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El objetivo imperial y sus empresas multinacionales consiste en controlar recursos estratégicos y rutas clave para distribuirlos y definir precios en el mercado mundial. En la trama del golpe militar en Malí del pasado 18 de agosto se ve con claridad su mano, aunque vinculada con la supuesta guerra de Occidente contra el terrorismo islámico. Lo ocurrido en aquel país anticipa una nueva era de expoliación neocolonial a costa de la paz y miles de vidas. México no es inmune a ese riesgo, pues las corporaciones dominan sus riquezas sin que el gobierno les ponga freno.
Nadie quiere sustos con las materias primas. En esta fase imperialista y tras los estragos económicos de la pandemia del Covid-19, la banca y las corporaciones aseguran ganancias y suministros a toda costa: golpes militares o especulación en precios de recursos estratégicos. Los actores locales y regionales suscitan poca atención geopolítica, como en el caso de Malí.
El golpe en esa república de África Occidental se tramó hace tiempo. Múltiples intereses coincidían en mantener el caos y la dependencia: Wall Street, que reúne las principales transacciones con valor global; el NASDAQ, que cotiza acciones tecnológicas; las bolsas de Tokio, Londres, Hong Kong y la Deutssche Börse alemana.
A la par están las empresas trasnacionales (ET) fundamentales en la cadena de suministro capitalista. Junto a ese capital financiero y las antiguas metrópolis, las ET aprovecharon el vacío de poder en Malí para dominar sus grandes reservas de oro, bauxita, litio, cobalto y uranio.
Mineras, automotrices y agroindustrias aspiran también a controlar la envidiable posición geográfica del país, como puerta a las costas, puente al Mediterráneo y Europa, así como el paso entre el Atlántico y el centro del continente. Por esas rutas transita el comercio legal africano y operan redes trasnacionales que trafican drogas, armas y personas, confiados en sus nexos con las mafias transfronterizas.
En medio de ese juego geoestratégico están 20 millones de malienses, de los que casi la mitad vive en el umbral de la pobreza.
Guerra multidimensional
Propiciada por la política de segregación de sus élites, Malí se divide entre el norte que alberga petróleo, uranio y gas, pero que pueblan tuaregs y bereberes que reclaman su autodeterminación, agobiados por la sequía y la hambruna; y un sur próspero que posee minas y agroindustrias de la cuenca del río Níger y es asiento del gobierno.
Golpe típico
El efecto en la inseguridad y caída económica por ese colonialismo económico desató las protestas ciudadanas, que por meses lideró el imán Mahmud Dicko. El pasado 18 de agosto, tropas del Campo Kati alegaron el impago de salarios y avanzaron a Bamako, la capital maliense.
Ese motín escaló hasta convertirse en golpe militar contra el presidente Ibrahim Boubacar Keïta, cuyo mandato expiraría en tres años, según los impugnados comicios de 2018. Como confirma la historia del último siglo en el mundo, la asonada en Malí fue articulada por un oficial entrenado en Estados Unidos (EE. UU.): el general Asimi Goita.
Ya en la capital, su primera acción fue retener al presidente Keïta y obligarlo a dimitir; así como al primer ministro Boubou Cissé, el canciller, el ministro de Finanzas y varios legisladores. Su segundo acto fue ser designado presidente del Comité para la Salvación del Pueblo (CNSP) –creado por los golpistas–; prometió elecciones “en un plazo razonable” y cerró todas las fronteras e impuso toque de queda.
Entretanto, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se limitó a instar a los militares para que volvieran a los cuarteles; igual hizo la Comisión de la Unión Africana, mientras que la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEEAO) declaró que ese motín se produjo pese a las iniciativas y mediación del organismo con todas las partes malienses.
La combinación de desigualdad y expoliación nutrió por años la dinámica de descontento que, en 2011, propició una profunda crisis política y de seguridad social en las “primaveras” del Magreb árabe. Ese vacío de poder gestó, en 2012, la antiterrorista Operación Serval de Occidente, urdida para evitar una eventual confirmación de la teoría del dominó, pues al caer Malí en el separatismo y el radicalismo islámico, sus vecinos podrían imitarlo.
Los adversarios eran tuaregs, bereberes y grupos islámicos como Ansar Dine (Defensores de la Fe), aliado con el Estado Islámico contra el imperialismo extranjero. La precariedad social, falta de infraestructura y caos económico regional llevó a los tuaregs a exigir su autodeterminación ante el gobierno que los había abandonado.
Aunque el Movimiento Nacional para la Liberación de Azawad compartió su objetivo de derrotar al Estado con los radicales islámicos de Ansar Dine, los tuaregs –eminentemente seculares– no compartieron la visión islámica radical a futuro, y desistieron de su alianza.
El Estado, en lugar de atender los reclamos de igualdad y desarrollo, acentuó su dependencia con Occidente; persistió en mantener los privilegios extranjeros sobre sus recursos y aceptó que las potencias ideasen la guerra contra el terrorismo, ahora personificado por bereberes, tuaregs e islámicos. Así detonó la guerra multidimensional.
Desde una visión geopolítica, las exmetrópolis y el islamismo radical aprovecharon ese conflicto que dejó buenos réditos a las ET. Así se vio hace dos semanas cuando, tras el golpe, el presidente francés Emmanuel Macron se posicionó política y militarmente en Malí.
Por ello, el Partido Comunista de Francia (PCF) lo llamó “oportunista” y advirtió que la injerencia extranjera en Malí y sus componentes de austeridad económica y militarización agravarán el caos imperante en ese país africano.
Tal como el PCF denunció, Occidente, que eludió su responsabilidad en la compleja crisis sistémica de Malí, favoreció todos los golpes (el de 2012 y el de agosto pasado), mientras la prensa corporativa justificó la asonada por la larga guerra del ejército contra el “terrorismo separatista”.
Caos por riquezas
Pese a sus grandes recursos, la excolonia francesa siguió en subdesarrollo y hoy solo es base de tropas europeas que dicen combatir a rebeldes islámicos en el Sahel, la franja que cruza de este a oeste el continente.
Sin embargo, su riqueza no pasa desapercibida: es el tercer productor de oro en África –en 2018 se descubrieron los yacimientos de Goulamina y Bougoni con reservas de hasta 48 millones de toneladas y 694 mil toneladas de litio– según el ministro de Minas.
La mayor reserva mundial de litio está en el Salar de Atacama, que comparten Bolivia, Argentina y Chile, y es tal su importancia geoestratégica, que por su control se produjo el golpe contra el presidente boliviano Evo Morales en la llamada Guerra del Litio.
Asegurarse el suministro de ese recurso resulta vital para las multinacionales aeronáuticas, nucleares, ópticas y de autos eléctricos, como la automotriz Tesla, que necesita litio y cobalto para las baterías de sus vehículos. Tener abasto suficiente permitirá a su propietario, el magnate Elon Musk, completar la integración vertical (fabricar todo lo que vende casi sin proveedores).
Hoy, las acciones de las mineras y otras ET suben sin parar por su visión geopolítica. Promueven pactos, como el de Musk con la corporación minera Glencore, que en 2019 firmó otro con BMW, mientras Tesla afinaba su alianza con la brasileña Sigma Lithium Resources Group, cuya concesión obtuvo del gobierno de Jair Bolsonaro.
El objetivo general está en evitar la escasez. Entre 2013 y 2018 se especuló sobre una futura falta de cobalto, por lo que se dispararon los precios y las empresas idearon cómo reducir su dependencia. Las ET negociaron con las fuerzas políticas de la República Democrática del Congo, de donde proceden casi tres cuartos del cobalto mundial.
Miopía hacia África
México y Malí establecieron nexos diplomáticos en marzo de 1977, aunque en 1961, el presidente Adolfo López Mateos envió una delegación de buena voluntad a ese país. En 2010, cuando nuestro país alojó la Conferencia de Cambio Climático en Cancún y el gobierno maliense envió una representación de 37 delegados. México condenó el golpe de 2012 y “se unió al llamado internacional” para el retorno al orden constitucional. En 2014, nos visitó la ministra de Economía y Finanzas, Fily Sissoko Bouare.
En general, la visión de los gobiernos mexicanos hacia África ha sido débil, discontinua y reactiva. Los estrategas no han descubierto qué hacer con los 52 estados de ese continente y por tanto han sido incapaces de diseñar una estrategia eficaz y consistente. Aquí hay ejemplos de ello:
Felipe Calderón ofreció duplicar el número de embajadas en África. En la segunda mitad de su sexenio se retractó, y de las 12 solo quedaron siete, criticó el experto Mauricio De Maria y Campos.
La anunciada embajada en Angola abortó y provocó el malestar del gobierno en Luanda.
La única visita a Sudáfrica fue en la toma de posesión de Nelson Mandela.
En el sexenio pasado, no hubo estrategia de acciones bilaterales o regionales de cooperación. La única visita a Sudáfrica se produjo por una razón protocolar: el sepelio de Mandela.
Este 2020, el representante mexicano ante el Consejo de Seguridad, Juan Ramón de la Fuente, anticipó que podría presidir el Comité de Sanciones de Malí para contribuir a la pacificación de ese país.
Lo mismo hicieron en Malí mineras como la británica Randgold, la mayor del sector en el mundo y las automotrices que apoyaron las mismas prácticas golpistas que en Bolivia, cuando surgió la asonada de hace días.
El antecedente de esta crisis responde al incremento en la demanda global de autos eléctricos, que impuso más presión a los países productores de litio, advirtió, en 2019, el analista Carlos Noya.
Confiada en sus extensas reservas de cobalto y litio, Tesla anunció que su planta en China será capaz de producir a la semana tres mil autos, y su planta en Alemania hasta 500 mil anuales en poco tiempo. Entretanto, las víctimas de esa ambición corporativa quedan en las minas y calles de los países proveedores.
Claroscuros en el país del Níger
1990. Se flexibilizan normas mineras y las aumentan multinacionales en el sur que adquieren predios próximos a yacimientos de oro y tierras fértiles.
1991-2001. Golpe contra el régimen de Moussa Traoré. Proceso de desarrollo y estabilización de dos décadas.
2012. En el norte se reactiva el conflicto tuareg. Miles exigen bienestar y respeto a su cultura. Se dotan de vehículos artillados y armas pesadas, y se les unen el Estado Islámico del Gran Sahara (EIGS) y Ansar Dine. Ocupan ciudades clave como Gao y Tombuctú.
2013. El EIGS y Ansar Dine toman la ciudad de Mopti a 600 kilómetros de la capital. Francia lidera la Operación Serval contra el avance islamista. En tres semanas retoma el control de puntos estratégicos y, en julio, la ONU establece su misión de estabilización MINUSMA bajo liderazgo francés para combatir a grupos rebeldes.
2014. Operación Barkhane de Francia con cinco mil hombres en el desierto del Sahel.
2015. Acuerdo de paz entre el gobierno y los grupos armados. Siguen conflictos.
2017. Hay 55 mil desplazados en el norte por conflictos; aumenta la inseguridad alimentaria.
2018. Se reelige el presidente Boubacar Keïta y la oposición denuncia fraude.
2020. Enero. Emmanuel Macron y sus homólogos del G5 del Sahel (Mauritania, Malí, Burkina Faso, Níger, Chad) se coordinan para combatir al EIGS.
Marzo. Inestabilidad tras la polémica convocatoria a comicios legislativos en plena pandemia; el secuestro del líder opositor y fallo del Tribunal Constitucional que otorga el triunfo al partido del presidente.
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Escrito por Nydia Egremy
Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.