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Sumido en la desesperación por una otoñal ruptura amorosa, el 18 de febrero de 1938, a los 63 años, el gran poeta argentino Leopoldo Lugones decidió terminar con su vida ingiriendo whisky con cianuro. Sobre la mesa, una escueta misiva: “Que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos”. Su vida, así como su vasta y multidisciplinaria obra, han sido objeto de escrutinio desde distintos enfoques y es inevitable que, en muchos de ellos, nada tenga que ver el aspecto literario ni el análisis de su obra poética, sino el juicio por su adhesión política a la dictadura de José Félix Uriburu; a este juicio, que en gran medida lo ha relegado a la historiografía literaria, obviando su valiosa aportación al desarrollo de la lírica hispanoamericana, contribuyeron grandemente los radicales cambios en su posición política y militancia partidista en la Argentina de su tiempo, antes de una paulatina caída en brazos del ocultismo, que produciría interesantes relatos de misterio ambientados en las ruinas de la antigua civilización egipcia (Cuentos fatales, 1924). Algunos de sus biógrafos, incluso, afirman que en los últimos años perteneció a sociedades secretas y teosóficas.
En Fatalidad, poema antologado en el número 90 de la colección Material de lectura, de la UNAM, confluyen numerosos rasgos modernistas. Al tópico de la ruptura amorosa, del idealizado e imposible amor y la dolorosa separación, se une el escapismo, el deseo de huir de la realidad, en este caso a través de la supresión de los sentidos. La voz lírica intenta renunciar primero a la vista, el sentido más “civilizado”; pero el recuerdo visual de la amada irrumpe en su mente con mayor fuerza.
Rogué al amor, por no verte,
que me cegara como él.
Perdí la vista y tu imagen
flotó en mi sombra más fiel.
La musicalidad es un aspecto que reviste especial importancia para la lírica modernista; es tan relevante, que los poetas de esta escuela, entre los que Lugones ocupa un puesto de honor, se encargaron de la renovación y perfeccionamiento de la rima y el ritmo, la versificación a base de pies acentuales y el cultivo y creación de diversos metros (eneasílabos, alejandrinos, vigintasílabos, versos libres, etc.). La percepción sensorial es fuente de dolor; y como renunciar al sentido de la vista no ha funcionado, intenta dejar de oír; entonces, la memoria auditiva triunfa sobre la sordera material y la voz de la amada renace en su mente, más sonora que antes.
Cansado de tus desdenes,
ensordecer le pedí.
Todo calló; más tu acento,
seguía cantando en mí.
El mismo destino corren otros dos de los sentidos: gusto y olfato, tal vez los más “sensuales”, en oposición a “intelectuales”. Pero habiendo perdido físicamente la capacidad de oler y degustar, el inolvidable perfume de la amada y la amarga tortura de la realidad siguen atormentándolo. Tendría que haber perdido la memoria (y no solamente los sentidos) para eliminar el sufrimiento. El amor y el desamor no pueden explicarse exclusivamente por la influencia del mundo sensorial.
Al exceso de sus penas,
perdí olfato y paladar.
Más tu aroma y mi amargura
nunca los pude borrar.
La profunda admiración por el pasado grecolatino, el helenismo de Lugones, aparece de manera sutil, apenas apreciable en este fragmento de su obra. Sería necesaria la lectura de Fatalidad en relación con un corpus más amplio para apreciar el platonismo implícito cuando sostiene que en el dolor emocional que provoca la ruptura amorosa confluyen lo físico y lo mental, volviendo imposible la fuga por la mecánica supresión de los sentidos. Y aquí, la eliminación de lo sensorial se asocia a la siniestra sombra que ya entonces se cernía sobre el ánimo del poeta.
Que insensible me tornara,
fuera fácil petición,
pues mi dolor y mi vida
ya una misma cosa son.
Solo me resta pedirle,
para alcanzar la quietud,
que me dé muerte y olvido
en anónimo ataúd.
El ataúd es ese objeto al que renuncia en su carta póstuma y que en Fatalidad toma la dimensión de un símbolo, uno de sus favoritos. Es la última morada para el cuerpo material, en ella, el doliente esperaría la liberación del tacto, de todo movimiento, conquistando al fin la paz. Pero una idea sorpresiva y angustiante invade al poeta, convencido de que el alma no muere cuando el corazón humano deja de latir.
Pero una duda me asalta
bajo esta pena fatal:
¿Y si es el alma la herida?...
¿Y si el alma es inmortal?...
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.