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A Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, siempre se le ha escatimado su capacidad como filósofo. En este escamoteo han incurrido tanto “amigos” como enemigos. Quizá con razón. Lenin no fue un filósofo stricto sensu. Fue un revolucionario: un “hombre pensante y operante”. Alguien en quien se unimismaban práctica y teoría; alguien que hacía y conocía, que vivía y comprendía al unísono. Lenin fue un individuo no solo de pensamiento, sino también de acción. Encarnó, en efecto, la síntesis de práctica y teoría tan cara al marxismo. “Lenin representó –escribió León Trotsky en sus Escritos filosóficos– un equilibrio de poderes físicos y espirituales”.
Pero lo que esperan encontrar los filósofos profesionales es, quizá, un “filósofo” con su propia imagen y semejanza, en lugar de un individuo que obraba como pensaba. Quisieran hallar un energúmeno linfático dedicado de tiempo completo y de pies a cabeza a las sutilezas de la vida contemplativa, abstraído en sí mismo, reconcentrado en sus propias cavilaciones y alejado de cabo a rabo de los fragores de la lucha práctica, divorciado en suma “del mundanal ruido” y sus despreciables menudencias. Quisieran hallar un autor de obras de filosofía pura. Quizás en lo más hondo de su retorcida vanidad profesional, lo que más les escuece es encontrar a un triste “político” que los bate en su propio terreno: la arena tantas veces abstrusa de las lides filosóficas. Lenin filósofo derrota en un mano a mano a la caterva de sochantres de la iglesia filosófica y la turba vocinglera huye en desbandada dispersándose entre graznidos hieráticos y murmullos sibilinos.
No importa, empero, que los haga morder el polvo y los ponga en fuga. A Lenin se le ha escamoteado de cualquier modo como filósofo. Los argumentos son, muchas veces, francamente irrisorios, hilarantes. El más manido y manoseado es de esta especie: “Lenin leyó a Hegel solo hasta 1914”. Y lo han blandido tirios y troyanos contra Lenin filósofo. La tirada es clara. Desautorizar las obras filosóficas que éste escribió antes del año de gracia de 1914. Desautorizar una en concreto: Materialismo y empiriocriticismo (publicada en 1908), so pretexto de que expone un materialismo de parvulario. Un materialismo ramplón de “jardín de niños”. Los impertinentes enanos filosóficos de tapanco le sacan la lengua a Lenin desde entonces hasta el presente, mirándolo por encima del hombro con un desprecio tan altanero que da repelús. Gueorgui Plejánov tenía la mano repleta de razón. “Las ratas no dejarán nunca de creer que el gato es mucho más fuerte que el león”.
Se ha llegado incluso a aventurar la existencia de dos Lenin, recurriendo al expediente de escindir su personalidad ideológica unitaria en sendos pedazos: uno político y otro filosófico. Un Lenin político, hegeliano y marxista, contrastado con un Lenin filósofo, positivista, “engelsiano ortodoxo y dogmático”. Los descuartizadores de Lenin actúan como si de verdad no hubiera relación alguna entre su actividad política y su filosofía, como si se tratara de dos aspectos descoyuntados entre sí. Tampoco se aprueba su práctica política. Solo se aplaza el momento de renegar por fin también del Lenin político. Pero hace falta acabar primero con el Lenin filósofo.
La capacidad de Lenin como filósofo ha sido escatimada, en efecto, tanto por “amigos” como por enemigos jurados. Sobre los enemigos, Lenin se pronunció durante numerosas ocasiones en términos muy similares. “¡No inútilmente gustaba Lenin de repetir que es terriblemente difícil encontrar un adversario de buena fe!”. Sobre los “amigos”, ni hablar. “En verdad, hay «amigos» más peligrosos que enemigos”. Quienes más cuestionaron la capacidad filosófica de Lenin, fueron ciertamente las principales figuras y figurines de la llamada “izquierda comunista germano-holandesa” (Anton Pannekoek, Paul Mattick, H. Görter, et. al.).
“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”. Y los riachuelos filosóficos de los izquierdistas germano-holandeses terminaron, en efecto, a la mar (¿o laguna?) “que es el morir” del Anti-Bolshevik Communism, lucubrado finalmente por Mattick en 1978. Es muy natural. Quien dice A tiene que decir B.
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Escrito por Miguel Alejandro Pérez
Maestro en Historia por la UNAM.