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El colonialismo interno en la España imperial
En el Siglo XVII, la oligarquía medieval española había construido el imperio colonial más grande del orbe y dominaba casi toda América y Europa (Holanda, Bélgica, Alemania, parte de Italia), el archipiélago de las Filipinas en Asia y la región noroeste de África. Pero estas posesiones, entre ellas el “oro de Perú” y la “plata de México”, beneficiaban solo a la aristocracia y a una burocracia con 60 mil cargos públicos en la que un millón de “nobles” y sacerdotes católicos vivían a costa del trabajo de siete millones de personas, la mayoría pobres. Heredero de múltiples ascendencias étnicas a lo largo de miles de años –griega, judía, celta, romana, goda, fenicia, árabe, berebere– el pueblo español vivía más de su cultura que de su economía; era orgulloso, pendenciero, vocinglero; todo lo resolvía como “cuestión de honor” y era muy dado al disfrute de la poesía en verso, al canto y al teatro, cuyas obras se representaban en “corrales”, escenarios improvisados en calles y predios vacíos.
En 1588, el emperador Felipe II emprendió una “guerra final” contra la corona inglesa, encabezada por Isabel I, en la que apostó todos sus recursos financieros a fin de formar lo que entonces fue llamada la Armada Invencible, flota militar integrada por 130 barcos grandes, pesados y poco móviles que llevaron a cuestas 10 mil marineros, 20 mil soldados y “numerosísimas nodrizas españolas”, quienes fueron embarcadas con el propósito de que una vez tomada Inglaterra amamantaran a los bebés británicos para que en adelante no se alimentaran con “leche apóstata”. Felipe II malgastó en esta empresa 20 millones de ducados y su tesorería se quedó sin “un solo real”.
Frank dice que después de este suceso –que marcó el fin de las conquistas de España y el inicio de sus pérdidas territoriales– el pueblo ibérico quedó “exangüe, agotado, convertido en un pueblo de mendigos; ¿qué tuvo qué ocurrir para llegar a eso? ¿Qué espíritu había que tener? ¡Precisamente solo espíritu e ignorar la vida! Espíritu al que nada importan el bienestar y la felicidad terrenales, al que nada en absoluto estaba relacionado con la tierra. Que repudia el arado y el martillo, que abraza solo la cruz y la espada, que con quimérica y arrebatada ambición no conoce más que una meta: la unidad y pureza de fe más allá de los pueblos”.
En ese episodio, Miguel de Cervantes se convirtió en recaudador de impuestos y alimentos; salió malparado, pues fue llevado a prisión en Sevilla por un supuesto fraude al fisco por seis mil ducados (equivalentes a dos millones, 557 mil 29 maravadíes, aunque el faltante real fue de solo de 200 ducados o 29 mil 804 maravadíes); sometido a juicio por el Tribunal de la Santa Inquisición por su presunta ascendencia judía y, asimismo, desoída su petición para que fuera nombrado gobernador del Soconusco (entonces Guatemala); comisario de la flota de Nueva Cartagena (Colombia); juez de la ciudad de La Paz (Bolivia) o ministro de Hacienda en Nueva Granada (Colombia).
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Escrito por Ángel Trejo Raygadas
Periodista cultural