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Cada día es más frecuente leer o escuchar acerca de individuos, instituciones o eventos que se ostentan y se promueven como otros tantos esfuerzos de ayuda, socorro o altruismo en favor de los más desamparados y marginados de nuestra sociedad. Un día sí y otro también recibimos, con insistencia fastidiosa, mensajes machacones envueltos en “razones” sensibleras, para movernos a cooperar en el sostenimiento de tal o cual casa para huérfanos, para rehabilitación de drogadictos, para niños con cáncer, para niños con síndrome de Down; con “refugios” para indigentes, para niños de la calle, para mujeres maltratadas, para ancianos abandonados, para personas “con capacidades diferentes”, y así hasta el infinito. Y no es todo. Están también los “teletones” (?¡), los redondeos, las rifas y sorteos “para la asistencia de indigentes”, etcétera, etc., que no son más que mecanismos poco más sofisticados para sacar dinero del bolsillo de los pobres con el pretexto de ayudar a otros pobres, pero eso sí, a través de empresas o personajes que se paran el cuello “haciendo el bien” con dinero ajeno.
Es la filantropía un invento antiquísimo creado con el loable propósito de ayudar a paliar los sufrimientos de los pobres, mediante la acción de individuos e instituciones privadas, que con su acción tratan de subsanar las omisiones y deficiencias de los gobiernos, del poder público de la sociedad. Ahora bien, ante esta explosión de amor a los pobres por parte de ministros de los diferentes cultos, de empresas y empresarios cuya filosofía de la vida o las necesidades de su negocio los impele a formarse una imagen “positiva” entre sus clientes y la opinión pública, de damas de la alta sociedad que deciden distraer sus ocios y lavar su conciencia llevando “socorro” a los desamparados, resulta difícil resistirse a la tentación de preguntar: ¿A qué debemos atribuir este curioso fenómeno? ¿Cómo se explica este incremento súbito de la compasión de los poderosos por los padecimientos de los desvalidos?
La respuesta no es difícil; para hallarla basta y sobra con remontarse a los orígenes de la filantropía. Allí encontraremos que la caridad en escala social, que la idea de crear albergues, “hogares”, “refugios”, “dispensarios”, etc., para “socorrer” a indigentes, nació de dos realidades humanas, de dos fenómenos materiales presentes en la sociedad en un momento determinado de su desarrollo. De un lado, la brutal concentración de la riqueza en unos cuantos y la correlativa generalización de la pobreza entre las clases populares; y de otro lado y como consecuencia de esto, la necesidad de evitar la explosión del descontento social, que necesariamente tiene que brotar en una sociedad tan brutalmente polarizada entre ricos y pobres. La filantropía, pues, fue y es un intento de aliviar los efectos desastrosos de la miseria y la pobreza de las masas, buscando por este medio adormecer su conciencia y su espíritu de rebeldía. Se trata de convencerlos de que no están desahuciados, de que los poderosos no son indiferentes a sus sufrimientos y de que luchan por ayudarlos, como pueden y en la medida en que pueden. Prueba irrefutable de que esto es así, es el riguroso paralelismo que ha existido siempre entre el crecimiento de la pobreza y el incremento de la filantropía: allí donde crecen y se generalizan el hambre, la ignorancia y las enfermedades, allí se multiplican también, como hongos después de la lluvia, las instituciones y los personajes dedicados a arrojar mendrugos al pueblo para calmar su necesidad y su descontento.
Pero la historia prueba también que la filantropía nunca, jamás ni en ninguna parte, ha logrado plenamente sus objetivos; nunca ni en lugar alguno ha logrado aliviar siquiera, de manera significativa, el hambre y el sufrimiento de los pueblos. Su florecimiento tiene, en cambio, siempre y donde quiera que se presenta, una significación doble y contradictoria: de una parte, sirve como indicador inequívoco de una sociedad profundamente desigual e inequitativa, es una señal infalible de la concentración de la riqueza y del incremento desmedido e irracional de la pobreza de las mayorías; de otra parte, juega el papel negativo de anestésico, de mediatizador de la masa, con lo cual estorba y retrasa su concientización y su lucha efectiva en pro de verdaderas soluciones para sus necesidades y carencias.
Y sí, esto es justamente lo que ocurre en nuestro país. Los “hogares”, hospicios, “refugios”, albergues, casas de asistencia, etc., así como los “teletones”, redondeos, o la “lotería para la asistencia pública”, son una prueba inequívoca de que entre nosotros reina la más profunda injusticia social. Son, además, el complemento obligado de una política social que da la espalda a los intereses populares, opuesta a variar el modelo económico que privilegia a unos cuantos, por otro que se proponga el reparto equilibrado de la riqueza. La actual explosión filantrópica es, así, un intento de curar el cáncer de la pobreza con paños calientes, cataplasmas y buenas intenciones. Y no hay duda de que, como ha ocurrido siempre, volverá a fracasar en sus intentos de redimir a los pobres. A lo sumo, logrará retrasar su toma de conciencia, pero tampoco su efecto anestésico será eterno; el hambre y las enfermedades no se dejan engañar por mucho tiempo con apapachos y palabras compasivas. La gente despertará y exigirá soluciones, o tomará su destino en sus propias manos. Y, la verdad sea dicha, mientras más pronto ocurra esto, a todos, absolutamente a todos, nos irá mejor.
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Escrito por Aquiles Córdova Morán
Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.