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Álvaro Mutis
Poeta y novelista, vivió su infancia en Bélgica y su juventud en Colombia, y en 1956 se residenció en México.
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Nació en Bogotá, Colombia, el 25 de agosto de 1923 y falleció en la Ciudad de México el 22 de septiembre de 2013. Poeta y novelista, vivió su infancia en Bélgica y su juventud en Colombia, y en 1956 se residenció en México. Rafael Alberti le publicó en Buenos Aires su primer libro de poesía, y el poeta E. A. Westphalen su primera novela (Lima, 1967). En 1981 se publicó, por primera vez, su obra en Colombia: Poesía y prosa. Además de sus traducciones de lengua francesa, de sus escasas y brillantes conferencias, de las pocas y muy libres prosas que publicara con seudónimo, está su obra narrativa, su Diario de Lecumberri (1959), La mansión de Araucaima (1967); sus relatos, dentro de los que se destacan El último rostro y La muerte del estratega, y su serie de siete novelas, reunidas bajo el título de Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero; la primera de ellas, La nieve del almirante, recibió el Prix Médicis en 1989. Entre sus libros de poesía, tal vez los más importantes sean Los elementos del desastre (1953), Reseña de los hospitales de ultramar (1959), Los trabajos perdidos (1964), Caravansary (1981) y Los emisarios (1984). Fue gran amigo de Gabriel García Márquez, primer lector de sus borradores y a quien el Nobel dedica la novela El general en su laberinto: “Para Álvaro Mutis, que me regaló la idea de escribir este libro”. Premio Roger Callois, Nonino-Udine, Príncipe de Asturias de las Letras, Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, Xavier Villaurrutia, Premio Cervantes. En 2000, España publicó un primer tomo de sus textos dispersos en periódicos y revistas, De lecturas y algo del mundo.

 

El húsar

                                     A Casimiro Eiger

 

I

En las ciudades que conocen su nombre y el felpudo

golpe de su caballo lo llaman arcángel de los trenes,

sostenedor de escaños en los parques,

furia de los sauces.

Rompe la niebla de su poder –la espesa bruma de

su fama de hombre rabioso y rico en deseos–

el filo de su sable comido de orín y soledad, de su

sable sin brillo y humillado en los zaguanes.

Los dorados adornos de su dolmán rojo cadmio,

alegran el polvo del camino por donde transitan

carretas y mulos hechizados.

¡Oh la gracia fresca de sus espuelas de plata que

rasgan la piel centenaria del caballo

como el pico luminoso de un buitre de sabios ademanes!

Fina sonrisa del húsar que oculta la luna con su pardo

morrión y se baña la cara en las acequias.

Brilla su sonrisa en el agua que golpea las piedras

del río,

las enormes piedras en donde lloró su madre noches de abandono.

Basta la trama de celestes venas que se evidencia

en sus manos y que cerca su profundo ombligo para

llenar este canto,

para darle la gota de sabiduría que merece.

Memoria del húsar trenzada en calurosos mediodías

cuando la plaza se abandona a una invasión de sol y

moscas metálicas.

Gloria del húsar disuelta en alcoholes de interminable aroma.

Fe en su andar cadencioso y grave,

en el ritmo de sus poderosas piernas forradas en

paño azul marino.

Sus luchas, sus amores, sus duelos antiguos,

sus inefables ojos, el golpe certero de sus enormes guantes,

son el motivo de este poema.

Alabemos hasta el fin de su vida la doctrina que

brota de sus labios ungidos por la ciencia de fecundas

maldiciones.

II

Los rebaños con los ojos irritados por las continuas

lluvias, se refugiaron en bosques de amargas hojas.

La ciudad supo de este viaje y adivinó temerosa las

consecuencias que traería un insensato designio del

guardián de sus calles y plazas.

En los prostíbulos, las caras de los santos iluminadas

con humildes velas de sebo, bailaban entre un

humo fétido que invadía los aposentos interiores.

No hay fábula en esto que se narra.

La fábula vino después con su pasión de batalla y el

brillo vespertino del acero.

“En la muerte descansaré como en el trono de un

monarca milenario”.

Esto escribió con su sable en el polvo de la plaza.

Los rebaños borraron las letras con sus pezuñas, pero

ya el grito circulaba por toda la ciudad.

El mar llenó sus botas de algas y verdes fucos,

la arena salinosa oxidó sus espuelas,

el viento de la mañana empapó su rizada cabellera

con la espuma recogida en la extensión del océano.

Solitario,

esperaba el paso de los años que derrumbarían su fe,

el tiempo bárbaro en que su gloria había de comentarse en los hoteles.

Entre la lluvia se destacaría su silueta y las brillantes hojas de los                                     [plátanos se iluminan con la hoguera

que consume su historia.

El templado parche de los tambores arroja la perla

que prolonga su ruido en las cañadas y en el alto y

vasto cielo de los campos.

Todo esto –su espera en el mar, la profecía de su

prestigio y el fin de su generoso destino– sucedió

antes de la feria.

Una mujer desnuda, enloqueció a los mercaderes…

Éste será el motivo de otro relato. Un relato de las Tierras Bajas.

III

Bajo la verde y nutrida cúpula de un cafeto y sobre

el húmedo piso acolchado de insectos, supo de las

delicias de un amor brindado por una mujer de las Tierras Bajas.

Una lavandera a quien amó después en amargo silencio, cuando ya había                                         [olvidado su nombre.

Sentado en las graderías del museo, con el morrión

entre las piernas, bajó hasta sus entrañas la angustia

de las horas perdidas y con súbito ademán rechazó

aquel recuerdo que quería conservar intacto para las

                                          [horas de prueba.

Para las difíciles horas que agotan con la espera de

un tiempo que restituya el hollín de la refriega.

Entretanto era menester custodiar la reputación de                                                  [las reinas.

Un enorme cangrejo salió de la fuente para predicar

una doctrina de piedad hacia las mujeres que orinaron

sobre su caparazón charolado. Nadie le prestó atención y los muchachos                                                   [del pueblo lo crucificaron por la

tarde en la puerta de una taberna.

El castigo no se hizo esperar y en el remolino de

miseria que barrió con todo, el húsar se confundió con

el nombre de los pueblos, los árboles y las canciones

que habían alabado el sacrificio.

Difícil se hace seguir sus huellas y únicamente en

algunas estaciones suburbanas se conserva indeleble su recuerdo:

la fina piel de nutria que lo resguardaba de la escarcha en la víspera de                                                      [las grandes batallas

y el humillado golpe de sus tacones en el enlosado de viejas catedrales.

¡Cantemos la Corona de Hierro que oprime sus sienes y el ungüento

que corre por sus caderas para siempre inmóviles!

IV

Vino la plaga.

Sus arreos fueron hallados en la pieza de una posada.

Más adelante, a la orilla de una carretera, estaba el

morrión comido por las hormigas.

Después se descubrieron más rastros de sus pasos:

Arlequines de tiza y siempreviva,

ojos rapaces y pálida garganta.

El mosto del centenario vino que se encharca en las

bodegas.

El poderío de su brazo y su sombra de bronce.

El vitral que relata sus amores y rememora su última batalla, se oscurece                            [día a día con el humo de las

lámparas que alimenta un aceite maligno.

Como el grito de una sirena que anuncia a los barcos un cardumen de  [peces escarlata,

así el lamento de la que más lo amara,

la que dejó su casa a cambio de dormir con su sable

bajo la almohada y besar su tenso vientre de soldado.

Como se extienden o aflojan las velas de un navío,

como al amanecer despega la niebla que cobija los

aeródromos, como la travesía de un hombre descalzo

por entre un bosque en silencio, así se difundió la noticia de su muerte,

el dolor de sus heridas abiertas al sol de la tarde, sin

pestilencia, pero con la notoria máscara de un espontáneo desleimiento.

Y no cabe la verdad en esto que se relata. No queda

en las palabras todo el ebrio tumbo de su vida, el paso

sonoro de sus mejores días que motivaron el canto, su

figura ejemplar, sus pecados como valiosas monedas,

sus armas eficaces y hermosas.

V

Las batallas

Cese ya el elogio y el recuento de sus virtudes y el

canto de sus hechos. Lejana la época de su dominio,

perdidos los años que pasaron sumergidos en el torbellino de su ansiosa                                  [belleza, hagamos el último intento

de reconstruir sus batallas, para jamás volver a ocuparnos de él, para                                                     [disolver su recuerdo

como la tinta del pulpo en el vasto océano tranquilo.

 

1

La decisión de vencer lo lleva sereno en medio de

sus enemigos, que huyen como ratas al sol y antes de

perderse para siempre vuelven la cabeza para admirar

esa figura que se yergue en su oscuro caballo y de

cuya boca salen las palabras más obscenas y antiguas.

2

Huyó a la molicie de las Tierras Bajas. Hacia las

hondas cañadas de agua verde, lenta con el peso de las

hojas de carboneros y cámbulos —negra sustancia

fermentada. Allí, tendido, se dejó crecer la barba y

padeció fuertes calambres de tanto comer frutas verdes y soñar incómodos                                                               [deseos.

 

3

Un mostrador de zinc gastado y húmedo retrató su

rostro ebrio y descompuesto. La revuelta cabeza de

cabellos sucios de barro y sangre golpeó varias veces

las desconchadas paredes de la estancia hasta descansar, por una corta noche, en el regazo de una paciente

y olvidada mujerzuela.

 

4

El nombre de los navíos, la humedad de las minas,

el viento de los páramos, la sequedad de la madera, la

sombra gris en la piedra de afilar, la tortura de los

insectos aprisionados en los vagones por reparar, el

hastío de las horas anteriores al mediodía cuando aún

no se sabe qué sabor intenso prepara la tarde, en fin,

todas las materias que lo llevaron a olvidar a los hombres,

                                     [a desconfiar de las bestias

y a entregarse por entero a mujeres de ademanes amorosos y piernas de

                                                                          [anamita;

todos estos elementos lo vencieron definitivamente,

lo sepultaron en la gruesa marea de poderes ajenos a su estirpe

maravillosa y enérgica.


Escrito por Redacción


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