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La Revolución Mexicana reside en que aún existe una tremenda desigualdad social. Aunque este movimiento nació por los intereses políticos de sectores de las clases medias y la incipiente burguesía, pronto la participación de los campesinos pobres, peones y obreros le fijó, con su rebeldía, un rumbo hacia la reconstrucción del Estado. La Revolución fue concluida por el sector social de potentados agrarios y nuevos industriales, cierto; pero las demandas de cientos de miles de campesinos y obreros impulsaron, desde las armas, reformas que fueron imposibles de desdeñar. François-Xavier Guerra admite una continuidad antes y después de la Revolución: el desarrollo del capitalismo. Pero la conducción política, luego de 1917, tenía un compromiso social, por lo menos estipulado desde la nueva Constitución (derechos laborales, educación, vivienda, atención médica); no eran concesiones loables de la clase dominante; no, los desarrapados habían demostrado el poder de su movilización. Aceptemos que este “compromiso” de la clase gobernante con los ideales de la Revolución se fue diluyendo con el paso de los años; incluida la administración “izquierdista” de Andrés Manuel López Obrador, quien con el mandato de la sacrosanta austeridad ha debilitado a las instituciones que podrían mitigar la injusticia social.
Con todo, la Revolución fue un sacudimiento para la consciencia mexicana. Para el arte fue un punto de inflexión. Sin la Revolución no hubiese existido el muralismo que le dio notoriedad, por vez primera y de forma contundente, a nuestra producción artística. Una época agitada e impregnada de esperanza tenía que forjar hombres de esta talla. David Alfaro Siqueiros es uno de ellos. Su producción significó una ruptura con esa postración ante el arte europeo, considerada la gran maestra. En sus obras monumentales y de menores dimensiones hallamos un canto abierto a los libertadores, a la humanización de la ciencia y la industria; una antítesis del espíritu capitalista, un homenaje a las luchas populares; un afán por no hacer invisibles los despotismos, las injusticias e infamias de una sociedad capitalista que vira, cada vez más, hacia el irracionalismo.
Este insigne chihuahuense es polivalente: artista, militante político, teórico y crítico del arte y agitador social. Supo absorber todos los nutrientes culturales de su época; se negó a ser gregario, quizás por su credo internacionalista; despreció cualquier variante de nacionalismo estrecho, tanto en lo social como en lo artístico; reconocido por su disciplina ante el interés colectivo, siempre comprometido con los pobres de la tierra y su país. Esto implicó romper con la cómoda frontera de artista y líder popular: fue también líder sindical, comunista informado y precursor del movimiento obrero mexicano.
En 1923 era un militante definido; y su militancia fue decisiva en la conformación de sus ideas estéticas. Nunca colgaba los pinceles para ponerse el traje de sindicalista: era un hombre de una sola pieza. Su comunismo le sembró los pies sobre la tierra y no lo deslumbraron los reflectores edulcorantes de la prensa ni la reverencia acrítica, porque el arte es ante todo una función histórico-social. Le escribe a José Clemente Orozco, su camarada: “Te conocí en 1920. ¿Recuerdas? Entonces creíamos que la pintura era un simple problema de juego plástico. El tiempo, la historia, el fascismo ítalo-alemán –y ahora el yanqui– nos han demostrado ¡que no! Nos han demostrado que el arte tiene que ver con algo más que nuestros pequeños escalofríos estéticos”. Fue impulsor de la participación de los artistas –arquitectos, escultores, muralistas– en la construcción de Ciudad Universitaria, pues le obsesionaba el terrible contraste entre el desarrollo científico y tecnológico del “primer mundo” con el atraso cultural de las naciones latinoamericanas.
Si Siqueiros hubiese nacido y se hubiera formado en un país capitalista poderoso, sus cualidades le colocarían como líder de vanguardia, como escribe Raquel Tibol: “quizás sus atributos le hubieran permitido moverse cómodamente en el corral que la sociedad burguesa dispuso para los artistas”. En efecto, las vanguardias europeas terminaron, a la postre, como rebeldías cómodas, de café-concierto; colaborando con el barniz que usa la burguesía para aparentar mutación e irreverencia. Pero a nuestro artista lo estremeció la Revolución Mexicana y las luchas sociales en todo el mundo; pugnó siempre por un arte de uso ampliamente público; así el artista se expone, se renueva y evita que se subyugue al aparato publicitario de la burguesía. Si es verdad que, en nuestros tiempos, el arte es decadente, la lucha social y los cambios sociales auténticos generarán artistas nuevos, y viceversa.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista