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Marcan la ideología dominante en nuestros días dos postulados fundamentales que guían a los gobernantes, diputados, medios, organizaciones y “especialistas” en superación personal y fomento del optimismo. Me refiero, en primer lugar, a la difundida idea de que se puede alcanzar la felicidad en un puro acto de voluntad. Muchos falsos filósofos predican que “podemos ser felices con solo proponérnoslo”. Elogian la pobreza y la elevan al grado de suprema virtud (claro, eso puede decirlo quien tiene lleno el estómago), y pregonan que ser pobre es una gran ventaja: hasta abre el paso a una vida mejor en el más allá. Así, aún en la más horrible pobreza es alcanzable la felicidad, pues ésta no es cosa material, sino cuestión del espíritu puro. Lo mundano solo merece desprecio. Es más, se nos dice a manera de triste consuelo: los ricos, a pesar de todo su dinero, no son felices: “Los ricos también lloran”, y quien no lo crea, que vea cualquier lacrimosa telenovela en Televisa, para que aprenda lo que sienten los pobres ricos. Todo este sistema de ideas tiene como piedra de toque una concepción del hombre como algo puramente espiritual, un espíritu que se basta a sí mismo, puede existir y elevarse, libre de todo lastre material, como postulaban ya desde la antigüedad algunas filosofías de La India, como el Zaratustra de Nietzche, o como predicaban los anacoretas, que buscaban la paz del espíritu y la ataraxia en la privación de todo goce material y en el puro encierro espiritual.
La segunda expresión de esta forma de ver el mundo, más directamente política, ha sido llamada “cretinismo parlamentario”. Partidos y gobernantes creen, o mejor dicho, hacen creer que creen, que todos los males sociales pueden ser superados mediante la promulgación de leyes, mandatos que, cual mágico conjuro, son capaces de transformar la vida de la gente. Por ejemplo, si millones de familias no tienen casa, la solución es facilísima: simplemente se promulga una ley que consagre el derecho universal a una vivienda digna. Y problema resuelto. Que si existe desempleo, no hay de qué preocuparse: basta con una ley que establezca el derecho de todos a un buen trabajo. Y así sucesivamente; en la letra de la ley se resuelven todos los problemas sociales, no importa cuán complejos sean. Mediante este sencillo expediente, con sendas leyes se termina en un santiamén el mal trato a los inmigrantes, a las minorías, a los niños, los indígenas, etc. En fin, no hay problema que no pueda ser despachado en un abrir y cerrar de ojos, y gratis, desde las cámaras de diputados y senadores: basta con que la mayoría o cada legislador levante su manita y vote que tal o cual problema desaparezca, y así será. El demiurgo, el gran hacedor, todo lo resuelve con el poder de su voto, y, muy importante, sin tocar para nada a las grandes fortunas.
Ahora bien, ambos conjuntos de ideas: la felicidad en la pobreza y la fe en la magia de las leyes, son expresión de una misma concepción filosófica: la del puro idealismo subjetivo, que ignora olímpicamente la realidad y sus leyes; que no reconoce su objetividad, es decir, su existencia y dinámica propias, más allá de la voluntad de los hombres o de sus deseos. Y por ello, todo lo subordinan a la mente. Se trata, en suma, de fugas imaginarias, opio para la conciencia, como dijera Kant, pero que al final terminan estrellándose contra una fría y cruel realidad.
Olvidan, quienes así piensan, que las posibilidades de desarrollo de pueblos e individuos están determinadas, en última instancia, por sus condiciones materiales. La voluntad puede lograr grandes realizaciones, siempre y cuando se apoye en las apropiadas circunstancias económicas y de infraestructura, para conseguirlo, y siempre que actúe a través de una fuerza igualmente material. Para convertirse en poder transformador, la idea necesita encontrar un mecanismo material, efectivo. Desde antiguo se sabe que todas las ideas cuestan.
Llegamos así, finalmente, a la conclusión de que si se busca sinceramente resolver los problemas sociales, es condición ineludible modificar las condiciones materiales que los determinan. Mientras ello no se haga, leyes o buenos deseos de felicidad serán absolutamente inocuos, engaños solamente. La felicidad del hombre pasa necesariamente por una mejoría en sus condiciones de vida, lo cual implica: empleos suficientes, dignos y bien remunerados, vivienda decorosa, atención médica aun al más alto nivel, alimentación y vestido, etc. Así, conceptos como igualdad y democracia no pasarán de la mera retórica, mientras subsista la desigualdad económica de hecho. En fin, es de la más abominable hipocresía blasonar de progresista y defensor de buenas causas cuando solo se hace en el papel, pero sin tocar para nada la propiedad y la distribución de la riqueza, verdadero meollo del asunto. Por eso, los falsos redentores se engañan y engañan a los demás.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.