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Gladys Castelvecchi
Perteneciente a la Generación del 45, tuvo actividad pública y compromiso ciudadano por la causa de la democracia, por lo cual fue víctima del Terrorismo de Estado, sufriendo destitución, secuestro y prisión.
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Poetisa uruguaya, nació en Rocha el 26 de noviembre de 1922.  Perteneciente a la Generación del 45, tuvo actividad pública y compromiso ciudadano por la causa de la democracia, por lo cual fue víctima del Terrorismo de Estado, sufriendo destitución, secuestro y prisión prolongada en el penal Punta de Rieles, donde permaneció dos años y medio; parte de sus vivencias en aquel sitio las relata en el poema Cojones. Su primera obra publicada, No más cierto que el sueño, apareció en 1965. Pasaron dieciocho años antes de que volviera a escribir. 

Al salir de la cárcel, impedida de ejercer la docencia, se ganó la vida como artesana, hecho que recuerda Rosario Peyrou en su artículo Entre la luz y la sombra publicado en septiembre de 2008.

En 1983 publicó Fe de remo, seguido de Ejercicios de Castellano (1984), Calendarios (1985), Animal variable (1987), Claroscuro (1992) y Por costumbre (1994). En su obra póstuma se publicó Algunos apuntes (2010), editado por su hija Vanina Arregui. En una entrevista realizada luego de la publicación de Calendarios (la creación es un misterio absoluto), Alfredo Alzugarat le pregunta por Cómplices fieles, obra anunciada, pero hasta entonces inédita. Castelvecchi responde: “todavía está a medio hacer. Trata de las cosas que nos acompañan toda la vidaˮ.

Gladys Castelvecchi murió en Montevideo el 26 de mayo de 2008. El obituario de la Asociación de Profesores de Literatura del Uruguay la define como “sólida en saberes, entusiasta de la enseñanza que ejerció desde una perspectiva crítica y renovadora, representante digna de la generación solvente que emergió en la década del 60, de la que supimos recibir las mejores enseñanzasˮ.

 

Animal peligroso

Si fuera dable enfrentarse a uno mismo,

al rostro –por ejemplo– al que lleva esos ojos que lo ignoran.

O a nuestro propio oleaje de miradas

–catalogarlas, gozarlas, padecerlas–.

O a las manos

lealmente de frente

como hurtamos las manos a los otros.

O a la espalda cuantiosa.

Solo eso:

verse el peligroso animal,

el cuerpo-desmesura.

Conocerlo continuo, indiviso, flagrante.

Y no morir de asombro ante el desconocido,

aunque nos fuera permitido elegirle

el más alto espejismo.

Y no morir de asombro, de azoro,

de incautela.

 

Cojones

Tenía un solo riñón y ella lo usaba

como un rengo a su muleta

para romper el aire y caminar la tierra

por la que trabajaba.

En el Penal de Punta de Rieles

el Reglamento le otorgaba a su riñón

(a su carita esmirriada, ojos de mirar lejos,

dientes de liebre sonriente),

en vez de grasa y guiso,

arroz blanco, un huevo duro o un churrasco.

El “régimen” lo recetaba el doctor

y lo aprobaba –o no– el Comando.

“Usted sabe”, le repetía el doctor

con devoción humilde de pantufla.

Cuando era no –ese derecho

sobre riñones presos y enfermos

tienen los salvadores–

la carita se volvía exangüe

porque el riñón, muerto de pudores,

se desgraciaba a chorros.

Las compañeras

le tejían manzanas de corazón inmenso

y a todas les dolían los riñones.

Un día la llevaron al Hospital Militar.

Un día la trajeron en agonía

con su riñón y todo. (¿Para qué?)

Al Sector la trajeron.

No permitieron –impunemente– que nadie

la ayudara a cargar su bultito de ropas

ni el paso temblequeante.

Agonizó toda esa noche –todas agonizaban.

Se la llevaron al Hospital.

Antes de irse, como un rengo terco,

se abrazó de cada compañera,

las abrazó y les dijo que me muero.

Las mujeres se ajustaron manos, brazos,

cojones,

se prendieron a gritos a la reja y “ellos”

tuvieron que decir

murió.

Al alba se sacaba al tendedero las ropas

lavadas. Cada Sector al suyo

y obligado el silencio.

Ese día, las compañeras del Sector C

juntaron y colgaron todas sus ropas negras:

pulóveres, calzones, medias o corpiños.

Y las demás supieron que había duelo.

Parece cosa de tango,

pero el riñoncito tenía una madre vieja

que cada quince días caía desde un pueblo

cinchando un paquete chico,

el hambre de ver a su cachorra enjaulada

y una esperanza de tenerla libre

más grande que su cuerpo.

 

Cómo pedir

Cómo pedir a la clorofila

que no traicione a la flor y su capullo

cómo alentar la paciencia vertical de los huesos

cómo esperar del carbón que siga en brasa

cómo proteger la inocencia

del aceite del agua del pan de cada día

cómo librar la trama del instante

del alelante lento desovar de la muerte.

 

RESABIOS

Me expulsaron

de mi primera habitación de agua,

me desmembraron,

me cortaron en dos

y un solo cuerpo me quedó

llorando.

¿Me serás fiel, tú, sombra,

que sin que te lo ruegue

vas conmigo?

¿Me serás fiel?

Respondió la callada:

“Hasta la tumba”.

 

SUCEDE

Atención tú y yo, yo,

habitación posible de excesivos fantasmas.

Atención, reposos,

incandescencias como para creer en Dios,

desesperaciones que redoblaron a infinito

antes de humildarse al qué se le ha de hacer,

o al silencio –peor– casi al olvido.

Terrible, sí, con qué vara medirse.

 

Por suerte,

las desesperaciones reducidas a docilidad

abren sin misericordia

la puerta de los sueños

y fuerzan y chirrían.

Qué paz entonces llorar con inocencia

lo que ya no se llora.

Porque no debería ser, pero es;

es casi natural que ocurran cosas tales

que peinarse, o calentar el agua

desplacen a codazos de menuda inanidad

a lo tremendo.

Pero sucede.

 

Sucede que los zigzag del día abundan en pasadizos

por donde la locura se desata en galopes

y también en permisos de inadmisible alivio.

 

Atención, por tanto,

tú y yo, yo,

novísimos timoneles de la desmemoria:

 

la aventura más grande confluye hacia nosotros.

Lo más difícil de recordar son los olvidos.


Escrito por Redacción


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