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El imperio y la humillación de los débiles
Donald Trump ha impuesto aranceles a México y Canadá, aunque en negociaciones se declaró una pausa.
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Donald Trump ha impuesto aranceles a México y Canadá, aunque en negociaciones se declaró una pausa. Para lograrlo, México debió aceptar convertirse en guardia fronteriza, destacando 10 mil efectivos de la Guardia Nacional para impedir el paso de migrantes (difícil saber qué otros compromisos de este jaez se hayan adquirido); una oprobiosa negociación de la que hoy se ufana la 4T, que nos coloca frente a los países hermanos de Latinoamérica como cancerberos del imperio. Estados Unidos (EE. UU.) somete también a otras naciones débiles, como Colombia, que debió dar marcha atrás en su inicial intento de resistencia; buscando apropiarse de Groenlandia amenaza también a Dinamarca, cuyo gobierno, como el canadiense, ha sido de los más serviles al imperio. Y amaga con adueñarse de Gaza y expulsar a los palestinos.

A Panamá, bajo amenaza de despojarlo del canal mediante el uso del ejército, le obligaron a rescindir contratos comerciales legales establecidos con China para el paso de buques; ello no obstante que el canal pertenece plenamente a la soberanía panameña, como establece el tratado signado en 1977 por los presidentes Jimmy Carter y el general Omar Torrijos, donde se acordó que en 1999 la vía interoceánica dejaría de estar bajo el control americano, impuesto por la fuerza desde 1903.

Pues bien, de acuerdo con la teoría y las “buenas prácticas” del mercado, Panamá tiene todo el derecho de realizar las transacciones comerciales que a su interés convengan, y las estableció con China y otros países. ¿No acaso la teoría económica en boga –promovida por EE. UU.– postula como principios sagrados los conceptos de “costos de oportunidad”, “ventajas competitivas” y también de “las ventajas comparativas”? Pues Panamá se apegó a las leyes del mercado y actuó dentro del marco de la normatividad internacional que rige las relaciones comerciales; pero ahora EE. UU., atropellando su propia teoría y las normas por él mismo impuestas, le obliga a romper los contratos firmados. ¿Es ésa la sana competencia, la economía de libre empresa?

Ideológicamente, hoy Trump recurre al llamado “Destino Manifiesto”, bandera que postulara John O’Sullivan en 1845, luego de la anexión de Texas, advirtiendo que nadie podía: “… frustrar nuestra política y obstaculizar nuestro poder, limitando nuestra grandeza y frenando el cumplimiento de nuestro destino manifiesto de extendernos por el continente asignado por la Providencia para el libre desarrollo de nuestros millones que se multiplican anualmente” (BBC). Hay quienes, con una mentalidad colonialista, piensan que, efectivamente, EE. UU. ejerce un derecho incuestionable, sagrado y legítimo de someter a los más débiles, y que a éstos sólo queda doblegarse.

Pero más allá de la ideología, el acicate de la agresividad imperialista es económico: concretamente su retroceso relativo, como lo puso de manifiesto hace días en el sector de la inteligencia artificial el surgimiento del sistema chino DeepSeek, mucho más eficiente y barato, que ocasionó un derrumbe histórico de las acciones de las empresas norteamericanas dueñas de ese mercado. Pero el retroceso es general. Hoy el FMI publicó su previsión del crecimiento del PIB para 2025 (en billones de dólares): China ocupa el primer lugar, con 37; EE. UU., el segundo (29.1), India 16.2; y Rusia, el cuarto sitio (6.9). He ahí la verdadera preocupación: el creciente rezago frente a China y el ascenso de los BRICS.

Para enfrentar esta situación, EE. UU. impone aranceles, admitiendo así de facto su incapacidad de competir en el mercado en buena lid. Clama Trump que China vende mucho y compra poco a EE. UU., pero no aclara que ello se debe a que, gracias a su mayor productividad, lograda por una más acelerada innovación tecnológica, China es más competitiva; sus mercancías requieren menos tiempo de trabajo necesario, por lo que contienen menos valor y pueden venderse a precios más bajos. Pues bien, en lugar de corregir esta debilidad, EE. UU. recurre al ejército y los aranceles para protegerse, atacando así efectos y no causas.

De todo, en buena lógica puede concluirse también que la embestida norteamericana evidencia el fracaso de las instituciones y normas establecidas desde finales de la Segunda Guerra Mundial por el propio imperio, que no puede competir ya dentro de sus propias reglas; pierde en la liza y abandona como trapo viejo su doctrina de libre mercado, y a mansalva se lanza a arrebatar, buscando una tajada mayor de la plusvalía que ve cada vez más disminuida. El lugar de las relaciones comerciales, la libre empresa y la competencia lo ocupa en medida creciente la fuerza, claro signo de crisis del orden existente.

También transgrede sus propias teorías, en buena medida también una máscara “científica”, enseñadas por sus exégetas en las universidades, exhibiéndose como auténtico pirata, y de los peores, como depredador de mar y tierra. ¿Dónde quedan sus principios sagrados de competencia, productividad, competitividad, estructura de costos, eficiencia económica, optimización de recursos e innovación, como base del éxito? Los sustituye la fuerza bruta. Con el poder de su ejército, y cada vez menos de su competitividad económica, EE. UU. avasalla, ocultando las causas estructurales, aduciendo excusas de carácter extraeconómico, como el fentanilo, los cárteles, los inmigrantes criminales.

Lo ocurrido recientemente nos lleva a otra conclusión: sólo un gobierno con sólido apoyo popular puede resistir al imperialismo, como evidencian países más pequeños que el nuestro. Todo depende de qué clase social tenga el poder, y al respecto, la “Cuarta Transformación” carece del apoyo de masas real; el que ostenta es aparente, y éste es precisamente el quid de la cuestión, la clave de su debilidad al negociar con el imperio. Sus votos son en buena medida comprados con las tarjetas, o conseguidos mediante control corporativo.

Sus líderes no han aprendido la lección histórica que nos dejó el general Lázaro Cárdenas cuando, si bien contaba con apoyo de empresarios nacionalistas, para adquirir la fuerza popular necesaria para la expropiación del petróleo, verdadera proeza nacionalista, primero organizó a los obreros y los campesinos; y aquel respaldo organizado, entusiasta y firme, no se compraba con tarjetas; al contrario, el pueblo aportaba. La soberanía frente al imperio sólo puede ser obra de la clase trabajadora en el poder: esto es una ley ineludible.

Y es que, obviamente, la clase capitalista siempre ve, antes que nada, por sus propios intereses, y desde el poder determina los términos de las relaciones internacionales. Y recuérdese, el capital no tiene patria. Se acomoda, y en este caso comparte intereses con el capitalismo norteamericano. Esperar de ahí una verdadera lucha por la soberanía es como pedir peras al olmo. Hoy el gobierno es rehén de los grandes empresarios mexicanos, socios del capital norteamericano, que les impone sus intereses y dicta las políticas a seguir. El pueblo es ajeno a todos estos enjuagues; no es el pilar principal que sostiene al gobierno, sino sólo voto comprado y escenografía para el espectáculo político. Al contrario, se percibe una creciente inconformidad social cada día más difícil de ocultar. Por lo tanto, nuestro gobierno es débil.

Y como hemos dicho, no es cuestión de políticas aventureras. Realismo y prudencia no se riñen con la firmeza; y debe haber un equilibrio. Pero además de una posición firme en lo inmediato, debe emprenderse una política de largo plazo encaminada a alcanzar la verdadera soberanía, reduciendo nuestra extrema dependencia, que nos hace vulnerables, y en la que hemos caído por una visión cortoplacista y convenenciera de la clase en el poder, que más bien medra como rémora al lado de los tiburones corporativos norteamericanos, incapaz de asumir una política propia independiente. 


Escrito por Abel Pérez Zamorano

Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.


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