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Es el tiempo de la palabra erecta
como antorchas prendidas en la noche.
Sabemos de los triunfos, la gloria y los honores conquistados por grandes poetas de todos los tiempos; sus biografías están llenas de premios, títulos, reconocimientos y recompensas materiales; la crítica ensalza sus vidas llenas de éxito y bienestar. Pero la historia de la literatura también abunda en ejemplos de creadores cuyas vidas fueron truncadas por la injusticia, las carencias económicas, la enfermedad, la muerte o un sinfín de eventos desafortunados. Y en no pocos casos, la ruptura con los convencionalismos sociales y la negativa a seguir los dictados de las buenas conciencias, han confinado al ostracismo y a la marginación a mentes preclaras.
Una de las voces esenciales de la literatura guatemalteca es Isabel de los Ángeles Ruano, nacida en Chiquimula, el tres de junio de 1945. A sus 76 años, es la prueba viviente de que en esta sociedad enferma y abismalmente desigual, el Estado no tiene como prioridad impulsar a los poetas, y menos si éstos no sirven a sus fines ideológicos y esgrimen el arte como denuncia social.
A los 18 años, Isabel se graduó como maestra de educación primaria; al año siguiente comenzaba su carrera periodística en El Diario de Centro América y El Imparcial; a los 21 publicaba en México, con prólogo de León Felipe, su primer poemario, al que tituló Cariátides (1967). De vuelta en su país, ingresó a la Universidad de San Carlos, graduándose en Lengua y Literatura en 1978. En 1979 ganó el Premio Internacional de Poesía en Argentina y en 2001 recibía el Premio Nacional “Miguel Ángel Asturias” por su “insondable y heroica cohesión entre vida y obra”. Es autora de Café express (2002); Versos dorados (2006;) Poemas grises (2010); y Torres y tatuajes (1988), que reúne 11 poemarios hasta entonces inéditos, obra reeditada en 2012 a la que se agregó Los muros perdidos.
El dato, vago y estigmatizante, se repite una y otra vez sin que pase por el tamiz de la reflexión: “a los 40 años, Isabel de los Ángeles Ruano comenzó a padecer trastornos mentales; hoy deambula vestida de hombre por las calles de la capital de Guatemala vendiendo jabones, lapiceros y… sus poemas”. Sí, sus propios libros, así como sus versos más recientes, manuscritos y fotocopiados por ella misma.
La también poetisa guatemalteca Ilka Oliva Corado dirá en su artículo La locura de Isabel de los Ángeles Ruano: “Se cuentan historias fantasmagóricas, algunas con remedo de realismo mágico, todas buscan darle una explicación sensata a su renuncia a la academia y la única que encuentran viable es tacharla de loca. Solo así se puede comprender desde la ‘lucidez’ que una mujer decida darle una patada en el trasero al mundo irrespirable de los títulos, las alfombras y los codeos y vaya en busca de la libertad”.
Pero la locura, bien lo sabemos los admiradores del gran caballero de La Mancha, es signo de grandeza y refugio de muchos seres humanos ante las injusticias, calamidades y el sufrimiento de los pueblos; vender en las calles para sobrevivir al olvido oficial; elegir libremente la indumentaria de su preferencia; forjarse valientemente una identidad distinta con el nombre de Pablo o vivir al margen de la falsa intelectualidad de su país no deberían ser motivo de estigma, porque el aislamiento, la soledad y la pobreza no fueron suficientes para acallar su sincera y deslumbrante voz poética.
Hoy transcribimos apenas un fragmento (que puede consultarse íntegro en nuestro portal web) del hermoso poema Palabras a Ángela Figuera Aymerich (poetisa española de la posguerra) en el que Isabel da prueba fehaciente de la absoluta lucidez de su poesía frente a la feroz irracionalidad de la sociedad actual, con una brillante reflexión sobre la tarea que tienen los poetas de alumbrar la oscura noche de la humanidad; no es el momento –dice– de cantar a la rosa, al celaje, a las cordilleras rojas de amapolas:
Y al cancelar perfumes y jardines
de mil y tantas no sé qué más noches,
al olvidar el beso y el requiebro,
comulgamos las XX maravillas
con los XX pecados capitales:
entonces lengua y garganta se transforman
en un solo y feroz y audaz ronquido
con que la voz nos brinca desde el llanto.
Pero estar en el mundo, ¿qué nos dice?
Hay que ver el fondo del abismo
cuando dolor y hambre son miseria,
cuando ignorancia es acíbar negro
y somos ciudadanos impotentes
de transformar al mundo que discurre
bajo cortinas de humo y dogmatismo,
cuando verdes y azules se combaten
por territorios de cereal y minas,
o por “contras” y “proes” sin destino
en que se gastan en metralla y muerte
los recursos humanos, y nos callan.
En los niños hallamos argumentos
para negar satélites y bombas
–triste reverso de los padres nuestros–
tal las revoluciones y las guerras frías.
(Y aunque me nombren retrógrada
y etcétera).
Y explosión demográfica que asusta
y cien mil megatones de consignas,
y hospitales repletos sin subsidio,
y desempleo y mitos en la sopa.
Así, los poetas se tragan sus renglones
y acumulamos versos por kilómetros,
para que nadie nos lea, sin embargo.
Tú tienes razón, Ángela Figuera,
en tus voces de protesta amarga.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.