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El arte se descompuso
Hay que decir que la tesis de un arte contemporáneo descompuesto es sumamente escasa en las voces de los especialistas.
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Así lo afirman contundentemente múltiples voces de perfiles culturales e ideológicos muy variados, e incluso opuestos. Se afirma que el “gran pasado artístico” se abandonó por completo y que, en algún momento –relativamente reciente– de la historia del arte, los artistas, junto con aquellos círculos intelectuales que les rodean, simplemente perdieron la brújula y se zambulleron en la banalidad y el sinsentido, aparentemente sin vuelta atrás.

Antonio Gramsci afirmaba que mientras la filosofía es un sistema de pensamiento orgánico y coherente en todas sus partes, el llamado sentido común es un conjunto de ideas, valores y creencias resultado de la influencia inevitable que ejerce el conjunto social sobre el individuo a través de mecanismos como la cultura, la educación, la religión, etcétera.

Pues bien, hay que decir que la tesis de un arte contemporáneo descompuesto es sumamente escasa en las voces de los especialistas. En los tratados estéticos, las historias del arte, los escritos teóricos de los artistas es improbable hallar críticas tan viscerales al arte contemporáneo como aquellas que suelen abundar en artículos y discursos de ciertos intelectuales cuya relación con el arte es más bien de consumo.

La crítica de la tesis planteada en el título puede partir de enfoques muy diversos. Tomemos brevemente, por ejemplo, el desarrollo intrínseco de la técnica artística en las artes plásticas. La conquista de la representación plástica fidedigna fue un proceso secular que sólo culminó hacia finales del Siglo XIX, cuando el academicismo francés alcanzó grados de imitación de lo natural quasi fotográficos. ¿Y después? ¿A dónde ir? Es quizá esto, precisamente, lo que no entiende el analista no especializado: el arte avanza, no se estanca nunca; es decir, los anhelos de los artistas se modifican constantemente buscando nuevos modelos de representación, y más todavía cuando un cierto modelo –en este caso la representación fidedigna de lo natural– alcanza, digamos, su non plus ultra, y por lo tanto se agota por completo.

Tomemos otro enfoque: la afirmación de que es “el capitalismo decadente” el responsable de los engendros del arte moderno. Esto es, más que un razonamiento lógico, una treta retórica que se basa en la necesidad de justificar moralmente un cierto esquema de apreciación como el único válido: el esquema clásico-romántico, que rigió el quehacer de los artistas y los gustos del público en Europa durante tres siglos. Todas las sociedades “se descompusieron” llegado el momento, es decir, entraron en decadencia. Así, Boecio sería un engendro descompuesto del Imperio Romano decadente, y Dante, a su vez, el resultado decadente de la descomposición de la Edad Media. El postulado de que “el capitalismo ya se agotó, como puede verse en su arte” es al menos antidialéctico, puesto que presupone un punto de llegada para la historia del arte, punctum perfectionis que, una vez alcanzado, permanece eterno e inmutable. Estaríamos ante el fin de la historia del arte, parafraseando al mal envejecido libro.

Una última perspectiva de esta crítica: la impopularidad del arte actual entre el público. En este hecho real se encierra un fenómeno determinado por múltiples factores. Presento brevemente dos de ellos: 1) La crítica típicamente romántica del artista incomprendido (Goethe, Beethoven) es el primer grito de protesta de los artistas contra la sociedad burguesa. Desde entonces, esa línea no ha hecho sino profundizarse. Así que el hilo conductor de esta tendencia en ciertos círculos artísticos tiene ya una larga historia. 2) El programa estético que defiende la impopularidad del arte se ha profundizado especialmente en el último siglo con la explosión comercial de la llamada cultura de masas. Frente a la avalancha de productos de entretenimiento, las voces de muchos artistas pretenden ofrecer no entretenimiento o placer, sino reflexión, crítica o incluso confrontación.

Descubrí recientemente una frase de Arnold Schönberg, compositor austriaco de la llamada Segunda Escuela de Viena, padre del dodecafonismo y, sin duda, uno de los mayores responsables de la “descomposición” del arte musical en las primeras décadas del Siglo XX. A pesar de su fuerza y concisión, la cita es casi desconocida en nuestra lengua: “La tradición no es adorar las cenizas, sino transmitir el fuego”. 


Escrito por Aquiles Lázaro

Columnista de cultura


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