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Las verdades complejas no se deciden por mayoría (I de II)
La condena mundial contra la “invasión” de Ucrania por la Federación Rusa es aplastantemente mayoritaria, pero eso no es prueba concluyente de que las cosas sean como esa prensa dice y difunde.
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Ciertamente, la condena mundial contra la “invasión” de Ucrania por la Federación Rusa es aplastantemente mayoritaria, pero eso no es prueba concluyente de que las cosas sean como esa prensa dice y difunde. Los problemas complejos en general, y muchos políticos en particular, no se pueden resolver por mayoría de votos.

En mi opinión, la guerra entre Ucrania y Rusia era inevitable y estaba decidida desde bastante tiempo atrás. No es, por tanto, simple culpa de la prepotencia y del abuso del “dictador populista” que gobierna Rusia, como aseguran los medios. Esa guerra, que ni el presidente Putin ni su país deseaban, como lo demuestran todos sus esfuerzos y paciencia para entenderse con el gobierno ucraniano y con sus manipuladores, los así llamados líderes del “mundo libre”, es el último eslabón de un conflicto irresuelto que nació junto con la fase imperialista del capitalismo a finales del Siglo XIX y principios del XX. Me refiero al problema que comenzó como una disputa por el reparto del mundo entre las distintas potencias que alcanzaron simultáneamente la fase imperialista de su desarrollo y que, en su evolución natural, ha acabado convirtiéndose en una lucha por la hegemonía mundial. Es un hecho reconocido que la Primera Guerra Mundial (1914-1918) se originó por la exigencia de Alemania de volver a repartir el mundo, reparto que ya estaba totalmente concluido cuando ella hizo su entrada como nueva potencia económica. Esa primera división, en la que ella no participó, la dejaba sin mercados para su producción industrial creciente y sin fuentes seguras de materias primas y recursos energéticos.

La derrota de Alemania propició que el problema, lejos de resolverse, se agravara con las drásticas sanciones y las desproporcionadas reparaciones de guerra que le impusieron los vencedores en el Tratado de Versalles. Ésta fue la causa del arribo de los nazis al poder y de que, apenas 20 años después de la primera, Alemania desencadenara la Segunda Guerra Mundial, mucho más destructiva y sangrienta que la anterior. Pero esta vez, la pretensión de Hitler y su pandilla ya no era un nuevo reparto del mundo, sino el dominio absoluto del planeta entero. Tal pretensión implicaba necesariamente la eliminación física o la esclavización total de los pobladores autóctonos, de las “razas inferiores”, para sustituirlos con miembros de la raza superior, de la raza aria de pura sangre. Ésta fue la causa del refinamiento teórico que los ideólogos nazis le imprimieron a la teoría de la superioridad racial y también de los peores crímenes cometidos contra las poblaciones de los territorios tomados o conquistados.

El plan de Hitler estaba bien trazado: Alemania se apoderaría de Europa entera (oriental y occidental); conseguido esto, se lanzaría sobre la URSS para adueñarse de la parte europea del país, eliminar a todos los “perros eslavos” que pudiera y empujar al resto más allá de los Urales, donde crearía una república de esclavos al servicio de Alemania. Japón, por su lado, conquistaría el Pacífico Oriental y los países del Lejano Oriente, logrado lo cual, Inglaterra sería el último y débil obstáculo entre Hitler y América. África, movida por el temor o la conveniencia, caería en sus manos como fruta madura. El último zarpazo de la bestia nazi sería, pues, América y los Estados Unidos, cuya conquista le otorgaría el dominio mundial indisputado. De hecho, fue la comprensión de las líneas generales del plan nazi por el presidente Roosevelt lo que lo decidió a preparar a su país para entrar en la guerra, lo que ocurrió el siete de diciembre de 1941 tras el ataque japonés a Pearl Harbor.

La coalición de facto (nunca se celebró un pacto formal) entre Occidente y la URSS logró derrotar a Hitler, pero no resolvió el problema de un nuevo reparto del mundo negociado entre los vencedores. Esto se aplazó para mejor ocasión. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial trajo consigo cambios profundos, como no podía ser menos. Francia y Gran Bretaña perdieron la mayor parte de sus “posesiones de ultramar” y contrajeron enormes deudas con EE. UU. para financiar la guerra; la URSS, por su parte, sufrió grandes pérdidas materiales y humanas, su economía quedó muy debilitada e impotente para jugar un rol decisivo en la ordenación del mundo de posguerra. EE. UU. fue el único país entre los beligerantes cuyo territorio no fue tocado por la guerra, las bajas de su ejército no rebasaron el 0.3 por ciento de su población y, en cambio, obtuvo cuantiosos intereses por los créditos concedidos e hizo grandes negocios con la venta de armas y otras vituallas a los aliados europeos. Esta situación de clara superioridad frente a todo el mundo de la posguerra fue la que le permitió declararse el verdadero vencedor de Hitler y, por tanto, el único con derecho a reorganizar y gobernar al planeta entero.

De inmediato, sus ideólogos y políticos comenzaron a elaborar un plan para hacer realidad la reconfiguración de la sociedad de la posguerra, seguros de que su “triunfo” les daba la autoridad suficiente para rehacer el mundo a su imagen y semejanza. Fue así como se forjó y se echó a circular la doctrina del “destino manifiesto”. Casi sin sentirlo, pues, los norteamericanos hicieron suya la herencia de Hitler sobre la hegemonía mundial y comenzaron a actuar para hacerla realidad. A partir de ese momento, el objetivo central y casi único de la política exterior norteamericana fue asegurar y extender su poderío sobre el resto de los países, utilizando como pretexto la “preservación de la paz” y la difusión de la democracia al estilo americano hasta el último rincón del planeta. Sin embargo, la realidad era otra. En febrero de 1948, George Kennan, destacado diplomático e historiador y uno de los creadores de la Guerra Fría, escribió: “Tenemos alrededor del 50 por ciento de la riqueza del mundo, pero solo el 6.3 por ciento de su población (…). En esta situación no podemos evitar ser objeto de envidia y resentimiento. Nuestra tarea real en el periodo que se aproxima es la de diseñar una pauta de relación que nos permita mantener esta posición de disparidad sin detrimento de nuestra seguridad nacional”.

 Donald Rumsfeld, secretario de Defensa norteamericano, en un discurso pronunciado el 19 de octubre de 2001 ante las tripulaciones de un grupo de bombarderos, dijo lo siguiente: “Tenemos dos opciones. O cambiamos la forma en que vivimos o cambiamos la forma en que viven los otros. Hemos escogido esta última opción. Y sois vosotros los que nos ayudaréis a alcanzar ese objetivo.” (Ambas citas en Josep Fontana, Por el bien del imperio, pp. 12 y 13). El mismo historiador añade: “Estos objetivos, y esta doctrina, siguen vigentes hoy (2011). En pleno reflujo de las guerras de Irak y Afganistán, el Pentágono se está preparando para la campaña contra el próximo rival, China, con el propósito de obstaculizar su pretensión de dominar el mar del Sur de China, una zona de una extraordinaria riqueza en recursos naturales.” El objetivo de dominio mundial absoluto y su vigencia actual quedan perfectamente claros y demostrados en estas citas del historiador catalán.

Es una idea muy difundida que la Guerra Fría comenzó al final de la Segunda Guerra Mundial. Esto no es verdad. Aunque el periodista Walter Lippmann inventó el nombre en estas fechas, el hecho mismo comenzó mucho antes, casi al mismo tiempo que la Revolución de Octubre de 1917, y sus verdaderos creadores fueron el presidente Thomas Woodrow Wilson y su secretario de Estado Robert Lansing. Ambos, feroces anticomunistas, se negaron rotundamente a reconocer al gobierno de Lenin e iniciaron la política de aislamiento diplomático, comercial, financiero y tecnológico de Rusia. Aunque con fingidas reticencias y maniobras dilatorias, Wilson financió la contrarrevolución de los “blancos”, apoyó la invasión de los aliados en el lejano norte ruso y, finalmente, desembarcó sus tropas en Siberia. El historiador norteamericano Ronald E. Powaski lo cuenta así: “No cabe duda de que la decisión de Wilson de intervenir en la guerra civil rusa agudizó las suspicacias de Stalin sobre los objetivos últimos de Estados Unidos. Por esta razón, podemos considerar que los orígenes de la Guerra Fría se remontan a este periodo”. (Powaski, La Guerra Fría, p. 49).

Pero es un hecho que el fin de la guerra provocó una intensificación de la Guerra Fría a niveles no vistos hasta entonces. Esto se debió a dos factores esenciales: la euforia triunfal de los norteamericanos que los hizo sentirse llamados a consumar el sueño de Hitler y el hecho de que, bajo la mano férrea de Stalin, el socialismo se extendió a casi toda Europa Oriental y la URSS se recuperó del desastre con una rapidez inesperada para sus enemigos. Como consecuencia, se profundizó y diversificó el cerco económico, financiero, comercial y diplomático de la URSS y se incorporaron dos elementos nuevos a la Guerra Fría: un corporativo mediático fuertemente centralizado y supervisado para controlar sus contenidos y la creación de la OTAN, el brazo armado de EE. UU. en Europa. Esto abrió dos poderosos frentes de lucha contra el bloque socialista: el mediático y el militar, que comenzaron a actuar de inmediato. Como sabemos, la campaña mediática contra el “peligro comunista” que amenazaba con la conquista del mundo y contra la dictadura del proletariado que suprimía sin miramientos todos los derechos y libertades del ciudadano, fue verdaderamente atroz, despiadada, carente de escrúpulos y del mínimo respeto por la verdad, a grado tal que Josep Fontana opinaba que debió llamarse “guerra sucia” y no Guerra Fría.

Pero fue absolutamente eficaz, no cabe duda, y fue la clave para el triunfo de los Estados Unidos en la Guerra Fría. Fue tan exitosa y caló tan hondo la guerra mediática de Occidente contra el bloque socialista que hasta el día de hoy las masas populares siguen temiendo y odiando al comunismo y a los rusos como a sus peores enemigos, y siguen creyendo que Estados Unidos nos salvó de un peligro terrible, aunque nadie sepa a ciencia cierta en qué consistía ese peligro. Llegados a este punto, es necesario volver la vista al otro frente de la lucha por la hegemonía mundial. ¿Cuál fue el propósito de crear el poderoso brazo armado europeo de la OTAN? Conviene recordar que esta “alianza” militar fue creada en 1949 con un total de 12 países miembros. Para esas fechas, la URSS aún no salía de la postración en que la sumió la guerra; y la República Popular China estaba en pañales o no había nacido aún. Por tanto, ni una ni otra podían estar en la mira del imperialismo. Fue Stalin, con la perspicacia que le reconocen amigos y enemigos, el único que dio en el clavo: la OTAN era una necesidad urgente pero no para combatir a los enemigos sino para asegurar el control y la sumisión de los países amigos, es decir los miembros de la actual Unión Europea. Esto no excluye, naturalmente, que los norteamericanos temieran una posible reactivación de la URSS y que también pensaran en ella a la hora de construir la “alianza”, pero no como el objetivo principal e inmediato. Como vimos más arriba, la OTAN no jugó ningún rol determinante durante todo el tiempo que duró la Guerra Fría; su papel fue esencialmente amenazante y disuasivo.

Pero con la victoria del imperialismo en la Guerra Fría, las cosas cambiaron. En primer lugar, perdió toda razón de ser la OTAN vista como arma contra el enemigo vencido. Muchos partidarios de Occidente y otros más engañados por su propaganda, pensaron que desaparecería, como había desaparecido ya el Pacto de Varsovia, su contraparte socialista, pero se equivocaron rotundamente. Lejos de desaparecer, la OTAN continuó ampliándose y fortaleciéndose, poniendo así al desnudo que su objetivo no era acabar con el comunismo sino conquistar la hegemonía mundial. En segundo lugar, dado que la guerra mediática de Occidente se había fundamentado en un discurso construido a base de una falsa moral, valores falsos y falsas promesas de progreso compartido, paz y bienestar para todos, resultaba ahora peligroso continuar con la vieja política rapaz y depredadora a cara descubierta. Había que esconderse detrás de nuevas “teorías económicas” como el fundamentalismo de mercado o neoliberalismo y la globalización; se lanzó una verdadera cruzada universal por los derechos humanos, por la democracia y por la libertad de los pueblos para justificar las agresiones unilaterales, las revoluciones de colores y los ataques con ejércitos privados integrados por mercenarios de nuevo cuño.

Pero con disfraz y sin él, la arremetida imperialista tras la caída del bloque socialista ha sido vasta y brutal. “Tras la caída de la Unión Soviética, Estados Unidos levantó el pie del freno. La invasión de Panamá a finales de 1989 fue un ensayo para lo que seguiría después. Poco después fue el turno de Irak, Yugoslavia y Somalia. Más tarde seguirían Afganistán, Yemen y Siria. Además de las intervenciones militares abiertas, Estados Unidos emprendió cada vez más “guerras híbridas” o “revoluciones de colores” para provocar un cambio de régimen, lo que no funcionó en todas partes. Así lo intentaron en Brasil, Bolivia, Venezuela, Cuba, Honduras, Nicaragua, Georgia, Ucrania, Kirguistán, Líbano y Bielorrusia. Por otra parte, más de veinte países fueron objeto de sanciones económicas.” (Marc Vandepitte, rebelión.org, 11 de febrero de 2022).

El cinco de febrero de 2002, el Servicio de Investigaciones del Congreso (CRS en inglés), dependiente de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, publicó una compilación de los casos en que Estados Unidos hizo uso de sus fuerzas armadas en el exterior (…) a los efectos de proteger a ciudadanos de Estados Unidos o promover los intereses del mismo país. “El informe inicial de CRS enumera nada menos que 300 casos, el último de los cuales fue la intervención armada y bombardeo de Kosovo en noviembre de 2001. Por lo tanto, excluye todo lo que vino después: la guerra de Irak, iniciada en 2003 y que se extendió hasta 2011; la intervención militar en Somalia en 2007; en Libia en el 2011 y las operaciones militares en Yemen, Pakistán y Somalia entre 2011 y 2012 y las desatadas en contra del gobierno de Siria a partir de 2014. Por eso el cálculo final arroja 315 casos (…). Ningún otro país del mundo ostenta tan ominoso récord, algo digno de tenerse en cuenta en momentos en que la aplastante mayoría de los medios de comunicación y las redes controladas por el imperio se empeñan en demonizar a Rusia…” (Atilio Borón, Cubadebate, tres de marzo).

En algunas de estas guerras por la “democracia, la libertad y los derechos humanos” ha tenido participación la OTAN; pero en general, como las mismas citas aclaran, los agresores han escondido la mano y la cara recurriendo a las “revoluciones de colores” o a los grupos de mercenarios armados y financiados por ellos, como el Daesh en Siria o la Hermandad Musulmana en Egipto y Libia. A pesar de esto, la OTAN ha seguido creciendo y armándose. Como dijimos antes, al nacer contaba con 12 países miembros; en 1997, cuando se firmó el Acta Fundacional Rusia-OTAN, contaba con 16 miembros, cuatro más en 48 años; en la actualidad cuenta con 30 miembros, es decir, 14 más en solo 25 años. Esos 14 miembros, según la nota de Marc Vandepitte ya citada, son: Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumania, Eslovenia, Croacia, Montenegro, Albania, Macedonia del Norte y Bulgaria. En resumen, se trata de las repúblicas surgidas del desmembramiento de Yugoslavia, llevado a cabo por la misma OTAN a finales de 199l; de los países exsocialistas de Europa Oriental y de las tres repúblicas bálticas que formaron parte de la URSS.


Escrito por Aquiles Córdova Morán

Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.


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