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Canciones de cuna para los niños mineros
Es "Mi casa", del poeta boliviano Alberto Guerra Gutiérrez, un ejercicio de fortaleza mental y de reconocimiento de la temporalidad de su encierro; la esperanza de volver a los espacios y a los seres amados.
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Uno de los más conocidos poemas del boliviano Alberto Guerra Gutiérrez (1930-2006) es Mi casa, escrito entre 1971 y 1972, mientras sufría prisión política bajo la dictadura de Hugo Banzer Suarez, declarado anticomunista, quien llegara al poder mediante un golpe de Estado y bajo el auspicio estadounidense. Es Mi casa un ejercicio de fortaleza mental y de reconocimiento de la temporalidad de su encierro; la esperanza de volver a los espacios y a los seres amados. El árbol, las flores, los altos ventanales simbolizan la libertad, tal como el autor la concibe: un espacio abierto en el que puede reconocer todo lo familiar.

 

Ésta no es mi casa

mi casa tiene altos ventanales

y un árbol de ramas jóvenes

limpiando celosías de lluvia

en sus cristales.

Mi casa tiene ojos claros

como el alba

y una rosa enamorada

atisbando por rendijas

de su puerta

que es mi propio corazón,

hecho de maderas dulces

y de esperanza.

 

Escrita en 1970, en la Balada de los niños mineros el poeta parece rescatar la antigua tradición de las canciones de cuna; la originalidad de la composición reside en que no pretende ocultar al niño la espantosa realidad de las familias mineras, sin los medios elementales para subsistir: insta al pequeño a guardar silencio para no irritar al Tío, deidad sincrética que custodia la mina y del que Guerra Gutiérrez dirá: “El Tío es para los mineros la representación de Huari (o Wari), el solitario dios esencial de la cultura andina, conocido y venerado por los nativos antes de la llegada de los españoles”. En la canción de cuna, el premio por dormirse no es un montón de regalos y sabrosas viandas, sino la gracia de un pan, bien supremo en medio del hambre; y todo en un ambiente irreal que insinúa que el pequeño ha sucumbido a la fiebre, cerrando para siempre sus ojos negros de aceituna, y sus labios, brasa de carbón.

 

Duérmete mi niño

pequeño minerito,

duérmete y no llores

que el “Tío” se enoja

cuando pides pan.

Cierra ya los ojos

negros de aceituna,

cierra ya tus labios

brasa de carbón.

Duérmete mi niño

pequeño minerito,

duérmete esta noche

y mañana tendrás

tibio y retostado

como luna llena,

un pan para ti.

 

Inmerso en el mismo ambiente irreal de la muerte, en La luna no pide pan –que inevitablemente nos remite a Federico García Lorca–, el dolor de una madre minera la hace ver a su hija muerta meciéndose en la luna, feliz, liberada de toda necesidad terrenal; otra vez el hambre, más espantosa tratándose de una niña; otra vez la denuncia de la miseria campeando en los hogares mineros, con una vigencia y universalidad sorprendentes.

 

La luna en el andarivel

es una niña dorada,

Juanita la ha visto

mecerse

y le ha cantado

el arrorró...

La niña ha vuelto

a la casa

para contarle a su mamá

que por las noches la espera

con un bocado de pena,

un bocado de pena

y otro bocado de pan.

–Mamita:

¡la luna en el andarivel!–

La luna es mi niña buena

que por las noches despierta;

despierta la pobre

lunita minera,

despierta y no pide

ni leche, ni pan... 


Escrito por Tania Zapata Ortega

Correctora de estilo y editora.


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