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Hace apenas unas semanas, Francia parecía vaticinar el triunfo absoluto de la ultraderecha en Europa. La victoria conseguida por Agrupación Nacional, partido ultraderechista liderado por Marine Le Pen, fue aplastante. Tanto el Nuevo Frente Popular como la coalición del presidente Macron quedaron visiblemente rezagados. Este último apenas obtuvo un 20.4 por ciento de los votos frente al 33 por ciento de Agrupación Nacional; el Nuevo Frente Popular alcanzó el 28 por ciento. Una semana después se celebró la segunda vuelta de los comicios parlamentarios y, para “sorpresa” del mundo, los resultados dieron un giro radical y completamente “inesperado” hacia la izquierda. El Nuevo Frente Popular pasó del 28 al 31 por ciento en la aprobación ciudadana, apropiándose de 182 de los 577 escaños del parlamento; la alianza “centrista” «Ensamble» del presidente Macron se quedó con 163 escaños, pasando del 20 al 28 por ciento; mientras que el partido conservador, el gran “derrotado”, cayó estrepitosamente adjudicándose apenas 143 lugares en el parlamento, pasando del 33 al 24 por ciento, perdiendo así casi diez puntos ¡en una semana!
El domingo por la tarde, las calles de París desbordaban júbilo y alegría. Las banderas tricolores ondeaban en balcones, bares y monumentos. Miles de personas se abrazaban con lágrimas en los ojos cantando La Marsellesa. Incluso en algunos rincones de las principales plazas se dejó oír La Internacional. La izquierda había vencido al fascismo. Francia se había salvado de la catástrofe. En Latinoamérica, los grupos de izquierda se hicieron eco de la alegría del pueblo francés. Particularmente en los países donde la ultraderecha se ha hecho del poder parecía que llegaba desde París, como hace dos siglos, una chispa de esperanza. Los jefes de los partidos de izquierda y un grupo de intelectuales cada vez más cerca del entusiasmo y las pasiones que provoca la espontaneidad que de un análisis serio y científico de la realidad, contagiados del furor de las masas proclamaban: “Ha llegado el fin del neofascismo en Europa y Latinoamérica”, “El mundo empieza a virar hacia babor”; poco faltó para que, en medio de la febril excitación proclamaran: “El comunismo ha vuelto”. ¿Es justificado este optimismo? ¿Realmente la victoria parcial del Nuevo Frente Popular representa el freno a la ultraderecha y el radical viraje que Europa y el mundo necesitan? La respuesta es, al menos, menos sencilla de lo que parece a simple vista.
El contexto de la elección es determinante. El triunfo de la izquierda francesa se da en medio de una crisis sistémica mundial. El genocidio en Palestina, más allá de que la opinión pública occidental pretenda silenciarlo, sigue su implacable marcha mortal. Según The Lancet, una acreditada revista médica británica, los asesinatos perpetrados por Israel suman ya 186 mil víctimas. El consentimiento y la cooperación de Estados Unidos (EE. UU.) y la Unión Europea con los genocidas no pasan desapercibidos. Es tal la miseria humana de los asesinos que se ha vuelto imposible cubrir el rastro de sangre que llega hasta las puertas de Washington, Bruselas, París y Berlín. Mientras esta masacre se perpetra a ojos del mundo entero, la OTAN se ha propuesto, sin pensarlo demasiado, enfrentar a Rusia sacrificando al pueblo ucraniano. En su mayor momento de debilidad, el imperialismo vio oportuno, para recuperarse, desplegar una ofensiva contra una potencia en ascenso que no sólo ha demostrado capacidad de resistencia, sino una superioridad económica, militar y estratégica que parece obligar a los dueños del poder mundial a recurrir al sacrificio de las naciones europeas para sostener este sinsentido. Los pueblos en Occidente permanecen en vilo ante una inminente guerra mundial. Finalmente, la crisis política en EE. UU., reflejo de la crisis orgánica del capitalismo, no parece albergar esperanza alguna para un imperialismo en agonía. Gane quien gane en las próximas elecciones, la política económica no variará. El incremento de la pobreza y la desigualdad en el otrora “país de la libertad” no es más que una necesaria consecuencia de la polarización de la riqueza que asedia ya el núcleo mismo del capital. La salida no parece ser otra, para una potencia en franca decadencia, que intensificar su política belicista; multiplicando las guerras de rapiña en naciones que, por otro lado, conscientes del respaldo que pueden obtener de las potencias que encarnan la nueva hegemonía mundial, empiezan a plantar cara al colonialismo imperialista. La victoriosa resistencia de las naciones del Sahel es una pequeña pero contundente muestra de ello.
Es éste el oscuro panorama que se cierne sobre Occidente. La relevancia de las elecciones en Francia radica en que el voto no es sólo el reflejo de la adhesión a uno u otro candidato, partido o proyecto de nación: es la respuesta popular ante una catástrofe en apariencia inevitable. Es el grito desesperado de una nación que se volcó en masa a las urnas como no lo había hecho desde 1997. Se desprenden de todo esto algunas preguntas lógicas: ¿Es el triunfo del Nuevo Frente Popular la respuesta a la crisis? ¿El avance del fascismo y la perspectiva de una guerra mundial desaparecerán con la parcial reorganización del parlamento? ¿Se obtendrá con esto una reestructuración radical del desequilibrio entre las fuerzas del capital y del trabajo que empiezan a hacer estragos en las naciones desarrolladas? La heterogénea composición del Nuevo Frente Popular no presagia buenos augurios al respecto. Lo constituyen el Partido Socialista que hace unos años, bajo la presidencia de François Hollande gobernó Francia con una política neoliberal no muy distante de la de Macron, aliándose con EE. UU. en la guerra en Irak; los Ecologistas, cuya demanda parece centrarse en el desarrollo de energías verdes, pero que en Alemania no sólo estuvieron a favor de continuar la guerra en Ucrania, sino fueron de los principales instigadores del rompimiento con Rusia que hoy tiene en predicamentos todo el sistema energético germano; La Francia Insumisa de Melenchon y el Partido Comunista se destacan por su prédica contracultural y antisistema, pero hasta ahora sólo a nivel discursivo. Más allá de que algunas de sus propuestas son de corte popular: regresar la edad de jubilación a los 60 años, la fijación de los precios de bienes de primera necesidad y el aumento al salario mínimo; en general, la tendencia es la continuación de la política neoliberal a ultranza. No de otra forma se explica la alianza con el otanista Macron.
Que se frenó por algún tiempo la llegada de la ultraderecha al poder, es un hecho. Pero este mismo hecho se presenció casi miméticamente en 2002, cuando la izquierda se sumó al partido de centro-derecha de Jacques Chirac para frenar la llegada de Jean Marie Le Pen, padre de la actual candidata de Agrupación Nacional. Los resultados: la precarización de la vida del pueblo francés y la continuación de la política imperialista promovida desde Washington. Es necesario comprender lo que realmente votó el pueblo francés. Paz y trabajo son sus principales demandas. La consolidación, apenas debilitada de la ultraderecha, radica en su rechazo a la guerra y en la recuperación de fuentes de empleo para los cada vez más precarizados trabajadores galos. Que para ello utilicen consignas racistas, discriminatorias y fanáticas, culpando a los inmigrantes que saturan el mercado de trabajo, no es de extrañarse. En la imposibilidad de ver el problema de fondo radica el rechazo que debe existir siempre hacia estas manifestaciones fascistas de la política. Sin embargo, no se puede cerrar los ojos ante el natural atractivo que sus propuestas ejercen sobre las masas. En la contradicción fundamental entre capital y trabajo, la derecha, al menos discursivamente, promueve reformas en la organización económica que atentan contra la política neoliberal, mientras que la izquierda busca continuar con la misma política imperialista maquillando sólo las facetas más groseras. El respaldo que el Nuevo Frente Popular da a la guerra contra Rusia es, posiblemente, el más alarmante de los presagios. “En el ámbito internacional, la agrupación de partidos de izquierda apuesta por una defensa ‘inquebrantable’ de la soberanía nacional y libertad territorial del pueblo ucraniano, así como la defensa total de sus fronteras internacionalmente reconocidas a través del ‘suministro de las armas necesarias’”. (LaSexta) El pueblo quiere paz y trabajo. El camino que ha elegido la “triunfante” coalición parece ser la continuación de una política destinada al fracaso.
Tan deleznables son los filósofos a posteriori como los vendedores de ilusiones. Por eso insistimos: el triunfo de la izquierda en Francia no es la solución que los pueblos del mundo y Europa reclaman. O se abandona definitivamente el neoliberalismo como política económica y se construye desde las bases un partido verdaderamente socialista, o el fascismo se convertirá en la alternativa única de las masas. Alternativa que representa, es cierto, un suicidio; pero cuya necesidad es sólo producto de la ausencia de una oposición verdadera, radical y popular. Habrá que esperar, pero por ahora podemos decir que el mundo y Francia están muy lejos de vivir “un día de fiesta”. Es momento de construir y no de festejar.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).