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Luis Rosado Vega, la admiración verdadera del pasado nacional
En las páginas de su Romancero, verdadera poesía popular en términos de forma y contenido, campea un espíritu nacionalista, orgulloso del pasado mexicano, en el que destacan entrañables personajes históricos y el paisaje toma vida y con ésta, partido.
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En 1948, el poeta yucateco Luis Rosado Vega (1873-1958) publicaba su Romancero Yucateco, que Gabriel Antonio Menéndez, director de la editorial Club del Libro calificara como una obra “cabal y desbordante, de inefable amor al terruño… este libro abarca no solo las facetas histórica, legendaria y romántica de Yucatán, sino también el original ambiente propio de esta tierra, cálida y cordial, lo que le es inmutable”.

En las páginas de su Romancero, verdadera poesía popular en términos de forma y contenido, campea un espíritu nacionalista, orgulloso del pasado mexicano, en el que destacan entrañables personajes históricos y el paisaje toma vida y con ésta, partido. Pero no es esa defensa de lo nacional que, rayana en fanatismo, se pone a reclamar penachos de plumas a gobiernos extranjeros en un momento en que las prioridades del pueblo son otras; el de Rosado Vega reconoce la imposibilidad de regresar al pasado, al que mira con profunda admiración, lamentando acaso las lagunas en el conocimiento que tenemos de arcaicas civilizaciones, de las que apenas conocemos una parte de sus vestigios.

A propósito de trenes mayas y aeropuertos sexenales que, a pesar del clamor popular, están a punto de arrasar aquellos sacbés, destruyendo con ello la posibilidad de entender mejor nuestro pasado, sacrificándolo en aras de la ineptitud y la demagogia hechas gobierno, transcribimos tres fragmentos del extenso romance Las ruinas. El poeta, hijo de su siglo, rechaza las mixtificaciones en torno a la cultura maya, que ha sido objeto de descabelladas “teorías” en torno al origen de los primeros pobladores de estas tierras (de la Atlántida, Lemuria, India, China, Egipto… y aun de más allá de las estrellas); fustiga a los farsantes que difunden explicaciones no demostradas y dice de ellos que “no les da la chola” para más; y no deja de expresar su esperanza de que un día, el misterio de devele por fin, ese ideal positivista decimonónico de confianza en que la ciencia alcanzará un día a explicar por fin los grandes misterios de la humanidad.

¡Las ruinas!... hay que admirarlas

pero hay que amarlas también,

y también hay que sentirlas

en lo hondo de nuestro ser…

¿De cuál púgil vieja raza

se desprendió el pueblo aquel

que alzara estas maravillas

que aquí en Yucatán se ven?...

Soberbias arquitecturas

difíciles de entender,

recias trazas que pregonan

lo que habrán debido ser

los hombres que las alzaron

y dejaran a la vez

en tales formas tal arte,

tal expresión de poder,

tal cúmulo de grandezas

y de hermosuras también!

Es parca la arqueología

para llegar a saber

lo que en el Tiempo y Espacio

hubiese podido ser

el claustro materno, el óvulo

perdido ya en el correr

de quién sabe qué milenios,

donde, por primera vez

abriera a la luz los ojos

la raza maya quiché,

y en cuál lugar asentara

por primera vez el pie;

¿Cuáles fueron sus ancestros?...

¡quién lo pudiera saber!

Investigadores sabios

los ha habido a tutiplén,

también los ha habido locos

y hasta farsantes también,

que han urdido mil teorías,

algunas con firme pie,

pero otras, ¡Jesús me valga!,

precisamente al revés.

El lector, con lo ya dicho

podrá, si ése es su querer,

dar a decires tan vagos

su negación o su fe;

la Esfinge es terca y no habla

eso es lo único que sé,

tal vez hable en algún día

y diga quién sabe qué;

pero lector, ten cuidado,

mucho cuidado, ¡pardiez!,

entretanto que eso ocurre,

no te dejes convencer

del necio que por ser necio

va diciendo por doquier

necedades muy más altas,

que la Torre de Babel,

buscando en ciencias ocultas

lo que él no puede entender

porque no le da la chola

para más… ¡y qué ha de hacer!

Allá Uxmal la legendaria

y la sagrada Chichén,

Itzmal la mil veces grande,

Mayapán que otrora fue

ciudad insignia, el emporio

de la raza y su poder

y que hoy yace en las cenizas

de su grandeza de ayer,

Kabá tallada en encajes

de piedra, Zayí y Aké,

Tulum, la que señorea

el mar y refleja en él

sus fortalezas insignes,

Ichpatún y Cozumel.

Y otras muchas, muchas, muchas,

quizá hasta pasen de cien,

ciudades santas que se alzan

entre los altos zacbés,

quizá encantadas tan solo,

pero no muertas tal vez,

durmiendo un sueño muy largo

del cual esperan volver,

bajo los umbrosos bosques

de eterno reverdecer,

en tanto su sueño vela

dejando el tiempo correr,

el gran genio de la raza

el cual siempre sigue en pie.


Escrito por Tania Zapata Ortega

COLUMNISTA


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