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Así, pues, El Capital, ha llegado hasta nosotros y sigue vigente conforme a la terca realidad. “El misterio de la virtud del capital para valorizarse a sí mismo tiene su clave en el poder de disposición sobre una determinada cantidad de trabajo ajeno no retribuido”, dijo Marx. Es decir, el capital paga al obrero lo que necesita para vivir y reproducirse, así se explica que dure trabajando treinta, cuarenta y hasta más años y así se explica que ya hayan existido en el mundo varias generaciones de obreros explotados y haya la posibilidad –si no se hace nada– de que puedan existir todavía más. Pero lo que el obrero necesita y cobra para vivir y reproducirse es muy diferente, mucho muy inferior a lo que produce; la diferencia, “el misterio”, “la clave”, se denomina plusvalía y explica las riquezas inmensas que se acumulan en unas cuantas manos que, además, no trabajan.
Explica, sobradamente también, por qué, para existir y crecer continuamente, el capital necesita cada vez más obreros para ponerlos en acción, para someterlos a realizar una determinada cantidad de trabajo no retribuido. Necesita también, obvio es añadirlo, disponer de una inmensa variedad y cantidad de materias primas, incluyendo, por supuesto, la tierra y el agua, que convierte en medios para producir y en productos finales y requiere disponer de las rutas terrestres y marítimas para llevarlas a los centros en donde entra en acción ese trabajo. Finalmente, necesita que los productos terminados que llevan adherido el tiempo de trabajo ajeno no retribuido, se vendan, se conviertan en dinero para estar en condiciones de separar y embolsarse el nuevo valor producido.
Este modo de producción es el capitalismo. Así se llama. Requiere obreros, medios de producción, materias primas y compradores y, cuando crece y se desarrolla al interior de un país, como sucedió en Inglaterra a comienzos del Siglo XIX, tiene que expandirse, lanzarse más lejos a buscar y conseguir todo lo necesario en cada vez mayores cantidades y si hay pueblos que habitan esas otras tierras y aunque sea de manera precaria se benefician de sus recursos, los conquista y somete, generalmente por la fuerza. Así surgió la fase superior del capitalismo, el imperialismo. John A. Hobson escribió en 1902 una obra memorable que se llama, precisamente, Imperialismo con referencia a este proceso y ahí dijo, “… en los últimos sesenta años… una serie de naciones europeas, y primero y principalmente Gran Bretaña, se anexionaron o ejercieron mediante algún otro procedimiento su soberanía política en dilatadas regiones de África y Asia, en numerosas islas del Pacífico y en otras partes”.
Así se explica que, también según Hobson, “era natural que el recién fundado Imperio alemán, rodeado como estaba de poderosos enemigos y de aliados poco fiables, y viendo cómo su juventud más audaz y emprendedora emigraba atraída por Estados Unidos y otros países extranjeros, pensara en formar un imperio colonial”. Uno de esos “pensamientos” fue en aquel entonces el proyecto de fundar una patria para los judíos, ya para entonces muy reprimidos y perseguidos en Europa. No fue, por tanto, ninguna casualidad que el importantísimo ideólogo del sionismo moderno, Theodor Herzl, un periodista judío vienés, haya viajado por primera y única vez en su vida a Palestina en 1898, coincidiendo con el viaje que a ese destino hiciera Guillermo II, el Kaiser que años después habría de firmar la orden de movilización de Alemania para participar en la Primera Gran Guerra Mundial.
Alemania no logró hacer realidad sus aspiraciones imperialistas, después de una espantosa matanza en toda Europa, fue derrotada, obligada a firmar el Tratado de Versalles y sometida a unos enormes pagos en reparaciones de guerra que terminó de liquidar hasta 92 años después. El Imperio Otomano, por su parte, aliado de Alemania en esa Gran Guerra y que tenía bajo su dominio a la región de Palestina, tuvo que rendirse y firmar el Armisticio de Mudros.
La iniciativa imperialista pasó a otras manos cuando ya era inminente la derrota de la Triple Alianza. Así se explica la carta que envió el dos de noviembre de 1917 el ministro inglés de Relaciones Exteriores, Henry James Balfour, al magnate judío Barón Lionel Walter Rotschild en la que le aseguró que “El Gobierno de Su Majestad contempla con beneplácito el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo”. ¿Comprensión? ¿Humanismo del gobierno de Su Majestad?
Nada parecido. El país imperialista más poderoso del momento vio la oportunidad de aprovecharse del sufrimiento secular de los judíos e impulsar la idea de establecer un país propio de ellos en las tierras de Palestina que habría de abandonar el agonizante Imperio Otomano. Nada le importó que en aquel entonces el 94 por ciento de los pobladores de la zona fueran árabes palestinos. El sionismo es una doctrina política surgida a fines del Siglo XIX, que se sustenta en el nacionalismo judío y se basa en la idea de que debido a la incompatibilidad de los judíos y los países en los que han vivido, principalmente en Europa del este, preconiza la emigración a Palestina para ahí fundar un Estado judío (Sión es una colina con tradición religiosa cercana a Jerusalén).
“Debemos expropiar suavemente la propiedad privada de las propiedades que se nos han asignado –había escrito Theodor Herzl en su diario en 1895–, trataremos de animar a la población sin un centavo a través de la frontera buscando empleo para ella en los países de tránsito, al tiempo que le negamos empleo en nuestro propio país. Los propietarios vendrán a nuestro lado. Tanto el proceso de expropiación como la expulsión de los pobres deben llevarse a cabo de forma discreta y circunstancial”. El mortal proyecto imperialista disfrazado de sionista encabezado por Gran Bretaña recibió fuerte impulso después de la Primera Guerra Mundial. La sentencia de muerte para un pueblo entero estaba ejecutándose.
La Oxfam estimó que casi 46 mil muertes reportadas en México fueron consecuencia de las emisiones de dióxido de carbono que genera el uno por ciento más rico.
A partir del veredicto de culpabilidad, Merrick Garland, fiscal general de EEUU dijo que “Juan Orlando Hernández abusó de su condición de presidente de Honduras para convertir a su país en un narcoestado".
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".