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El populismo es hoy una de las palabras más usadas en el argot político. En palabras de la mayoría de sus estudiosos, es un término confuso o camaleónico porque adquiere distintos significados, dependiendo del contexto y lugar donde se le sitúe. Desde la segunda mitad del Siglo XX, cuando la palabra recobró fuerza y, sobre todo, se diferenció de los sentidos que previamente le habían dado los populistas rusos (naródniki) o los miembros del Partido Populista estadounidense, quienes ubicaban al populismo como sinónimo de pueblo, sociólogos e historiadores se dieron a la tarea de definirla, entenderla, precisarla y explicarla. Unas veces se distinguió por tratarse de un movimiento, de una “lógica política”, una estrategia; y otras veces porque era un síndrome o simplemente una forma de discursar y hacer retórica. También se cuestionó si no se trataba más bien de una ideología que de una teoría política. Sin embargo, nunca llegó a un consenso sobre un significado único.
Pese a esta irresolución, las discusiones revelaron lo que no incluía el término. Entonces, y ahora en el Siglo XXI, los analistas afirman que uno de los elementos más sobresalientes que enfrentan al populismo es la “democracia liberal”, porque ésta tiene como fundamento su apego a las normas constitucionales que garantizan los derechos de los individuos por medio de la división de poderes e instituciones; es decir, el llamado “Estado de Derecho”, el cual se contradice con el populismo, que se caracteriza porque tiende hacia el autoritarismo so pretexto de superar a las democracias existentes.
Hasta ahora se aclara, para disgusto de unos, que el populismo contemporáneo –en oposición a las teorías políticas que se sustentan en un sistema filosófico claramente definido– no tiene un corpus teórico y mucho menos es asumido consciente y voluntariamente por los “populistas”. Es, más bien, un mote que se impone a quienes de facto se oponen a la “democracia liberal”, a los adversarios políticos de ésta, como si tal democracia fuera el sistema político ideal y más acabado que pueda experimentar la humanidad.
Si bien es cierto que algunos analistas del Siglo XX destacan los elementos que no contribuían a definir el populismo –ya que se trataba de un adjetivo impuesto que carecía de un fundamento teórico– estudios posteriores concluyeron que dicha categoría política solo pudo ser resignificada, alimentada y retroalimentada en un contexto histórico específico: la etapa que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Sin este factor histórico resultaba difícil explicar su resurgimiento; de manera que este factor desembozó su verdadera naturaleza y su función.
En lo que va del Siglo XXI, el uso del término no ha cambiado drásticamente. Si en el Siglo XX la palabra populismo se utilizó para desacreditar a los gobiernos que se oponían a las democracias occidentales; ahora lo que difiere es precisamente el contexto histórico y no el significado. En el Siglo XXI, el epíteto populista no solo se aplica a quienes plantean alternativas diferentes a la “democracia liberal” sino también, como lo hacen de manera indiscriminada los opinólogos de los grandes medios de comunicación, a los gobernantes con tendencias autoritarias o que se autodenominan de izquierda o derecha. Son aquéllos, por tanto, quienes, en su tarea de comunicadores, han propagado el uso de la palabra sin reparar en las diferencias fundamentales entre cada gobierno o corriente. Así como califican de populista al gobierno ruso de Vladimir Putin, antes lo hicieron con el del expresidente estadounidense Donald Trump, sin advertir que entre ambos hay un sinfín de diferencias, sobre todo ideológicas, que no se explican a partir del término. Para los mass media son populistas porque ambos son autoritarios; y son autoritarios porque son populistas, punto.
Escrito por Victoria Herrera
Maestra en Historia por la UNAM y la Universidad Autónoma de Barcelona, en España.