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El dos de febrero de este año –momento en que escribo esta colaboración–, se cumplen 80 años de la victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi, en la Batalla de Stalingrado. No es un asunto menor, pues hace 80 años la historia de la humanidad daba un viraje importantísimo, pues se frenaron ese día las pretensiones del imperialismo alemán que quería someter a toda la humanidad a un régimen de expoliación, saqueo y “limpieza étnica” sin precedentes históricos. La de Stalingrado es considerada la batalla más sangrienta y de mayor trascendencia en la historia de la humanidad; en esa batalla murieron entre soldados y civiles cerca de dos millones y medio de seres humanos; en los seis meses que duró la batalla, el ejército alemán perdió el 25 por ciento de todas sus tropas. Se puede decir que, en Stalingrado, se le rompió la espina dorsal del ejército alemán. Posteriormente fue en la batalla más grande de tanques en toda la historia de humanidad, en Kursk, Unión Soviética, en la que ya nadie dudó sobre quién estaba ganando la Segunda Guerra Mundial.
Pero la percepción sobre quien ganó la Segunda Guerra Mundial ha variado a través de los años gracias a la enorme campaña propagandística de Estados Unidos (EE. UU.) y sus aliados, esto a pesar de que las cifras de la guerra son más que elocuentes: el 93 por ciento de todas las bajas que tuvo el ejército alemán en toda la Segunda Guerra Mundial ocurrieron en la Unión Soviética, y el 75 por ciento de la destrucción de armamento alemán ocurrió en la Unión Soviética durante la mayor conflagración que haya sufrido la humanidad. Un estudio hecho en Francia reveló que al término de la guerra, en 1945, el 57 por ciento de los franceses consideraba que el país que más contribuyó a la derrota de la Alemania Nazi fue la URSS, mientras solo el 20 por ciento consideraba que ese lugar le correspondía a EE. UU. Para el año 2015, esa relación se había invertido, pues el 54 por ciento de los franceses consideraba que el mérito principal de la derrota a los nazis correspondía a EE. UU. y solo el 23 por ciento creía que este lugar era para la URSS.
Décadas de lavado sistemático de cerebros han logrado cambiar la visión de cientos de miles o de millones de personas en el mundo sobre el papel que jugó la URSS; sobre su labor heroica en favor de toda la humanidad. Nada más hay que ver la infinita cantidad de programas, series de televisión, películas, revistas, medios digitales que a todas horas y todos los días, machaconamente, presentan a EE. UU. como el país “salvador de la especie humana”.
Y el día de hoy, amigo lector, quiero comentarle sobre la cinta lituana Retratos de una guerra (2018) del realizador lituano Marius A. Markevicius, quien nos narra la tragedia de una familia lituana durante la Segunda Guerra Mundial. La protagonista principal es la adolescente Lina (Bel Powley), quien antes de sufrir el confinamiento y deportación a Siberia –junto a su familia y cientos de lituanos– por parte de los “invasores” soviéticos, aspiraba a entrar a estudiar pintura en una escuela de artes de su país.
Al ver las secuencias de este filme, pudiéramos pensar que se trata del holocausto de los judíos, gitanos y comunistas de Europa, instrumentado por los nazis alemanes. Pero no es así, la historia nos pinta a los oficiales y tropas soviéticas como los más feroces represores del pueblo lituano. El director de la cinta parece obsesionado con pintar un régimen totalitario y brutalmente inhumano que, sin ninguna compasión, ningún remordimiento, decidió llevar a la helada Siberia a muchos lituanos, a quienes golpeaba y humillaba hasta lo indecible. El objeto de esta narración no puede ocultar su profunda e intensa rusofobia.
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Escrito por Cousteau
COLUMNISTA