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Cuando hablamos de promoción cultural, en la mayoría de las sociedades capitalistas son dos las grandes entidades que la realizan: el mercado o el Estado.
La del mercado consiste en permitir que la cultura que se difunde en la población sea del interés de las grandes empresas, tanto porque su contenido genera grandes beneficios económicos como porque promueve nuevos hábitos de consumo en la sociedad.
La promoción cultural del mercado es una norma más en las sociedades capitalistas, incluso las expresiones musicales, cinematográficas, teatrales, dancísticas, etcétera –según su volumen de producción, consumo y ganancia– son aludidas como “industria cultural”.
En cambio, la promoción cultural del Estado tiene el objetivo de contrarrestar la del mercado y destinar sus beneficios económicos a estimular la creatividad artística de las personas que buscan activamente el acercamiento con las comunidades de su propia nación y la humanidad.
La segunda opción, dejar la promoción cultural al Estado, ha sido la principal postura para contrarrestar la promoción que de hecho se hace desde el mercado. De los beneficios de que esta tarea se deje en manos del Estado se puede rescatar que se amplían las posibilidades de muchas personas para que se acerquen a las manifestaciones culturales de la humanidad, pero también que ese acercamiento no sea contemplativo sino activo, en la medida en que son ellas quienes están contribuyendo a ampliar el bagaje cultural de la humanidad o de sus pueblos. Esta difusión y formación culturales masivas solo son posibles, en el capitalismo, si se hacen subsidiadas, garantizando que la mayor cantidad de gente pueda acceder a ellas. Ciertamente puede darse el caso de que el Estado haga difusión y promoción cultural bajo intereses específicos que benefician directamente a las élites políticas, pero al ser el Estado una institución que debe responder a toda la población, se le puede exigir una acción distinta siempre que actúe en perjuicio del colectivo o en beneficio individual.
Ante estas actitudes, la población que no pertenece a dichas élites puede exigir al Estado que responda a sus demandas en torno a una oferta cultural y artística que la satisfaga; y que no actúe en perjuicio del colectivo o para el beneficio exclusivo de un grupo social específico.
En un espacio tan breve como éste es difícil analizar todos los matices de este fenómeno, porque aun cuando, en esta exposición, el Estado aparece como una alternativa claramente superior para hacerse cargo de la promoción cultural idónea, su opción no es fácil porque necesita recursos económicos.
Y no lo es porque, pese a que hay Estados con empresas culturales eficientes, las ganancias de éstas casi nunca son equiparables a las de los monopolios capitalistas; ya sea porque no tienen el objetivo de generar el dinero o porque cuando hay grandes ganancias son repartidas a otras entidades sociales, económicas y políticas. Es decir, la cultura casi nunca es prioritaria en tales presupuestos.
Una posible solución a la necesidad de brindar a la cultura el lugar que merece sería que las instituciones gubernamentales encargadas de difundirla establezcan convenios con empresas privadas para atraer inversiones y que ellas sean las que decidan principalmente sobre los programas.
En el capitalismo es casi imposible difundir la cultura sin dinero; pero no se debe permitir que éste sea el que gobierne la producción cultural y el consumo. Por ello deben buscarse alternativas que posibiliten la transformación de las condiciones socioeconómicas necesarias para que las personas creen lo que deseen sin que el mercado actúe como juez y parte en la oferta cultural y artística.
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Escrito por Jenny Acosta
Maestra en Filosofía por la Universidad Autónoma Metropolitana.