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El conocimiento histórico es uno de los objetivos más importantes del hombre, porque con él orienta sus acciones en el presente y reivindica sus derechos humanos, sociales y políticos. Es, de hecho, un botín político.
Hay dos modos de concebir el conocimiento histórico: 1) Como un objeto estático e inmutable a través del tiempo, en el que funge como un estandarte donde se exhibe el desarrollo de la humanidad como un proceso ascendente o progresivo, en el que el presente es efecto necesario del pasado, que a su vez es solo el blasón que anuncia al presente; es decir, no hay modo de proponer un cambio de rumbo y lo que antecede se considera un mero recordatorio. Esta apropiación del pasado caracteriza al fascismo y a la modernidad capitalista. Y 2) como un proceso dinámico en el que el pasado se conecta con el presente, de tal forma que somos capaces de tomar decisiones con un mínimo margen de error; en este caso, hay tensión u oposición entre ambos tiempos, y no hay linealidad porque el pasado interfiere activamente en el presente y éste en el futuro; es decir, la historia es estudiada para transformar la realidad, pues el pasado se estudia no solo como un conjunto de hechos a recordar, sino como fundamento para actuar.
El neoliberalismo postula al pasado como una imagen eterna; se limita a justificar los acontecimientos porque así han sido; no hay reflexión crítica y, por tanto, no se toman acciones que intervengan en favor de las mayorías. Sin embargo, la realidad no es perenne y ha dado saltos revolucionarios que han transformado al mundo. Hace 150 mil años surgió nuestra especie, cuyos avances culturales se vieron con gran esplendor hace unos 40 mil años con la creación de una gran variedad de técnicas y expresiones artísticas. Esto es confirmado por la herencia teórica que hace 150 años dejaron Carlos Marx y Federico Engels. Su vigencia es contraria a las teorías como la de Francis Fukuyama, quien hace 27 años declaró la perennidad del neoliberalismo en su famoso libro El fin de la historia y su último hombre.
El arte, frente a los modelos económicos logra, en alguna medida, los anhelos del hombre por conseguir “la eternidad”; pues en las grandes obras artísticas que han perdurado durante milenios se hallan resquicios de perennidad rescatados del fugaz paso del tiempo en el mundo. Pero ni siquiera el arte es eterno, pues ha ido muriendo. En el sistema capitalista se ha convertido en mero entretenimiento, en representaciones que carecen de contenido social crítico, de reflexión política y proponen el absurdo, como es el caso de las obras de Ai Weiwei y Marcel Duchamp.
Pero no es suficiente inconformarnos con el estado actual del arte. Es necesario actuar políticamente para darle sentido; debemos construir un sistema verdaderamente social, en donde las obras de arte sean creadas y valoradas por el público como deben ser: una vía de conexión con lo que acontece, que brinden la posibilidad de provocar no actitudes pasivas sino conscientemente críticas, que sirvan para pronosticar el futuro y transformar el mundo.
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Escrito por Betzy Bravo García
Investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales. Ganadora del Segundo Certamen Internacional de Ensayo Filosófico. Investiga la ontología marxista, la política educativa actual y el marxismo en el México contemporáneo.