Cargando, por favor espere...

OCTAVIO PAZ
Nació en la Ciudad de México el 31 de marzo de 1914. Murió el 19 de abril de 1918. Estudió poesía hispanoamericana en Estados Unidos y se entregó plenamente a la literatura
Cargando...

Nació en la Ciudad de México el 31 de marzo de 1914. Murió el 19 de abril de 1918. Estudió poesía hispanoamericana en Estados Unidos y se entregó plenamente a la literatura, en especial al cultivo de la poesía y el ensayo, ámbitos donde muy pronto destacó. Es, sin duda, el poeta más sobresaliente del grupo que impulsó la revista Taller, de la que fue director, con el tiempo se convertiría en el poeta y el intelectual más importante de México en el siglo XX. Fue redactor de El hijo pródigo. Asimismo fundó y dirigió las revistas Barandal (1931–1932), Cuadernos del Valle de México (1933–1934), Plural (1971–1976) y Vuelta (1976–1998). Permaneció en España durante la Guerra Civil de 1936 a 1939. Perteneció al servicio diplomático, fue enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la Embajada de México en París y embajador de México en la India, puesto al que renunció en protesta por la matanza del 2 de Octubre de 1968, ordenada por el Gobierno de Gustavo Díaz Ordaz contra los estudiantes. Poeta extraordinario y ensayista no menos espléndido, en 1963 obtuvo el Gran Premio Internacional de Poesía y en 1990 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura. Entre sus abundantes libros de poesía destacan Luna silvestre (1933), No pasarán (1936), Raíz del hombre (1937), Bajo tu clara sombra (1937), Entre la piedra y la flor (1941), A la orilla del mundo (1942), Libertad bajo palabra (1949), ¿Águila o sol? (1951), Semillas para un himno (1954), Piedra de sol (1957), La estación violenta (1958), Agua y viento (1959), Salamandra (1962), Blanco (1967), Ladera Este (1969), El mono gramático (1974), Pasado en claro (1975), Vuelta (1976) y Árbol adentro (1987). Este profundo poeta es también un agudo ensayista en El laberinto de la soledad (1950), El arco y la lira (1956) y Las peras del olmo (1957). La hija de Rapaccini (1956) constituye su única aportación al teatro.

Fuentes: 1) Antología de la Poesía Mexicana. Introducción, selección y notas de Carlos Monsiváis. 2) Poesía Mexicana. Selección de Francisco Montes de Oca. 3) Antología General de la Poesía Mexicana. Selección, prólogo y notas de Juan Domingo Argüelles. 

ELEGÍA INTERRUMPIDA

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al primer muerto nunca lo olvidamos,
aunque muera de rayo, tan aprisa
que no alcance la cama ni los óleos.
Oigo el bastón que duda en un peldaño,
el cuerpo que se afianza en un suspiro,
la puerta que se abre, el muerto que entra.
De una puerta a morir hay poco espacio
y apenas queda tiempo de sentarse,
alzar la cara, ver la hora
y enterarse: las ocho y cuarto.
Y oigo el reloj que da la hora,
terco reloj que marca siempre el paso,
y nunca avanza y nunca retrocede.

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
La que murió noche tras noche
y era una larga despedida,
un tren que nunca parte, su agonía.
Codicia de la boca
al hilo de un suspiro suspendida,
ojos que no se cierran y hacen señas
y vagan de la lámpara a mis ojos,
fija mirada que se abraza a otra,
ajena, que se asfixia en el abrazo
y al fin se escapa y ve desde la orilla
cómo se hunde y pierde cuerpo el alma
y no encuentra unos ojos a que asirse...
¿Y me invitó a morir esa mirada?

Quizá morir con otro no es morirse,
quizá morimos solo porque nadie
quiere morirse con nosotros, nadie
quiere mirarnos a los ojos.

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al que se fue por unas horas
y nadie sabe dónde se ha perdido
ni en qué silencio entró.
De sobremesa, cada noche,
la pausa sin color que da al vacío
o la frase sin fin que cuelga a medias
del hilo de la araña del silencio
abren un corredor para el que vuelve:
suenan sus pasos, sube, se detiene...
Y alguien entre nosotros se levanta
y cierra bien la puerta.
Pero él, allá del otro lado, insiste.
Acecha en cada hueco, en los repliegues,
vaga entre los bostezos, las afueras.
No se ha muerto del todo, se ha perdido.
Y aunque cerremos puertas, él insiste.

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Rostros perdidos en mi frente, rostros
sin ojos, ojos fijos, vaciados,
¿busco en ellos acaso mi secreto,
el dios de sangre que mi sangre mueve,
el dios de hielo, el dios que me devora?
Su silencio es espejo de mi vida,
en mi vida su muerte se prolonga:
soy el error final de sus errores.

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
El círculo falaz del pensamiento
que desemboca siempre donde empieza,
la saliva que es polvo, que es ceniza,
los labios mentirosos, la mentira
el mal sabor del mundo, el impasible,
abstracto abismo del espejo a solas,
todo lo que al morir quedó en espera,
todo lo que no fue –y lo que fue
y ya no será más, en mí se alza,
pide vivir, comer el pan, la fruta,
beber el agua que le fue negada.
Pero no hay agua ya, todo está seco,
no sabe el pan, la fruta amarga,
amor domesticado, masticado,
en jaulas de barrotes invisibles
mono onanista y perra amaestrada,
lo que devoras te devora,
tu víctima también es tu verdugo.
Montón de días muertos, arrugados
periódicos, y noches descorchadas
y amaneceres, corbata, nudo corredizo:
“saluda al sol, araña, no seas rencorosa…”
y más muertos que vivos entramos en la cama.

Es un desierto circular el mundo,
el cielo está cerrado y el infierno vacío.

EL MURO

Deja que te recuerde o que te sueñe,
amor, mentira cierta y ya vivida,
más que por los sentidos, por el alma.
Atrás de la memoria, en ese limbo
donde recuerdos, músicas, deseos,
sueñan su renacer en esculturas,
cae tu pelo suelto; tu sonrisa,
puerta de la blancura, aún sonríe
y alienta todavía ese ademán
de flor que el aire mueve. Todavía
la fiebre de tu mano, donde corren
esos ríos que mojan ciertos sueños,
hace crecer dentro de mí mareas
y aún suenan tus pasos, que el silencio
cubre con aguas mansas, como el agua
al sonido sonámbulo sepulta.

Cierro los ojos: nacen dichas, goces,
bahías de hermosura, eternidades
sustraídas, fluir vivo de imágenes,
delicias desatadas, pleamar,
ocio que colma el pecho de abandono
como el brillo de un ala anega el ojo
de dichas amarillas instantáneas.

¡Dichas, días con alas de suspiro,
leves como la sombra de los pájaros!
Y su quebrada voz abre en mi pecho
un ciego paraíso, una agonía,
el recordado infierno de unos labios
(tu paladar: un cielo rojo, golfo
donde duermen tus dientes, caracola
donde oye la ola su caída),
el infinito hambriento en unos ojos,
un pulso, un tacto, un cuerpo que se fuga,
la sombra de un aroma, la promesa
de un cielo sin orillas, pleno, eterno.

Mas cierra el paso un muro y todo cesa.
Mi corazón a oscuras late y llama;
con puño ciego y árido golpea
la sorda piedra y suena su latido
a lluvia de ceniza en un desierto.


Escrito por Redacción


Notas relacionadas