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Hace algunos años tuve la oportunidad de entrevistar a algunos especialistas en ciencias agrícolas del Colegio de Posgraduados de la Universidad Autónoma Chapingo, quienes coincidieron en que el deterioro del campo mexicano se debe a tres factores.
Primero, a que el modelo neoliberal desmanteló las instituciones de apoyo que brindaba a ejidatarios, comuneros y pequeños productores; a que desapareció la política extensionista con la que ingenieros agrónomos e instituciones daban acompañamiento y transferían tecnología a las cadenas productivas de estos campesinos, quienes sin estas asistencias del Estado quedaron a su suerte; en adelante solo los grandes corporativos agropecuarios con altas tasas de ganancia pudieron seguir pagando estos servicios importantísimos para hacer más productivo al campo.
Segundo, la dispersión de los recursos del Programa Especial Concurrente (PEC), destinado al desarrollo agropecuario, no tuvo el impacto esperado porque se ejerció de manera aislada –en el mejor de los casos– y porque fue dirigido únicamente con objetivos políticos.
Y tercero, las instituciones de educación agropecuaria también han sufrido la embestida del neoliberalismo y muchas han ido desapareciendo, como es el caso de las escuelas ETA´s e ITA´s –de éstas solo sobreviven de manera marginal los CBTA´s– y algunas otras instituciones de nivel superior. Por esta razón, los modestos esfuerzos de las escuelas agropecuarias, carentes además de articulación, se diluyen sin lograr ningún impacto importante en el agro.
Pese a los inclementes estragos que el modelo neoliberal ha provocado en el campo –improductividad, pobreza y marginación– hay dos motivos por los que el Estado debe evaluarlo como un área de mayor nivel estratégico: porque ahí vive el 25 por ciento de la población nacional y porque sus espacios ofrecen al país el único camino hacia la recuperación de la autosuficiencia alimentaria.
Si bien es cierto que México es considerado el doceavo exportador agroalimentario en el mundo, la mayoría de sus ventas al exterior corren por cuenta de las grandes empresas agropecuarias nacionales y transnacionales, que dominan el mercado interno; por los terratenientes mayores y, salvo excepciones, por algunos productores de jitomate y aguacate que han logrado colarse en los negocios externos. Pero, aun así, dependemos de la importación de granos básicos como el maíz, con más del 30 por ciento, y del arroz hasta con el 80 por ciento. La figura de la pirámide nos ofrece la mejor representación gráfica de los productores agropecuarios mexicanos: en la parte de arriba están los grandes productores que acaparan el mercado interno y exportan; en la parte media, los medianos y pequeños productores con baja productividad , y en la base, los campesinos más pobres, que cultivan únicamente para su autoconsumo básico familiar.
Para los pequeños productores y el campesinado, producir con rentabilidad no es tarea fácil; en promedio, la extensión de sus terrenos no rebasa las 2.5 hectáreas y muchas de estas unidades son de baja fertilidad y se ubican en lomeríos; sus cultivos dependen del buen temporal y destinan al autoconsumo más del 80 por ciento de su cosecha.
Aunque el agua es un insumo vital en la agricultura, menos del 20 por ciento de los agricultores cuenta con sistema de riego. Los grandes agricultores son los únicos que disponen de la mejor tecnología agrícola y de recursos para instalar sistemas de irrigación moderna. En este escenario, el gobierno de la mal llamada Cuarta Transformación (4T) publicita que el campo mexicano ahora sí es prioridad; pero las señales que manda evidencian que no lo hará así: se redujo en un 30 por ciento el presupuesto federal destinado al campo y continúan, con pequeñas variantes, casi los mismos programas que en el pasado inmediato han operado en este sector.
El PEC sigue dando brochazos al calor de los dividendos políticos; las escuelas y los profesionistas especializados en el sector siguen menospreciados; y aunque se dice que ya contamos con precios de garantía, éstos van dirigidos a muy pocos cultivos y se rumora que sus destinatarios seguirán siendo los mismos que siempre se han beneficiado con los apoyos del Estado.
Nada se habla, además, de inversiones abocadas a mejorar los sistemas productivos con paquetes tecnológicos y el apoyo de extensionistas. Tampoco hay indicios de que el gobierno vaya a evitar que los grandes corporativos sigan exprimiendo a los jornaleros agrícolas que provienen de las zonas rurales más pobres y que son explotados en las fincas cafetaleras de Chiapas, en los campos de Sinaloa, Sonora y Chihuahua.
El campo mexicano será prioridad solo cuando la “mano invisible” del mercado deje de regir la economía mientras las autoridades federales maquillan la realidad en el discurso. Todo tiene un límite; y seguir jugando con la idea de que aquí no pasa nada puede hacer que la madeja se rompa por la parte más delgada. Quien siembra vientos, recoge tempestades, eso lo saben los pacientes campesinos.
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Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA