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Es indudable la efectividad de la risa como antídoto contra las injusticias cotidianas y como arma de los espíritus lúcidos frente a las arbitrariedades de los poderosos; así lo confirman múltiples anécdotas contenidas en la biografía de personajes admirados en todo el mundo por su contribución a la ciencia, la filosofía, las artes y el bienestar de la sociedad. Burlarse con elegancia de un gobernante despótico, menoscabar su investidura sin envilecerse al mismo tiempo, ha sido desde siempre objetivo de quienes pretenden derrotar, en el terreno de las ideas, a un temible oponente.
No es casual que un género como la poesía satírica alcanzara su máxima expresión en el Siglo de Oro, con genios de la talla de Cervantes, Calderón, Quevedo, Lope de Vega, Góngora y Sor Juana, en cuya obra inmortal late el pulso de la inconformidad social y una afilada crítica a los vicios de la monarquía, la corte, la nobleza, el clero y los estamentos feudales, así como su objetivación en los abusos contra los desvalidos; protesta doblemente valiosa si nos detenemos a considerar que el florecimiento espiritual de su época se abrió paso en medio de la represión violenta ante toda idea contraria al poder y a las normas establecidas.
Esta crítica social, minuciosamente trabajada hasta darle una perfecta envoltura a la idea, hace siglos que es objeto de estudio, interpretación, decodificación. Ardua tarea es entender las ideas geniales de los grandes pensadores, apropiarnos de ellas, hacer a un lado métrica, rima, ritmo, figuras retóricas y estilo para apropiarnos del sentido, del mensaje en toda su desnudez. Y en este esfuerzo de comprensión, a menudo soluciona la dificultad semántica reducir el contenido de un complejísimo soneto a una frase en la que la clave es un cuasi obsceno modismo… y entonces la barrera temporal se esfuma.
Con la irrupción de Internet y de las redes sociales en nuestras vidas, la lectura profunda de extensos volúmenes es cada vez más rara; todo parece haber sucumbido a la inmediatez de los mensajes, a la prisa por entender en una sola imagen, en dos segundos apenas, las famosas mil palabras; por eso conviene destacar, de esta monstruosa legión de mensajes visuales, los memes del tipo “pero no podemos poner eso”.
Su construcción adopta la forma de un diálogo imaginario: la imagen es el conocido retrato de un personaje famoso, es más, sacralizado por la crítica y los siglos que, desde su altura, espeta al escribano una verdad escandalosa con todo su colorido verbal. Asustado, el amanuense expresa la inconveniencia de consignar en letras de molde aquella frase, a lo que el personaje responde citando una de sus más conocidas sentencias. Al otro extremo de la pantalla, el receptor sonríe o estalla en carcajadas, según el ingenio de la broma intelectual.
¿Quién es el autor de estas imágenes? Como en los viejos tiempos, la fábula, el mito, la leyenda y el chiste son anónimos y circulan de boca en boca –y ahora de pantalla a pantalla–; son democráticos y a menudo sirven para ridiculizar conductas e ideas de personas y clases sociales; éstos son los mejores.
El método para su elaboración va en sentido opuesto al producto terminado. Inicia por la frase lapidaria (a menudo muy famosa), que sufre una decodificación rayana en la simplicidad; acto seguido, desde su pose más “almidonada”, el retrato profiere tremenda vulgaridad mientras el “desprevenido” espectador alcanza apenas a intuir: no, santa Sor Juana no pudo haber dicho eso… y todo vuelve a cobrar sentido cuando reconocemos el famoso verso y su iconoclasta paráfrasis que entra ya, en el terreno de la ficción verosímil.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.