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Julio Flórez Roa
Opinó de sí mismo “que no servía para nada más que la poesía”.
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Poeta colombiano nacido en Chiquinquirá, en 1867, y muerto en Usiacurí en 1923. De naturaleza enfermiza y de temperamento bohemio y aventurero, pasó algún tiempo en Caracas, fue declarado “ciudadano de honor” en México y estuvo en Madrid como agregado a la Legación de Colombia en España. Opinó de sí mismo “que no servía para nada más que la poesía”; pero los que creían servir para más cosas que él hubieron de reconocer que se encontraban ante un excelente e inspirado poeta. Romántico de constitución débil y pesimista por naturaleza, es realmente un lírico posromántico que no se llega a contagiar del modernismo, pese a la época en que vivió. Sus tendencias populares y su afán de soledad lo convirtieron pronto en un hombre “incomprendido” y en un poeta subestimado; cuando se le tributó el homenaje nacional de su coronación, le faltaban veintitantos días para llegar al de su muerte. Pese a la incomprensión de los mejores, Flórez fue uno de los poetas más populares de su época: triste y sentimental, su dolor es sincero y con él llega a lo hondo del pueblo y de las cosas. Sus poesías fueron recogidas por disposicion oficial después de su muerte, pero no todas han sido recopiladas aún. Obras: Horas (Bogotá, 1893); Cardos y lirios (Caracas, 1905)¸ Cesta de lotos, Manojo de zarzas y Fronda lírica (Madrid, 1908)¸ Gotas de ajenjo (Barcelona, 1911); Oro y ébano (1943). 

Idilio eterno

Ruge el mar, y se encrespa y se agiganta;

la luna, ave de luz, prepara el vuelo

y en el momento en que la faz levanta,

da un beso al mar, y se remonta al cielo.

Y aquel monstruo indomable, que respira

tempestades, y sube y baja y crece,

al sentir aquel ósculo, suspira...

y en su cárcel de rocas... se estremece.

Hace siglos de siglos que, de lejos

tiemblan de amor en noches estivales;

ella le da sus límpidos reflejos,

él le ofrece sus perlas y corales.

Con orgullo se expresan sus amores

estos viejos amantes afligidos;

ella le dice «¡te amo!» en sus fulgores,

y él responde «¡te adoro!» en sus rugidos.

Ella lo aduerme con su lumbre pura,

y el mar la arrulla con su eterno grito

y le cuenta su afán y su amargura

con una voz que truena en lo infinito.

Ella, pálida y triste, lo oye y sube

por el espacio en que su luz desploma,

y, velando la faz tras de la nube,

le oculta el duelo que a su frente asoma.

Comprende que su amor es imposible,

que el mar la copia en su convulso seno,

y se contempla en el cristal movible

del monstruo azul en que retumba el trueno.

Y, al descender tras de la sierra fría,

le grita el mar: «¡en tu fulgor me abraso!

¡No desciendas tan pronto, estrella mía!

¡Estrella de mi amor, detén el paso!

Un instante mitiga mi amargura,

ya que en tu lumbre sideral me bañas

¡No te alejes!... ¿no ves tu imagen pura,

brillar en el azul de mis entrañas?»

Y ella exclama, en su loco desvarío:

«Por doquiera la muerte me circunda,

¡Detenerme no puedo monstruo mío!

¡Compadece a tu pobre moribunda!

Mi último beso de pasión te envío;

mi postrer lampo a tu semblante junto!»

Y en las hondas tinieblas del vacío,

hecha cadáver, se desploma al punto.

Entonces, el mar, de un polo al otro polo,

al encrespar sus olas plañideras,

inmenso, triste, desvalido y solo,

cubre con sus sollozos las riberas.

Y al contemplar los luminosos rastros

del alba luna en el oscuro velo,

tiemblan, de envidia y de dolor, los astros

en la profunda soledad del cielo.

Todo calla... el mar duerme, y no importuna

con sus gritos salvajes de reproche;

y sueña que se besa con la luna

¡en el tálamo negro de la noche!

Mis flores negras

Oye: bajo las ruinas de mis pasiones,

en el fondo de esta alma que ya no alegras,

entre polvo de ensueños y de ilusiones

brotan entumecidas mis flores negras.

Ellas son mis dolores, capullos hechos

los intensos dolores que en mis entrañas

sepultan sus raíces cual los helechos,

en las húmedas grietas de las montañas.

Ellas son tus desdenes y tus rigores;

son tus pérfidas frases y tus desvíos;

son tus besos vibrantes y abrasadores

en pétalos tornados, negros y fríos.

Ellas son el recuerdo de aquellas horas

en que presa en mis brazos te adormecías,

mientras yo suspiraba por las auroras

de tus ojos… auroras que no eran mías.

Ellas son mis gemidos y mis reproches

ocultos en esta alma que ya no alegras;

son por eso tan negras como las noches

de los gélidos polos… mis flores negras.

Guarda, pues, este triste, débil manojo

que te ofrezco de aquellas flores sombrías;

Guárdalo; nada temas: es un despojo

del jardín de mis hondas melancolías.

A Colombia

Golpea el mar el casco del navío

que me aleja de ti, patria adorada.

Es medianoche; el cielo está sombrío;

negra la inmensidad alborotada.

Desde la yerta proa, la mirada

hundo en las grandes sombras del vacío;

mis húmedas pupilas no ven nada.

Qué ardiente el aire; el corazón qué frío.

Y pienso, oh patria, en tu aflicción, y pienso

en que ya no he de verte. Y un gemido

profundo exhalo entre el negror inmenso.

Un marino despierta... se incorpora...

aguza en las tinieblas el oído

y oigo que dice a media voz, ¿quién llora?

A mi hijo, León Julio

¿Ves ese roble que abatir no pudo

ayer el huracán que asoló el monte

y que finge en el monte un alto y rudo

centinela que mira el horizonte?

El rayo apenas lo agrietó; sereno

sobre su vieja alfombra de hojarasca

se yergue aún como retando al trueno

que la furia azuzó de la borrasca.

Se tú como ese roble: que la herida

que abra en tu pecho el dardo de la suerte

sin causarte escozor sane enseguida.

Labora y triunfa como sano y fuerte

para que el lauro que te da la vida

flote sobre el remanso de la muerte.

Todo nos llega tarde…

Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte!

Nunca se satisface ni alcanza

la dulce posesión de una esperanza

cuando el deseo acósanos más fuerte.

Todo puede llegar: pero se advierte

que todo llega tarde: la bonanza,

después de la tragedia: la alabanza

cuando ya está la inspiración inerte.

La justicia nos muestra su balanza

cuando su siglos en la Historia vierte

el Tiempo mudo que en el orbe avanza;

Y la gloria, esa ninfa de la suerte,

solo en las sepulturas danza.

Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte


Escrito por Redacción


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