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Nacido en Dublín el 13 de junio de 1865, es una de las figuras más grandes de la poesía irlandesa e inglesa. También fue una figura muy política (más tarde se convirtió en senador de Irlanda) que se basó en gran medida en las leyendas tradicionales irlandesas y en la poesía para influir en su trabajo. Su escritura combina un romanticismo y elemento folklórico con un ritmo y longitud de línea modernista más limpia y aguda. En 1889 publicó la primera colección de poemas bajo el título Las peregrinaciones de Oisin y otros poemas. El interés por revivir el ambiente literario de su país lo hizo regresar a Dublín para fundar el Teatro Nacional Irlandés del cual fue director hasta su muerte. Para entonces, su fascinación por el misticismo y el esoterismo primaron sobre la poesía, produciendo obras de carácter dramático entre las cuales destacan La condesa Cathleen (1892), La tierra del deseo (1894) y El umbral del Rey (1904). En su obra poética publicó títulos sobresalientes como La torre (1928), La escalera tortuosa y otros poemas (1933), y La torre negra (1939), que lo convirtieron en uno de los autores ingleses más influyentes del Siglo XX. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1923. Falleció en Francia el 28 de enero de 1939.
Mil novecientos diecinueve
Venid, mofémonos del grande
que tenía tantos pesos en su mente
y tanto trabajaba y hasta tan tarde
para dejar detrás un monumento
que no pensó en el viento que arrasaba.
Venid, mofémonos del sabio;
con tanto calendario
donde fijar los ojos fatigados,
nunca vio cómo corrían las estaciones
y ahora está boquiabierto ante el sol.
Venid, mofémonos del bueno
que imaginó a la bondad alegre
y que enfermo de su soledad
podría proclamar un día festivo:
pero el viento sopló y, ¿dónde están ahora?
Y luego, mofémonos de quien se mofa,
que ni una mano movería
para ayudar al bueno, al sabio, al grande,
para cerrar el paso a la vil tormenta, pues nosotros
traficamos en mofas.
El gato y la luna
El gato iba de un lado para otro
y la luna giraba como un trompo,
y el pariente más cercano de la luna,
el gato sigiloso, miró arriba.
El negro Minnaloushe miró fijo a la luna,
pues allá donde fuera o sollozara,
la pura y fría luz del cielo
soliviantaba su sangre animal.
Minnaloushe corre por la hierba
alzando sus patitas delicadas.
¿Bailas, Minnaloushe, acaso bailas?
Si dos almas gemelas se encuentran,
¿qué mejor que organizar un baile?
Quizá la luna aprender pueda,
cansada de modales distinguidos,
otro paso de danza.
Minnaloushe se arrastra por la hierba
de un claro de luna a otro,
la sagrada luna sobre él
ha entrado en otra fase.
¿Sabe Minnaloushe que sus pupilas
pasarán de un cambio a otro,
y que de la luna llena a la creciente,
y de la creciente a la llena pasan?
Minnaloushe se arrastra por la hierba
solo, importante y sabio,
y observa las evoluciones de la luna
con sus cambiantes ojos.
Nunca des todo el corazón
Nunca des todo el corazón pues el amor
apenas merecerá ser tema de pensamiento
para las mujeres apasionadas si parece
seguro; ellas nunca sueñan
que de beso a beso se va marchitando;
pues todo lo bello es solo
un breve, soñador, amable deleite.
Oh, nunca des el corazón completamente
pues ellas, aunque otras cosas digan tersos labios,
han entregado su corazón al juego.
¿Quién podría jugar bien
si sordo y mudo y ciego de amor?
Quien esto escribe conoce bien todo el costo,
pues dio su corazón y lo perdió.
JANE LA LOCA HABLA CON EL OBISPO
Topé con el obispo de camino
y mucho hablamos él y yo.
“Tus pechos están flojos y caídos,
tus venas pronto se consumirán;
vive en una mansión digna del cielo,
y no en una pocilga pestilente”.
“Belleza y pestilencia son parientes;
pestilencia precisa de belleza”, le respondí.
“Se han ido mis amigos
pero es cierto que nunca me negaron
ni la tumba ni el lecho, diestros en la bajeza
del cuerpo y la altivez del corazón”.
La mujer puede ser altiva y rígida
en su planteamiento del amor;
pero el amor ha alzado su mansión
en el lugar del excremento;
pues nada puede ser único e íntegro
si antes no fue rasgado.
Sueños rotos
Hay gris en tus cabellos;
los jóvenes ya no se quedan sin aliento
a tu paso;
acaso te bendiga algún vejete
porque fue tu plegaria
la que lo salvó en el lecho de muerte.
Por tu bien –que ha sabido de todo dolor del corazón,
y que ha impartido todo el dolor del corazón,
desde la magra niñez acumulando
onerosa belleza– por tu solo bien
el cielo desvió el golpe de su sino,
tan grande su porción en la paz que estableces
con sólo penetrar dentro de un cuarto.
Tu belleza no puede sino dejar entre nosotros
vagos recuerdos, recuerdos nada más.
Cuando los viejos se cansen de hablar, un joven
le dirá a un viejo: «Háblame de esa dama
que terco en su pasión nos cantaba el poeta
cuando ya su sangre debiera estar helada por los años».
Vagos recuerdos, recuerdos nada más.
Pero en la tumba todos, todos se verán renovados.
La certidumbre de que veré a esa dama
reclinada o erecta o caminando
en el primor inicial de su feminidad
y con el fervor de mis ojos juveniles,
me ha puesto a balbucear como un tonto.
Era más bella que cualquiera
no obstante tu cuerpo tenía una tacha;
tus manos pequeñas no eran bellas,
y temo que has de correr
y las hundirás hasta la muñeca
en ese lago misterioso, siempre rebosante
donde todos los que cumplieron la ley sacra
se hunden y resurgen perfectos. Deja intactas
las manos que besé,
por bien del viejo bien.
Muere el último toque de media noche.
Todo el día, en la misma silla
de sueño a sueño y rima a rima he errado,
en charla incoherente con una imagen de aire:
vagos recuerdos, recuerdos nada más.
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Escrito por Redacción