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La tentación del radicalismo brasileño por volver a la dictadura de los años 60 se expresó la tarde del pasado ocho de enero, cuando simpatizantes del expresidente Jair Bolsonaro tomaron las sedes del Congreso, la Presidencia y el Supremo Tribunal Federal (STF) y demandaron la dimisión del presidente Luiz Inacio Lula da Silva, quien horas antes había integrado su gabinete.
Pese a la contención de la revuelta y el repudio nacional e internacional, los seguidores de Bolsonaro y la oligarquía local no se detendrán en cimentar la persistente intención del capital corporativo global por hacer de Brasil su botín.
Para los Estados de América Latina y el Caribe nunca ha sido fácil desafiar los dictados del gran capital asociado a Estados Unidos (EE. UU.) y el oportunismo militarista. Menos cuando existe una raigambre histórica que vincula a los poderes fácticos con fuerzas político-económicas de la superpotencia, como sucede en Brasil.
Es lógico que la primera reacción política de Washington al triunfo electoral de Lula da Silva fuera de decepción. Sin embargo, el discurso de retorno aparentemente más diluido de éste lo alentó momentáneamente y es previsible que la Casa Blanca y las élites brasileñas nunca abandonen la vía autoritaria para controlar ese país.
Echar a Lula de la presidencia era la consigna de los opositores radicales al mandatario brasileño, que una semana antes había asumido su tercera presidencia. Decenas de mujeres y hombres con playeras del característico verde-amarela brasileño, asaltaron el ocho de enero las instituciones de Estado más relevantes de Brasil.
Este grupo, a quien se ha denominado “los huérfanos de Bolsonaro”, escenificó el primer acto de la disidencia radical contra el presidente brasileño. Semanas antes, analistas locales e internacionales advirtieron que su gestión implicaría el uso de extraordinarias dotes de equilibrio.
Alertaron que la oposición trasciende a las hordas bolsonaristas porque sus raíces se hallan en los grandes capitales corporativos y las élites militaristas. Éstas siempre actúan en perjuicio de una población urgida de que se reduzca la brecha de desigualdad y pobreza.
Fue así como en el inédito paralelismo con el violento asalto al Capitolio de Washington del seis de enero de 2021, la tarde del domingo ocho de enero, cientos de enfurecidos opositores rompieron el cerco de la Policía Militar y se concentraron ante el Cuartel General del Ejército en Brasilia para exigir la dimisión del Ejecutivo en espera de un eventual respaldo.
Enseguida avanzaron por la Explanada de los Ministerios hasta la rampa de acceso al Congreso, al palacio presidencial y el STF, para irrumpir desde los amplios jardines en las sedes, cuyos grandes ventanales de vidrio fueron destrozados.
La violenta multitud resultó incontenible para el puñado de policías de guardia, que provistos únicamente de raquíticas mangueras de agua y gases lacrimógenos intentaron en vano evitar la vandalización de los escaños del Senado.
Notificado de los hechos, el presidente de la Cámara Alta repudió tales “actos antidemocráticos” para imponer la voluntad por la fuerza. De igual forma, el ministro de Justicia, Flavio Dino, informó que el gobierno local había enviado refuerzos policiales.
Y mientras las televisoras locales transmitían imágenes repetidas por medios internacionales, los espectadores evocaron la toma de El Capitolio estadounidense, que dos años antes habían ejecutado las turbas de simpatizantes de Donald John Trump en rechazo al triunfo de Joseph Biden.
En Sao Paulo, a mil cinco kilómetros, donde estaba como visita oficial, el presidente Lula anunció el decreto que minutos antes había emitido para ordenar la intervención de fuerzas oficiales en Brasilia para garantizar la seguridad pública por 30 días; el cierre del centro de la capital administrativa del país y el bloqueo por 24 horas de la principal vía de acceso a los edificios gubernamentales.
Indignado por la acción de las fuerzas más reaccionarias del país, Lula las llamó “fascistas fanáticas”, porque representan lo más abyecto en política. Advirtió que los responsables serán encontrados y castigados conforme a la ley y ofreció investigar a quienes los financian. También condenó la imprevisión y falta de acción de la policía. Afirmó que “hubo mala fe”, y que los agentes que así actuaron no quedarán impunes.
Esa tarde, y los días siguientes, las fuerzas de seguridad recuperaron el control de las instituciones, todas vandalizadas; desmantelaron los campamentos de los asaltantes y detuvieron a unos mil 500.
En el resto del territorio del gigante sudamericano prevaleció una tensa calma. El asalto también expresa la actual disputa geopolítica que trastoca y violenta el orden mundial surgido de la posguerra fría.
Para los expertos en asuntos brasileños Pablo Ibanez y Gustavo Westmann, hoy como nunca antes los problemas económicos y políticos se integran a nuevo orden geopolítico desafiante, sin cortinas de hierro y con factores informativos y cibernéticos cuya relevancia es difícil de medir.
Militarismo y élites
Ante el impacto de lo sucedido, los analistas recuerdan que recién el dos de enero, durante su mensaje en la toma de posesión, Lula da Silva se comprometió ante los brasileños a reconstruir el país de las “terribles ruinas” que dejó su antecesor.
Nadie olvida la fortaleza de la derecha brasileña, atrincherada en la estrategia del Lawfare (con la farsa del juicio por el caso Lava Jato y sus secuelas) para desmantelar los logros en 13 años de gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) como intento de superar 500 años de autoritarismo reaccionario.
Apenas en noviembre, en plena campaña presidencial, la periodista Carol Pires definió en The Washington Post los tres enormes retos (uno político, otro económico y uno más social) que enfrentaría Lula si ganaba la elección. “El primero y más peligroso es que quienes apoyan a Bolsonaro no aceptan la derrota y buscan un estallido social”, explicó.
El legado de la oligarquía y su herencia de dictaduras aún pesan sobre la vida actual de Brasil. La explotación de los estratos sociales bajos, con el esclavismo cafetalero o el inquilinato agrícola, construyeron el poder político-económico hegemónico de esa clase agroexportadora, vividora de los cultivos de café y azúcar.
Las oligarquías financiera y agroindustrial, con las nuevas élites que lucran con los saldos de la privatización neoliberal, tienen por divisa la “justicia económica” por encima de la justicia social.
En 2013, la riqueza de 124 familias brasileñas sumaba 544 mil millones de reales (unos 238 mil 496 millones de dólares), equivalentes al 12.3 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) brasileño. En abril de 2021, la lista de multimillonarios de Forbes incluía a más brasileños. En contraste, el legado de Bolsonaro hasta diciembre de 2022 fue la mayor tasa de pobreza y deforestación registrada en la historia de Brasil.
Sorda y ciega ante esta realidad, y con una estrategia de guerra multidimensional para defender su política autoritaria, la derecha brasileña ha recurrido a todas las tácticas, incluido el golpismo y el lawfare, profundizando la desigualdad estructural de una sociedad cada vez más desmovilizada, afirman Wendy Wolford y Sergio Sauer.
El retorno de los militares al protagonismo político recuerda que las fuerzas armadas brasileñas centran su misión en la construcción del “enemigo interno” para justificar sus tácticas, estrategias y acumulación de fuerzas.
Esta concepción fue utilizada por Jair Bolsonaro, quien abrió más vías al ejército que hoy es el mayor de América, después del de EE. UU. Su protagonismo es proporcionalmente inverso al retroceso de los derechos sociales conquistados por los brasileños en la primera década del año 2000 y el reflujo actual de la ola neofascista.
Se afirma que militares conspiraron taimadamente en el golpe contra la presidenta Dilma Rouseff en 2016 y cimentaron la coalición militar-financiera neopentecostal que llevó al poder a Bolsonaro.
Proclamado presidente electo, Bolsonaro agradeció al general Villas Bôas por “influir” en los destinos de la nación. Con ello contempló el hecho de que el ejército y la Armada ya actuaban como partido político.
Los llamados “huérfanos de Bolsonaro” son los inconformes con el triunfo electoral de Lula, el carismático sindicalista metalúrgico que obtuvo 50.9 por ciento de los votos. Son un sector que sistemáticamente ha alimentado su enojo, desaliento y sensación de peligro ante la “ola roja” de la izquierda y las políticas del PT, que consideran lesivas a sus intereses.
Sin embargo, lo ocurrido el pasado ocho de enero difiere con lo sucedido la noche del 31 de marzo de 1964, cuando el jefe de la guarnición del importante estado de Minas Gerais, general Olimpio Mourâo, avanzó hacia Río de Janeiro con la intención de efectuar un golpe de Estado contra el presidente Joao Goulart.
La tentación del militarismo siempre ha estado presente en el país más grande de América Latina. La llamada Quinta República Brasileña fue el eufemismo con el que se encubrió el periodo que se inició con el golpe militar contra Goulart, el 31 de marzo de 1964, y concluyó el 15 de marzo de 1985, con el retorno de un ejecutivo civil, José Sarney.
En esos 21 años, los militares ejercieron el poder de facto aunque mantuvieron ciertas formas, como la aprobación de una Constitución que permitía la designación del presidente por cuenta del Congreso –es decir, sin el voto popular– y que disponía de poderes absolutos.
Ese remedo de democracia generó un partido gobernante único, la Alianza Renovadora Nacional (Arena), y el Movimiento Democrático Brasileño (MDB), cuyo rol era simular que era oposición. Ambos exaltaban el nacionalismo brasileño, rechazaban toda idea de izquierda y se volcaron en favor de la hegemonía estadounidense, de la que recibieron respaldo político, inversiones, armas y respaldo mediático.
Modelo de lo que fueron las dictaduras latinoamericanas, la brasileña se coordinó con sus símiles regionales en el genocida Plan Cóndor. Esa estrategia expandió territorial y coordinadamente la persecución, tortura y exterminio de opositores con sus pares de Argentina, Chile, Paraguay, Perú, Guatemala, Uruguay y otros países de la región.
Al igual que sus vecinos regionales, el respaldo financiero, tecnológico y bélico que recibió el régimen militar se tradujo en un manejo artificioso de la economía. Entre 1970 y 1979 se publicitó el llamado “milagro brasileño” de la misma forma que la economía chilena fue elogiada durante la dictadura del general Augusto Pinochet.
Ese entramado mostró sus debilidades con la incontrolable inflación que después llevó al retiro táctico de los militares de la política para dejarla en manos de los civiles en 1985.
Sorpresa y repudio
Son obvios los retos de la tercera presidencia de Lula da Silva: el principal no es luchar contra la desigualdad, en un marco de creciente inflación y tasas de interés, sino desarticular la urdimbre y trama tejidas por la reacción más hostil al progresismo.
La reacción al sorpresivo ataque de hordas opositoras a las instalaciones del Estado brasileño suscitó el rechazo generalizado. En el inicio de la Décima Cumbre de América del Norte, Joseph Biden, Justin Trudeau y el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, condenaron los ataques a las instituciones democráticas por los seguidores de Bolsonaro.
El Secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, expresó: “nos unimos a Lula” e instó al cese inmediato de esas acciones y condenó por inaceptable el uso de la violencia para atacar las instituciones democráticas. Horas antes, la embajada estadounidense en Brasil había alertado contra una protesta antidemocrática que se tornó violenta en la capital.
El mandatario francés Emmanuel Macron manifestó que deben respetarse la voluntad del pueblo brasileño y las instituciones democráticas y agregó que Lula “puede contar con el apoyo incondicional de Francia”; y el ejecutivo español Pedro Sánchez tuiteó en portugués: “Condeno rotundamente el asalto al Congreso y llamamos de inmediato al retorno a la normalidad democrática”.
En América Latina el repudio fue amplio. El presidente argentino tuiteó su apoyo al pueblo brasileño en favor de la democracia y llamó a “no permitir #NuncaMás el regreso de los fantasmas golpistas que la derecha promueve”.
El gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, reveló a través de un mensaje que, en toda la región latinoamericana, se produce el mismo espectáculo: una derecha violenta que ataca la democracia y los derechos, por ser enemiga de la voluntad popular y absolutamente intoxicada de odio. Y el presidente de Chile, Gabriel Boric, advirtió que apoyaba plenamente a Brasil ante ese “cobarde y vil ataque a la democracia”.
En La Florida, EE. UU., el tránsfuga expresidente Bolsonaro –que evitó asistir a la ceremonia donde debía entregar el poder a Lula en la toma de posesión– se desmarcó del asalto cometido por su turba de fanáticos contra las instituciones del Estado brasileño.
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Escrito por Nydia Egremy
Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.