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Continúan los lamentos del –en algunos círculos– prestigioso semanario económico conservador The Economist. La edición del nueve mayo dedica investigación, tinta y abundante frustración para comprobar lo que califican como el “lento desmoronamiento del orden internacional liberal” que predominó durante 40 años.
El rosario de quejas se inicia con la parálisis de la Organización Mundial del Comercio (OMC), considerada hasta hace poco como la portaestandarte y guardián del globalismo mercantil. Desde hace cinco años, deliberadamente han quedado acéfalas las representaciones de las grandes potencias, dejando al “libre” albedrío de los gobiernos el rechazo a la apertura de sus mercados. En las siguientes páginas desmenuza la sucesión de “desglobalizaciones” que han proliferado en el mundo, comenzando por la guerra de aranceles, no sólo entre China y EE. UU., sino ahora también entre la Unión Europea (UE) y China que, vaticinan, habrá de recrudecer en los siguientes meses. La UE está a punto de imponer elevados impuestos para impedir la presencia arrasadora de los automóviles eléctricos chinos, más eficientes y baratos que los de la pesada industria europea.
Por su parte, el gobierno del Reino Unido acaba de impedir que empresarios chinos compren una fábrica de chips y, tragándose la retórica del libre mercado, han decidido, por “seguridad nacional”, vendérsela a inversionistas norteamericanos, claramente menos competitivos. Por si fuera poco, el candidato Trump, que amenaza a los estadounidenses con un “baño de sangre” si no gana las elecciones, ha anunciado que subirá los aranceles a los productos chinos del 25 al 60 por ciento. Para no quedarse atrás, Biden acaba de subir al 100 por ciento los impuestos a la importación de autos chinos. La libertad de comercio ya no arrastra votos. Hoy lo hace el made in USA.
Al “indignante” incremento mundial de regímenes de regulación y control estatal de las inversiones extranjeras, The Economist incorpora, con sobria resignación, los reveladores gráficos del declive del comercio mundial, de la retracción de los capitales transfronterizos e incluso del comercio de servicios. Abatido ante este derrumbe del orden global liberal, el semanario enumera otras dos medidas de esta inevitable catástrofe: la primera, la acelerada divergencia de precios de los mismos bienes en países diferentes. La añorada utopía de un mercado único planetario con un precio estampilla queda aplastada por la realidad de un mundo fragmentado por mercados regionalizados y lealtades geopolíticas en la que cada país impone políticamente la diferencia de precios. Y la segunda, el reverdecer de “políticas industriales”, esto es, subsidios estatales para crear empresas, privadas o estatales, en suelo patrio a fin de garantizar “soberanía” y “autonomía” nacional en esos rubros.
Curiosamente, y a propósito de esta “tragedia” del ascenso del “nacionalismo económico”, el FMI ha publicado la investigación The return of industrial policy in data 2024. Parece que la retórica de la “eficiente asignación de recursos del mercado” ya sólo queda para los incautos y, ante lo inevitable, el FMI hace sugerencias para unas “eficientes” subvenciones que no “agraven” aún más la geofragmentación. Enumera que, mientras en el año 1990, las acciones de política industrial no llegaban ni a 70, y eran sólo en países periféricos, en 2023 se han producido más de dos mil 500 intervenciones de políticas industriales en el mundo que, ésta es una joyita lingüística del FMI, “discriminan” intereses extranjeros.
Y lo peor es que estas medidas no las encabezan países marginales, engullidos por populismos desenfrenados, sino los baluartes del capitalismo moderno: EE. UU., Europa y China, que ahora compiten en subsidios con las llamadas “economías emergentes”. Al final, el FMI se inclina por un tipo de orden global híbrido en el que el proteccionismo y las subvenciones selectivas en la industria (siempre que sean de países occidentales) se combinen con liberalizaciones de la relación salarial y de la inversión extranjera “amiga”.
Pero no sólo las grandes instituciones económicas defensoras del antiguo orden global liberal constatan su lenta fosilización, sino que son también las élites políticas occidentales las que salen a justificar esta nueva oleada soberanista. No ha sido un comunista trasnochado quien ha arrojado al “infierno” el libre comercio, sino Biden en su discurso ante los sindicalistas norteamericanos en Springfield, el 25 de enero de 2023. Y ha sido el mismísimo Jake Sullivan, Consejero de Seguridad Nacional de EE. UU., quien recibió al presidente electo de Argentina, Milei, en visita a EE. UU. en noviembre de 2023, el que semanas antes había expuesto la “estrategia industrial estadounidense” para garantizar su “seguridad nacional”. Tengo curiosidad de saber qué habrá hecho Milei con sus acartonadas frases paleolibertarias aprendidas de Murray Rothbard, al chocarse con el ferviente defensor de un “patio pequeño y valla alta”, es decir, proteccionista, para las tecnologías estratégicas estadounidenses en las áreas de Inteligencia Artificial, microprocesadores, computación cuántica y las llamadas energías verdes.
Para no quedar muy cortos ante la historia, los políticos europeos, fervientes defensores del liberalismo económico, ahora también están mudando de ropaje y asumiendo el alegato soberanista. Se trata de un travestismo ideológico obligado por la inferiorización económica frente a China. En un extenso discurso pronunciado el 25 de abril en La Sorbona, el presidente francés Macron ha expuesto de manera sistemática el fin del orden globalista y el regreso a la política de las fronteras para que la vieja Europa “no muera”. En palabras solemnes, la Europa que “compraba su energía y sus fertilizantes a Rusia, tenía su producción en China y delegaba su seguridad en EE. UU. ha terminado”.
Hay que abandonar la “ingenuidad” de las políticas comerciales de fronteras abiertas ya que “las dos principales potencias internacionales han decidido dejar de respetar las reglas del comercio”, sentencia Macron. Y para que Europa no muera, propone que hay que “ser soberanos”. Para ello, hay que aumentar “la capacidad de defensa” europea, incluida la atómica y el despliegue de “una economía de guerra” para el rearme. Como ya lo había adelantado el secretario general de la OTAN, J. Stoltelberg, los mercados no traen la armonía; sólo “las armas son el camino a la paz”.
Paralelamente, argumenta Macron, se debe impulsar una política industrial “made in Europa”. Esta mala palabra de hace siete años, cobra hoy protagonismo estratégico para el presidente francés. Y lo hace de la mano de la defensa de las “subvenciones” a empresas estratégicas, la “derogación de la libre competencia” en sectores productivos claves. Ante productos extranjeros más baratos, “hay que proteger a nuestros productores” y no “ceder ante la desindustrialización”, asevera Macron en La Sorbona. Para rematar este arrebato de proteccionismo iliberal, propone proteger aún más a sus agricultores europeos de la “desleal” competencia externa y un “golpe de inversión pública” que dinamice la economía continental. ¿Y el déficit fiscal?, no es problema para él. Hay que subir los impuestos, comenta Macron ante la mirada horrorizada de los defensores del libre comercio. “Impuestos fronterizos” a las importaciones, “impuestos a las transacciones financieras”, “impuestos a las multinacionales”.
Ni la CEPAL, anteriormente dirigida por Alicia Bárcenas, lo habría dicho mejor. Y si hay dudas de este revival del nacionalismo económico, Macron se encarga de disiparlas anunciando el control de inversiones “no-europeas” en sectores sensibles. Con razón The Economist se ahoga en un mar de lágrimas ante el irreversible derrumbe del viejo orden global. Ciertamente no es un regreso a los tiempos del norteamericano New deal de Roosevelt, ni a la quinta república de Charles de Gaulle; pero claramente es el globalismo neoliberal que cede su paso a un modelo anfibio de soberanismos regionales, liberalismos selectivos y oleadas de subvenciones y déficits fiscales elevados.
Sin embargo, nunca faltan en el teatro político los anacrónicos, como los Milei y los mileis andinos, que evocan a un “occidente” globalista y de libre mercado que ya sólo existe en la insignificancia de su furiosa retórica y en los viejos manuales con que estudiaron. Son los melancólicos esperpentos de una curiosidad colonial, que pretenden llevar a sus países a una economía de enclave o dual: un paraíso para un puñado de empresas extractivistas de materias primas de exportación, en medio de un mar de servicios precarizados. Se trata de exóticos fósiles tratados con indulgente conmiseración por un “occidente” hoy cada vez más soberanista y proteccionista, que se distrae con sus agraciados malabarismos discursivos vintage, a modo de rancio recuerdo de los dorados años de un globalismo extinto.
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Escrito por Álvaro García Linera / El Viejo Topo
(Cochabamba, Bolivia) Matemático y analista político-social.