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Con el 12 por ciento de la biodiversidad mundial, México ocupa el quinto lugar después de Brasil, Colombia, China e Indonesia; quinto también en plantas y anfibios, tercero en mamíferos y segundo en reptiles (Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas). Tenemos 138 millones de hectáreas con vegetación forestal (71 por ciento del territorio), con una gran riqueza de ecosistemas forestales. Pero no se está haciendo lo necesario para preservarla. “De acuerdo con cifras del Instituto de Geografía de la UNAM, anualmente se pierden 500 mil hectáreas de bosques y selvas...” (Senado de la República, nueve de junio de 2019). Con estadísticas similares, Greenpeace nos ubica como el quinto país con mayor deforestación. Las mediciones varían, y mucho, según las instituciones y la metodología, pero siempre son alarmantes. Según Global Forest Watch (GFW), “desde 2001 se han arrasado casi cuatro millones de hectáreas...” (El País, 17 de junio de 2020), y considérese que un bosque tarda 50 años en recuperarse (Science Advances).
Se pierde cubierta forestal, y con ello captación de dióxido de carbono; sobreviene la erosión de suelos, azolve de presas, lagos y lagunas, reducción en la captación de agua en las cuencas; deterioro y destrucción de ecosistemas y de biodiversidad por degradación o por pérdida de hábitat (biodiversidad es el conjunto de “todas y cada una de las especies que cohabitan con nosotros en el planeta...”, Fundación Biodiversidad); incluye diversidad genética, de especies y de ecosistemas. En 2015, según la Lista Roja de la International Union for Conservation of Nature, México es el quinto país con más especies amenazadas.
Suele atribuirse el fenómeno a la ignorancia, causa subjetiva, y algo hay de eso, aunque no es, ni de lejos, lo determinante: las razones de fondo son económicas, por lo que de poco sirven las simples prédicas o acciones puramente legales o policiales. Veamos más de cerca. En principio, los especialistas destacan la destrucción por tala clandestina: según la Conafor, la principal causa. Considérese que alrededor del 30 por ciento de la madera comercializada es de procedencia ilegal (Senado de la República, 23 de octubre de 2018).
Por otra parte, México perdió 274 mil hectáreas de bosques en 2016, para actividades ganaderas y agrícolas (GFW), principalmente en Chiapas, Campeche, Quintana Roo, Oaxaca, Yucatán y Veracruz. Entre 60 y 70 por ciento de la deforestación es para expandir la ganadería (Consejo Civil Mexicano para la Silvicultura Sostenible). En otros estados se talan bosques, frecuentemente sin autorización legal, para ampliar la frontera agrícola, la superficie cultivada de soya, palma de aceite, o aguacate: en el sur de Jalisco, 18 mil hectáreas entre 2013 y 2018 (UdeG); Michoacán perdió 68 por ciento de sus bosques en 30 años (Roberto Molina Garduño, presidente estatal de la Cámara Nacional de la Industria Maderera, 26 de abril de 2019), ello debido a aserraderos ilegales y apertura de tierras para nuevos cultivos. En otras regiones del país es para cultivar berries en invernaderos o agave, siempre cultivos con mayor valor comercial, que desplazan a los tradicionales básicos. En Campeche y Veracruz es para ganadería, por su alta rentabilidad, o para acceder al programa Sembrando Vida. En Chiapas, la Selva Lacandona se agota: “En las últimas décadas se ha perdido 72.2 por ciento de su terreno; de 1.8 millones de hectáreas quedan solo 500 mil” (Senado de la República, 13 de junio de 2019). En Tabasco: “... en las últimas cinco décadas la entidad perdió más de un millón de hectáreas de selva tropical por el impulso a la ganadería, el desarrollo agrícola y el crecimiento de la mancha urbana...” (Colegio de la Frontera Sur, Novedades de Tabasco, 25 de junio de 2019). En Punta Mita, Bahía de Banderas, Nayarit, se destruyen manglares para desarrollos turísticos e inmobiliarios. Y así una larga lista que sería imposible agotar aquí.
El problema, obviamente, no fue creado por este gobierno: es añejo; pero sí es responsabilidad suya lo que hace, o deja de hacer, ahora mismo para enfrentarlo: realmente nada. Privan indolencia e inacción (denunciada en su momento por Víctor Toledo, antes de renunciar al cargo de Secretario de Medio Ambiente). Se reducen presupuesto y recursos; no hay programas efectivos de reforestación. A este respecto, en días pasados circuló en redes sociales un comunicado, respaldado por 54 organizaciones y 106 destacados profesionales del sector forestal, titulado: Llamado a legisladores y al Presidente de la República a reconocer la importancia ambiental y social del Sector Forestal. Ahí señalaban: “Por sexto año consecutivo, el Ejecutivo propone reducir el presupuesto del Sector Forestal (...) El presupuesto 2021 solo alcanzará para atender 500 mil hectáreas forestales de los 22 millones con potencial productivo (...) persiste una pérdida anual de cubierta forestal de 267 mil hectáreas, debida a incendios, a una deficiente atención a las plagas y enfermedades, a una regulación deficiente y pesada, al rezago y pérdida de capacidad de gestión de la autoridad reguladora, a la incapacidad de la Profepa para una adecuada vigilancia, al rezago tecnológico en la trazabilidad de los productos forestales, a la corrupción y, sobre todo, a un acompañamiento técnico de calidad, que fortalezca la gobernanza en las regiones y las comunidades forestales”. Hasta aquí la cita. Y mientras los incendios (ocho mil 900 en promedio cada año) destruyen el bosque, el gobierno reduce el presupuesto a la Conafor. ¿No sería más sensato atender este grave problema en lugar de sostener empecinadamente las obras faraónicas, ambientalmente destructivas y económicamente irracionales, de la actual administración?
Pero el problema es todavía más complejo: tiene determinantes estructurales que deben ser atendidas (cosa que el gobierno no está dispuesto a hacer). Su raíz está en el modelo económico imperante, que manifiesta, también aquí, su carácter depredador. Ocasiona una insultante concentración de riqueza y poder, y una extrema polarización. El poder de muchos acaudalados les permite destruir con ostensible tolerancia gubernamental; en lo que se llama externalidades negativas, muchas empresas trasladan a la sociedad costos que ellas debieran asumir, pero que mermarían sus utilidades; las mineras, por ejemplo, arrojan impunemente contaminantes a suelos, aire y agua. Otras talan bosques pero no los reponen. Debe acotarse el desmesurado poder del capital, característica distintiva del neoliberalismo.
Para atender al polo marginado de la contradicción, es necesario crear empleos suficientes y bien remunerados, en este caso en las zonas rurales, para que los millones de damnificados del neoliberalismo, empujados por su pobreza, no se vean forzados, para sobrevivir, a buscar en la naturaleza el sustento que la economía les niega. Cierto, es preciso elevar el nivel educativo y la cultura ecológica, pero principalmente deben mejorarse las condiciones sociales de vida, reducir la brecha del ingreso. El pueblo, con un alto nivel de bienestar y con acceso al poder político, será la mejor garantía de preservación y recuperación de nuestros bosques, de la biodiversidad, y en general de los recursos naturales.
El récord del año más cálido pasó de 0.17 grados centígrados en 2016 a 14.98 grados centígrados en 2023.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.