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Poeta, periodista y diplomático. Nació en la Ciudad de México el tres de abril de 1871. Falleció en Nueva York, Estados Unidos, el dos de agosto de 1945. Cursó estudios en escuelas particulares y en el Colegio Militar, incursionando en el campo poético desde muy joven. Colaboró en El Universal, El Imparcial, El Mundo Ilustrado, Revista de Revistas, Excélsior y El Maestro. A los diecinueve años viajó a Japón y posteriormente a Paris, países que influyeron notablemente en la calidad de su poesía. Además de poeta fue cronista y crítico. Fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y ocupó varios cargos diplomáticos en Venezuela, Colombia y Estados Unidos. Forman parte de su importante obra: Florilegio (1898), Al sol y bajo la luna (1918), Un día (1919), Poemas sintéticos (1919), Li-Po y otros poemas (1920), Retablo a la memoria de Manuel López Velarde (1921), El jarro de flores (1922), La Feria (1928). Enrique González Martínez realiza una Antología general de sus poemas que publica en 1920.
MISA NEGRA
¡Noche de sábado! Callada
está la tierra y negro el cielo;
late en mi pecho una balada
de doloroso ritornelo.
El corazón desangra herido
bajo el cilicio de las penas
y corre el plomo derretido
de la neurosis de mis venas.
¡Amada, ven!…¡Dale a mi frente
el edredón de tu regazo
y a mi locura, dulcemente,
lleva a la cárcel de tu abrazo!
¡Noche de sábado! En tu alcoba
hay perfume de incensario,
el oro brilla y la caoba
tiene penumbras de sagrario.
Y allá en el lecho do reposa
tu cuerpo blanco, reverbera
como custodia esplendorosa
tu desatada cabellera.
Toma el aspecto triste y frío
de la enlutada religiosa
y con el traje más sombrío
viste tu carne voluptuosa.
Con el murmullo de los rezos
quiero la voz de tu ternura,
y con el óleo de mis besos
ungir de diosa tu hermosura.
quiero cambiar el grito ardiente
de mis estrofas de otros días,
por la salmodia reverente
de las unciosas letanías;
quiero en las gradas de tu lecho
doblar temblando la rodilla
y hacer el ara de tu pecho
y de tu alcoba la capilla…
Y celebrar, ferviente y mudo,
sobre tu cuerpo seductor,
lleno de esencias y desnudo
¡la Misa Negra de mi amor!
ÓNIX
A Luis G. Urbina
Torvo fraile del templo solitario
que al fulgor de nocturno lampadario
o a la pálida luz de las auroras
desgranas de tus culpas el rosario...
–¡Yo quisiera llorar como tú lloras!–
Porque la fe en mi pecho solitario
se extinguió, como el turbio lampadario
entre la roja luz de las auroras,
y mi vida es un fúnebre rosario
más triste que las lágrimas que lloras.
Casto amador de pálida hermosura
o torpe amante de sensual impura
que vas –novio feliz o esclavo ciego–
llena el alma de amor o de amargura…
–¡Yo quisiera abrasarme con tu fuego!
Porque no me seduce la hermosura,
ni el casto amor, ni la pasión impura;
porque en mi corazón dormido y ciego
ha caído un gran soplo de amargura.
que también pudo ser lluvia de fuego.
¡Oh guerrero de lírica memoria
que al asir el laurel de la victoria
caíste herido con el pecho abierto…
para vivir la vida de la gloria!
–¡Yo quisiera morir como tú has muerto!
Porque al templo sin luz de mi memoria,
sus escudos triunfales la victoria
no ha llegado a colgar; porque no ha abierto
el relámpago de oro de la gloria
mi corazón obscurecido y muerto.
¡Fraile, amante, guerrero, yo quisiera
saber qué obscuro advenimiento espera
el anhelo infinito de mi alma,
si de mi vida en la tediosa calma
no hay un Dios, ni un amor, ni una bandera!
LOS PIJIJES
Visten hábitos carmelitas
los ánades veracruzanos;
y como dos frailes hermanos,
en actitudes estilitas,
sueñan lagunas y pantanos…
Así parados en un pie,
con el rojo pico escondido
bajo el ala negra y café,
y con el cuello retorcido
como el cuello de un narguillé,
dejan pasar las noches tétricas
y los días primaverales,
en ensimismamientos iguales,
en sendas posturas simétricas,
inmóviles y ornamentales…
En la noche su instinto vela;
y a un ruido insólito en el folio,
el ánade grita y revela
ser tan eficaz centinela
como un ganso del Capitolio.
Mas desdeñando esa tarea
doméstica, de janitor,
nada a los ánades recrea
aunque su ojo que parpadea
distinga todo en derredor…
Glauca sombra de la tortuga
entre dos aguas, en el lago;
de los saúces temblor vago;
leve retracción de la oruga
en la hoja del jaramago…
Eléctrica luz que en la bruna
sombra, difunde en el vergel
romanesco claro de luna,
y a cuyo ampo no hay flor alguna
que no parezca de papel…
Pobres ánades vigilantes
que contemplan y sienten todo…
fulgor de estrellas rutilantes,
roncar de sapos en el lodo,
o vuelo de aves emigrantes.
¡Solo entonces, si el firmamento
crepuscular se torna gris
y el cielo cruza un bando lento,
el ánade con ojo atento
sigue el vuelo libre y feliz!
Los dos ánades en un mismo
murmullo tenue y doloroso,
desde su forzado reposo
dicen nostálgico atavismo
del hondo cielo luminoso…
Y –símbolo de estéril vida,
de inútil ilusión fallida–
mueven en vano el ala trunca,
¡el ala inválida y herida
que ya no habrá de volar nunca!
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Escrito por Redacción