual los conceptos “izquierda” y “derecha” hacen referencia, originalmente, a la pertenencia a una clase social. La izquierda comprendía a los “revolucionarios sociales” que buscaban mejores condiciones de trabajo y de vida. La derecha, por su parte, se refiere a la clase poseedora de la riqueza que prefiere “conservar” las cosas como están; buscando ceder la menor cantidad de concesiones posibles a los trabajadores. Esta terminología parecía ser útil durante los siglos XIX y XX, aunque ya a mediados del XX comenzó a mostrarse ineficaz y a revelar contradicciones internas que complicaban el análisis de la realidad con dichas categorías. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, dice Marx en el Manifiesto. Así, la vieja y conservadora derecha, caracterizada por su adhesión a los valores “tradicionales” y, sobre todo, a la Iglesia católica como única ideología, fundamentaba sus principios morales, que no nos atañen por ahora, en una política económica basada en el mercado interno. La globalización y el imperialismo, fenómenos propiamente capitalistas, vinieron a romper con el esquema que los viejos Metternichs, Alejandros y Luises pretendían perpetuar. La monarquía en todo el mundo –las fuerzas conservadoras y de derecha– o se rindió frente a la fuerza del capital o, como en Inglaterra, se sometió a sus necesidades.
La izquierda, en tanto, mientras la subsunción frente al capital fuera formal, utilizando la expresión de Marx, es decir, fuera producto de una explotación descarnada, consecuencia de la extensión de la jornada laboral, se encargó de encabezar las distintas luchas obreras en torno a la mejora de las condiciones de vida, de guiar a los obreros en sus demandas económicas. Todo esto cambió radicalmente con la toma del poder de los bolcheviques en Rusia. Los revolucionarios encabezados por Lenin entendieron que no se trataba únicamente de ponerse de un lado u otro de la contradicción capital-trabajo, esto era sólo un paso histórico, sino de abolir la contradicción. El objetivo de la izquierda, limitándose a la mejora temporal de las condiciones de vida de la clase trabajadora, sólo perpetuaba las condiciones de explotación haciendo incluso más fuerte al capital al contar con el consentimiento de su contrario, el obrero, que aceptaba las reglas del juego, gracias a la izquierda, como “leyes naturales”. Aparecía así una nueva contradicción, radical y revolucionaria que ejercía un miedo mortal sobre los dueños de la riqueza y, hay que decirlo de una vez, sobre la izquierda misma. El leninismo pretendía, siguiendo a Marx, no sólo acabar con el dominio del capital sobre la vida humana, sino también con los filántropos: la izquierda que después en Europa se llamará socialdemocracia y que en su labor de curandera no hacían más que mantener con vida al capital.
Durante todo el siglo XX nos encontramos realmente frente a una contradicción antagónica y una contradicción no antagónica. Por un lado el capital encontraba su contradicción en el marxismo-leninismo, que pretende la desaparición del sistema en su totalidad a partir de la disolución de las relaciones de explotación del trabajo asalariado; por otro, una contradicción no antagónica en la que la izquierda y la derecha discuten la mejor forma de distribuir la plusvalía entre el capital y el trabajo. La izquierda, en teoría, aboga por el trabajo, la derecha, por el capital. La caída de la Unión Soviética pareció llevarse consigo la contradicción antagónica. Ahora, ya que el gato no estaba en casa, los ratones harían fiesta. La izquierda y la derecha, ambas defensoras del mismo sistema, celebraron la desaparición de la URSS y creyeron que con su caída tenían vía libre para “ser”. Sin embargo, y a pesar de lo paradójico y absurdo que pudiera parecer, la “derecha tradicional”, con el triunfo de Reagan y Thatcher, se vio obligada a abandonar sus viejos nuevos principios y encabezó la oleada de privatizaciones que caracterizan al neoliberalismo, precisamente bajo la bandera “cultural” de la izquierda: libertad en todo y para todo o, como lo dijera uno de los eslóganes del 68 que ya revelaba la verdad de dicho movimiento: “prohibido prohibir”.
La nueva derecha neoliberal no tiene, esencialmente, relación alguna con la derecha aristocrática del siglo XIX. Formalmente comparten los mismos “valores” pero, como dijimos antes, una nace para resistir al capital mientras que la otra utiliza las banderas del liberalismo, tan odiadas por los rancios conservadores, para perpetuarlo. Por su parte, la izquierda hace un juego más dañino todavía a favor del capitalismo: utiliza las banderas del marxismo para hacer la labor de zapa del neoliberalismo. Nos encontramos así ante una nueva contradicción, aberrante en su forma pero comprensible en su contenido: una derecha liberal, o libertaria como se autoproclaman en Estados Unidos, y que en buen cristiano no es otra cosa que un neoliberalismo sin bozal. Por el otro, una izquierda autoproclamada “woke” (hablaremos de esto en la segunda parte) y que en buen cristiano no es otra cosa que un neoliberalismo políticamente “correcte”. Son las dos caras de una misma moneda. ¿Qué las distingue? Casi nada. Y, sin embargo, a los ojos de la “opinión pública” parecen totalmente opuestas. Su lucha ficticia sirve para ocultar una peligrosa fuerza que terminaría por desbaratar esa falsa dicotomía que cada vez cae más bajo la fuerza de su propio peso. Para poner un ejemplo: ¿notó usted alguna diferencia esencial en el pasado debate presidencial en México? Es necesario todavía poner de relieve esta tercera fuerza y, a su vez, exponer los peligros que, teórica y prácticamente, esconde la ascensión al poder de la izquierda y la derecha que, a pesar de ser lo mismo, representan peligros distintos. Esto lo dejaremos para una segunda parte.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).